La Misericordia Divina. I
Comenzamos mañana, de la mano del papa Francisco, el Año Santo de la Misericordia. Muchas esperanzas e ilusiones ha puesto el Papa en este Año Santo. Espera una lluvia de gracias por parte de Dios Padre, «rico en Misericordia». Y una acogida por nuestra parte, con el alma abierta de par en par, para dejarnos empapar por esa agua «que salta hasta la vida eterna».
Tenemos a nuestro favor a Cristo que se nos muestra tal cual es: «Misereor super turbam!» (Mc 8, 2): «Tengo piedad [misericordia: me conduelo…] de la gente». Así «habla» el Corazón de Jesús: Corazón de Dios y Corazón de Hombre. Y como su Palabra es siempre «viva y eficaz» -no se corta, antes al contrario-, obrará el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, con los que se saciarán miles de personas, que estaban a punto de desfallecer por falta de alimentos: llevaban ya tres días tras Él.
Así nos quiere Dios. Así nos quiere Jesús, el Rostro y la Práctica visible de este Amor de Dios Padre por cada uno de nosotros. El Señor nos quiere a todos. Nadie está excluido del Amor de Dios. Su Amor es universal, como su Redención: universal, eficaz y sobreabundante.
Pero esta afirmación, sin negarla y partiendo precisamente de ella, hay que «acotarla» o, mejor, «comprenderla». Y a eso vamos.
En primer lugar: el Amor y la Redención que gratuitamente nos regala Dios son universales -se dirigen a todos los hombres de todos los tiempos- en el Corazón de Dios y en la entrega de Cristo «hasta la muerte, y muerte de Cruz». Pero ese Amor y esa Redención «no llegan» en la práctica «a todos».