1.- Una conclusión perniciosa.— El liberalismo que León XIII, en su encíclica de 1888 Libertas praestantissimum 14, denomina de tercer grado, acepta que «las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares», pero no que regulen «la vida y la conducta del Estado».
Por tanto, este liberalismo defiende que «es lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada.»
A continuación, el Pontífice enseña con claridad que de esta proposición dañina y perniciosa para la vida social se concluye erróneamente que: «es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado». Y remata, por si alguien lo duda: «Es fácil de comprender el absurdo error de estas afirmaciones.»
2.- Una mala componenda, para no perder la ola.— Alberto Caturelli, en su muy lúcida obra Liberalismo y Apostasía, explica así este pasaje citado de Libertas:
«Esta verdadera componenda, a la que León XIII señala también como contradictoria, implica la tesis de un Estado laico al que, cuanto más, lo cristiano podría serle adscripto como denominación extrínseca. En cierto sentido, este tipo de liberalismo es el más pernicioso de todos, porque conlleva una carga de enorme confusión y hace sentirse cómodos a aquellos cristianos que, en lugar de enfrentarse con el liberalismo, prefieren no perder la ola de la historia (según dicen algunos) y adaptarse a todo el “sistema”, especialmente en la política.» (Alberto CATURELLI, Liberalismo y apostasía, Gratis date, Pamplona 2008, p. 11)
3.- Un tópico dañino.— La mala conclusión comúnmente aceptada, da lugar a un lugar común comúnmente dañino, valga la redundancia. ¡Cuántos católicos, metidos o no en la faena política, creen que es católico separar las leyes divinas de la vida y la conducta del Estado! Y creen que no es liberalismo de tercer grado, sino doctrina social de la Iglesia, sanamente adaptada a los principios democráticos. Pero la separación de la Iglesia y el Estado, como eslogan liberal, valdrá como tópico de adaptación al medio, pero no como verdad.
4.- Porque no es lo mismo distinguir que separar.— Es sano distinguir el orden de la ley divina del orden de la conducta de la comunidad política, pero no separarlos. Se admite distinción pero no animadversión, se admite distinción pero no desunión. Así lo explica Libertas 14:
«Pero hay otro hecho importante, que Nos mismo hemos subrayado más de una vez en otras ocasiones: el poder político y el poder religioso, aunque tienen fines y medios específicamente distintos, deben, sin embargo, necesariamente, en el ejercicio de sus respectivas funciones, encontrarse algunas veces. Ambos poderes ejercen su autoridad sobre los mismos hombres, y no es raro que uno y otro poder legislen acerca de una misma materia, aunque por razones distintas. En esta convergencia de poderes, el conflicto sería absurdo y repugnaría abiertamente a la infinita sabiduría de la voluntad divina; es necesario, por tanto, que haya un medio, un procedimiento para evitar los motivos de disputas y luchas y para establecer un acuerdo en la práctica. Acertadamente ha sido comparado este acuerdo a la unión del alma con el cuerpo, unión igualmente provechosa para ambos, y cuya desunión, por el contrario, es perniciosa particularmente para el cuerpo, que con ella pierde la vida.»
5.- Un tópico antinatural.— A continuación, en el mismo punto, León XIII realiza otra afirmación igual o más potente que la otra:
«Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga»
Es decir, es contranatura que el Estado no tenga en cuentas las leyes divinas legislando contra ellas. Se entiende que, con ello, actúa contra su propia naturaleza. En ello incide con rotundidad: «los que en el gobierno de Estado pretenden desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de su propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza.»
—Algunos detalles del proceso de autodeterminación de tercer grado
6.- La independencia del Estado como super-voluntad autónoma.— La autarquía del Estado respecto a la ley de Dios procede, sin duda, del nominalismo de Guillermo de Occam (1300-1350). Es fácil deducir de su deconstructivismo la supuesta autosuficiencia del poder temporal. Es fácil deducir de los principios occamistas la autogénesis de las leyes inicuas, al margen y en contra de la ley natural. Es fácil deducir de la fragmentación voluntarista la autonomía indebida de las realidades temporales.
7.- La disgregación nominalista.— Caturelli, en la misma obra, menciona, en la genealogía del pensamiento liberal, el averroísmo de Juan de Jandun († 1328), que en su De laudibus Parisius rechaza toda influencia sobrenatural sobre el orden temporal.
Asimismo, gracias a Marsilio de Padua (1275-1343) se difunde la concepción de la sociedad como suma de individuos, perdiendo sentido el derecho natural.
