En el camino que nos lleva a Dios, a quien ansiamos y a quien buscamos en nuestra vida ordinaria, tiene una notable importancia esa relación directa que establecemos con Jesucristo, hermano nuestro, con María, Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, con el Espíritu Santo, aliento de Dios y, por último, con el Ángel Custodio que Dios destinó para que nos guardase. Es por esto que en esta relación tan especial que supone, más que nada, el hecho de orar o de rezar, cabe indicar un, a modo, de “itinerario de oración” como posibilidad de establecer un contacto vivificador con aquellas personas que son, para nosotros, un hilo conductor de impagable valor espiritual.
Así, y por esto podríamos establecer un “camino de interioridad”, podríamos decir, mediante el cual, invoquemos, en cada ocasión, a quien creamos indispensable para nuestra vida, en solicitud de intercesión, ayuda, auxilio.
Por otra parte, de las oraciones que en la serie “Itinerarios de oración” van a ir apareciendo, una de ellas, en cada número de la serie, corresponde a una que lo es de uso común entre los creyentes católicos y el resto han sido creadas por el autor de la serie. Lo son, por lo tanto, de uso privado y no han tenido aprobación de organismo eclesiástico alguno.
JESUCRISTO
A Jesucristo, como hermano nuestro que es, debemos dirigirnos como lo haríamos con una tal persona. Del hermano siempre podemos esperar ayuda, auxilio, comprensión y, porqué no, consuelo en la tribulación.
Pero hay que tener en cuenta que Jesús no sólo es hermano sino que también es Dios. Esto, que además es verdad por la evidencia que nos dejó de ello en su vida, ahí están las Sagradas Escrituras (todas ellas, el Antiguo y el Nuevo Testamento), nos ha de infundir, en nuestra oración, un respeto que, seguramente, podríamos no tener si demandáramos sostén de un hermano de sangre (o sea cual sea la relación de hermandad, natural o adoptiva). Por eso pedir para los demás y para uno mismo, pero, sobre todo para y por los demás, necesitados, como todos estamos, de auxilio, ha de estar impregnado, por una parte, de la seguridad de la respuesta del hermano; por otra, de la confianza en la misericordia de Dios y, por último, por el convencimiento de que seremos, si somos perseverantes (no puede cansar la oración ni el rezo, aunque éste sea repetitivo), por el amor inagotable de Dios.
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