El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, es uno que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio podemos ser de Dios o del mundo según donde nuestro corazón nos lleve.
El opinar y sus consecuencias
El ser humano fue dotado por Dios con un don que le hace vivir en sociedad y, así, relacionarse con los miembros de la misma. El don de la libertad de pensamiento no es algo de poca importancia sino, al contrario, la forma exacta con la que la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador es lo que es.
A la capacidad de pensar suele acompañarle otra que, sin ella, se invalida lo primero: opinar sobre lo que pasa es, digamos, formarse un juicio sobre lo que nos sucede y, si es posible, manifestarlo hacia nuestro entorno. Así se opina y se da forma a la estructura social que se constituye, como un puzzle, por aquellas piezas que, de cada cual, tratan de encajar entre ellas.
Entonces… no se le puede negar a nadie que ejerza el derecho a opinar sobre lo que pasa. De ser así, de negársele tal derecho, se estaría violando el principio según el cual la libertad de pensamiento ha de tener un cauce para ser efectiva y real y no ser mera elaboración doctrinal y vacía de contenido.
Al respecto de lo dicho hasta ahora, la Iglesia católica no es una institución que viva en los límites de la realidad y que, por tanto, nada tenga que ver con lo que pasa. Muy al contrario, se incardina en la misma sociedad porque, además de estar formada por personas que en ella viven su actividad se encuentra, de lleno, inmersa en el devenir social. Así, no es extraño que la Esposa de Cristo tenga opinión sobre lo que pasa, sobre por qué pasa y, sobre todo, sobre el ser de lo que pasa.
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