8.- Desactivando intelectualmente el orden natural, y con él su fundamento metafísico, es fácil apuntalar el subjetivismo. Nicolás de Autrecourt (1300-1350) («refugiado –como Occam, Juan de Jandum y Marsilio– en la corte de Luis de Baviera», recuerda oportunamente Caturelli) contribuye a ello deshabilitando el conocimiento de la realidad de las cosas, declarando indemostrable el mundo objetivo y confinando la realidad a la mente humana.
9.- Las toxinas de nominalismo, (anteriormente mencionadas al hilo del lúcido pensamiento de la tradición hispánica, esta vez por boca de Alberto Caturelli), convergieron además en el monstruo del humanismo italiano, que contagiará a Occidente su propio principio de autodeterminación, en clave esotérica, sincretista e interreligiosa.
Con lógica implacable, de la reforma luterana surgirá, más tarde, el ethos ilustrado, y de él esa politica de compensación de reclamaciones y contrarreclamaciones, que diría Turgot (1727-1781), que será la base del constitucionalismo positivista moderno.
—El preámbulo cientificista también fue puesto hace tiempo. Una vez separada la razón de la fe, matematizar la primera y convertirla en racionalismo técnico será fácil para Thomas Hobbes (1588-1679). Esta degradación de la ciencia en técnica congeniará con el irracionalismo fiducial, que servirá a Kant para su religión sometida a criticismo civilizador.
(Ya se divisa en el horizonte la separación maritainiana de individuo y persona, figura de la separación Iglesia/estado; ya se otea en el porvenir la nueva cristiandad laica, descristianizada y en permanente crisis de fe, abierta a la tecnocracia y al fideísmo, curiosamente hermanados por la tecnocracia).
10.- Para que resultara socialmente superfluo el orden de la redención, la atención de los gobernantes se fijará en un hipotética condición reductivamente “natural” del hombre, o más bien ecológica, sin profesar su condición caída. Entonces se sobrevalorará la libertad, se sobrevalorará lo humano, se sobrevalorarán las posibilidades del hombre adámico.
Bastará, se piensa, con el andamiaje de ese nuevo orden fundado en pactos que ya empezara a sondear John Locke (1632-1704).
Pero Dios será, ya, definitivamente un Dios separado del orden temporal mediante la ilustración: el hombre ser supremo para el hombre, dice Volney (1757-1820); luego mediante una revolución de alcance universal (la de 1789); también mediante una crítica, la de Immanuel Kant (1724-1804); asimismo mediante nuevas teorías espiritualistas no metafísicas, como la de los valores de Max Scheler (1874-1928), o introduciendo la religión en los abismos de la conciencia, como hará Edmund Husserl (1859-1938); e incluso, en clave psicologista, reinterpretando las virtudes teologales en términos de experiencia privada y desarrollo de la personalidad, como hará la escuela personalista, heredera de la ilustración.
11.- Este proceso de descristianización de la política, del que hemos citado, un poco desordenadamente, sólo algunos hitos, puede quintaesenciarse así:
-por obra del liberalismo de tercer grado, el Reino de Cristo deja de ser pedido para el ámbito social, quedando reducido a opción privada.
Se asume entonces, por ley, que lo sobrenatural no ha de tener influjo en el orden temporal, ni en sus instituciones, ni en sus leyes, ni en la vida social general. El Estado, en cuanto acreedor de potencia absoluta, se declara exento de obligaciones para con la única Religión que redime.
—Así, de esta manera, el Reino de Cristo anticipado, es decir la Cristiandad, es sustituido por el Estado de la Persona Privada, es decir, la democracia liberal de tercer grado. El Estado Nominalista separa, de esta forma, el orden de la gracia, que es para la ley divina, de la vida social, que es para el bien común.
El Estado Nominalista, que pasa de estar subordinado a lo universal a estar subordinado a lo personal, se convierte, así, en un ídolo administrativo que tiene en su mano el bien y el mal; pero no caprichosamente, sino para equilibrar con potencia absoluta las voluntades. La anomia que profesa es respecto a la ley divina, no respecto a la norma convencional.
y 12.- Definiendo al Leviatán.— Aquí vamos a dar ahora, como conclusión, una definición muy clara y precisa del Leviatán de tercer grado. Y lo definimos como la supervoluntad estatal que instaura en la sociedad la libertad negativa, esto es: la pretensión de autodeterminarse en sí y por sí sin depender de la ley divina.
De esta definición, de ascendencia hegeliana, se concluye que, para el católico, no hay otra opción política que estar en contra de esta componenda con la Modernidad. Y que la forma de estarlo es muy concreta:
defendiendo que NO es lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada.
David Glez. Alonso Gracián