Es obvio que para cada Pontífice la Iglesia es su casa y, como tal, quizá piensan en tenerla arreglada según cómo las convicciones espirituales de su corazón les instan a hacerlo. Y para el Santo Padre actual, ¿cómo debe ser la Iglesia de la que tiene la llave que, a través de los siglos, le llega desde Pedro?
Antes que nada tengo que indicar que las ideas que tratan de ser expresadas aquí han sido entresacadas, destiladas, de “El origen de la Iglesia” y “Salvación fuera de la Iglesia”, apartados contenidos en “El nuevo pueblo de Dios”, publicado en 1972 y del artículo titulado “¿Por qué permanezco en la Iglesia?”.
En principio, la Iglesia es, en cuanto creación de Jesús, una “nueva comunidad visible de salvación”. Esta expresión, recogida en “El nuevo Pueblo de Dios”, texto de Benedicto XVI, clarifica bastante bien el sentido que quiere darle, su forma de ser, ante el mundo actual; al fin y al cabo, cómo quiere que sea esa casa común creada por el Mesías, este nuevo sucesor del Apóstol que renegó, pero supo levantarse a tiempo, de su amistad con Cristo.
Porque, ante la actual situación de incredulidad, de planteamiento de dudas acerca de todo lo relacionado con la fe cuando no con evidentes signos de ateísmo materialista y hedonista, la Iglesia, para Benedicto XVI, no ha de ser nada ambigua sino, al contrario, profundamente santa y signo que invite, que invita, a la fe; ante las asechanzas propias de un ser huidizo de Dios y amparado en lo pragmático y útil, la propuesta del actual Pontífice es que la Iglesia sea sensible a los problemas sociales; que se abra a la relación con los hermanos separados; que comprenda al otro que no piensa como quien tiene enfrente, quizá en su contra, pugnando y, por ejemplo, que lleve a cabo una liturgia que sea accesible al pueblo (me refiero a la Iglesia) Estos parámetros determinan que la Iglesia sea verdadera casa común, acogedor cauce para el alma de todos.
También, ante la pretensión de que la Iglesia responda con una voluntad propia, subjetiva, frente a la universalidad de su misión, Benedicto XVI entiende necesario comprender que los proyectos individuales si no se incardinan en lo que es la Iglesia de Cristo son, digamos, dice, como “castillos de arena” que fácilmente se vienen abajo. Por eso, la Iglesia de Benedicto XVI no puede ser “nuestra” en el sentido antes dicho, de apropiación particular y, lo que es peor, particularista, sino “suya” y, así, los fines que ha de abarcar, buscar y realizar han de tener, por eso mismo, un asiento en la voluntad de Dios y no, claro, en la nuestra. Al fin y al cabo, el Santo Padre establece su doctrina al respecto porque entiende que “en el fondo no es nuestra sino suya” (se refiere a Cristo) He aquí una poderosa razón para sentirse bien dentro de la Iglesia.
Además, uno de los aspectos más importantes en este tema es que Benedicto XVI entiende que la Iglesia se ha de regir por dos criterios esenciales: al amor, esos dos bienes sin los cuales no se entiende una sociedad moralmente avanzada.
Si por una parte la lucha contra la injusticia “brota de un impulso fundamentalmente cristiano” y entender otra cosa no es, sino, manipular la realidad misma acaecida a lo largo de los siglos (esto último es opinión del que esto escribe), el amor, ley fundamental, primera, del Reino de Dios, ha de ser la savia que alimente a la Iglesia, porque “sin una cierta cantidad de amor no se encuentra nada”. Ese amor, esa caridad, la cual, el cual, ha sido claramente determinado y explicado en su primera Carta Encíclica Deus Caritas Est, ha de ser, como no puede ser de otra forma, el eje que conduzca el devenir de la Iglesia, porque “el amor no es estático ni acrítico” y, por lo tanto, y así, la Iglesia, puede transformar al hombre amándolo y hacerlo pasar de lo que es a lo que puede ser. Esto es lo que pretende el Santo Padre.
Todo esto apunta hacia un espacio que determina algo fundamental para la vida de cada uno de nosotros: “solamente la fe de la Iglesia salva al hombre”. El concepto que Benedicto XVI tiene de la Esposa de Cristo, y que ha sido brevemente explicado aquí, tiene ese fin, ese objetivo que radica en el sueño que, a lo largo de los siglos, condujo al pueblo elegido por Dios por los desiertos de su vida y luego, tras la constitución de la alianza definitiva hecha por el Creador con el hombre a través de Jesucristo, en la consecución de la salvación eterna. Esa salvación (en sí misma), meta esencial de todo hombre, sólo se puede llevar a cabo dentro del seno de la Iglesia.
Esto, sin embargo, hay que entenderlo correctamente, pues no quiere decir, como quizá se piense, que nadie más pueda salvarse. Por ejemplo, como Bonifacio VIII dice “la ignorancia invencible de la verdadera religión” no implica culpa alguna. Y estas personas también pueden alcanzar la vida eterna, pues esto es voluntad de Dios. Sin embargo, esto no quiere decir, tampoco, que de cualquier forma, apoyados en cualquier religión u opción religiosa, se derive la salvación eterna ya que sólo la fe cristiana tiene “el título de revelada” y es en Jesucristo donde el “Dios callado… se ha hecho palabra, discurso para nosotros” y esto es, al fin y al cabo lo que se busca cuando se pretende respuesta a esa inquisición que tanto puede llegar a preocuparnos: ¿nos salvaremos? o, lo que es lo mismo, ¿viviremos eternamente en el Reino de Dios?
Ante esto, ante el problema de la salvación eterna, habría que tener en cuenta que “donde está Cristo, está también la Iglesia” y esa su Esposa, la que quiere Benedicto XVI, es aquella donde debemos hacer discurrir nuestra vida para ser, así, sustancia del Cuerpo de Cristo, una parte de sí mismo, cor unum et anima una.
Eleuterio Fernández Guzmán
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