“Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz.”
Mt 17, 2
“¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!”
San Josemaría, Santo Rosario. Cuarto misterio de luz. La Transfiguración del Señor, 20
Lo que va de un momento a otro
En las Sagradas Escrituras hay momentos en los que Dios habla de una forma muy especial a sus hijos los hombres.
Uno de ellos se produce cuando, acompañado de Pedro, Santiago y Juan, se transfigura el Hijo de Dios en el monte Tabor y Elías y Moisés se aparecen para conversar con Quien había sido enviado por Dios al mundo en bien de toda la creación humana; otro momento es cuando, antes de la Pasión, también son Pedro, Santiago y Juan los que acompañan al Maestro en el Getsemaní, aquel Huerto de los Olivos donde empezó todo.
Todo, además, tiene relación con aquellos que, a lo largo de los siglos, hemos querido ser discípulos de Jesucristo porque nada de lo hecho por el hijo de María ha dejado de tener trascendencia.
Así, por ejemplo, en el episodio acaecido en el monte Tabor, la Transfiguración, la voz de Dios sirve para darnos a entender que Aquel que estaba con ellos era su Hijo y que era obligación grave, para sus discípulos, escucharlo porque hacer eso era hacerlo con el mismo Creador Todopoderoso.
Todo, pues, en aquel acontecimiento en el que las ropas de Jesucristo blanquean como nunca habían blanqueado otras y donde se da un mandato claro como hemos apuntado arriba. Y fue allí, precisamente allí, cuando Jesucristo habla de su resurrección. Y allí también donde aquellos tres discípulos no comprendieron a qué se refería…
Y, luego, Getsemaní, otro momento importante en la vida del Hijo de Dios y, por extensión, de todo discípulo suyo e, incluso digamos más, de toda la humanidad.
El oprobio hacia Dios, Abbá amado, Padre tuyo y nuestro, el pecado de cada acto de soberbia, de orgullo, de cerrazón del alma ante el prójimo, ante quien necesitaba de una mano amiga o de un instante de aliento, ante quien buscaba el alivio de una pena o el sembrar de una oración, ante quien estaba necesitado de luz que iluminara su tiniebla y su vida y, así, poder remediar la tristeza de su existir; el viento de odio que nos había llevado, siglo tras siglo, ese falso bienestar de una verdad no entendida; la lucha en la que siempre vencía el mundo… sobre todos nosotros.
Postrado, arrodillado, humillado, demandando clemencia de la voluntad de Tu Padre recaía, sobre tu ser, todo eso que sobre todos nosotros hace tanto tiempo brillaba para oscurecer nuestro venir, nuestro ser, nuestro presente; que, desde hace tanto tiempo, tanto tiempo, en un pasado, como una losa, cae sobre el alma nuestra y nos vence, nos gana, nos hunde.
¡Tanto peso sólo podía ser compensado con un amor sin límites! ¡Tanta ocultación de la bondad sólo podía ser compensada con un corazón donde cabía todo el bien!
En nuestra particular nada, ahora y antes, cuando ante la virtud oponemos una resistencia casi indomable, de negación de la Verdad, cuando sufrimos el asedio del mal, cuando en cada pensamiento nos acomete la maldad que no descansa, ¿somos capaces de rendir nuestro corazón y pedir, pedir, pedir, el auxilio de Quien lo quiere dar?, ¿acaso imploramos la clemencia del Que es todo misericordia y para quien el perdón es la savia de su permanencia eterna?, ¿cómo hacemos de nuestra vida un dolor con sentido?
En nuestro huerto particular, Getsemaní amargo donde todo fruto es sueño, donde no hay aceite que unja nuestro espíritu ni nos fortalezca, donde orar es, a veces, un árido terreno de piedras forjado, también debemos sentir la urgencia de acudir al Padre, de recordar que siempre espera, que siempre está solícito a nuestras peticiones, que siempre nos alienta ante la asechanza del maligno el cual, en su acometida, no descansa vistiendo de luz lo que es noche, disfrazando de brisa lo que es viento que, huracanado, eleva hacia la nada nuestras ansias de tener. Es ahí, exacto mirar desde donde el bien encuentra su seno, donde repetirse en el pedir es señal de perseverante amor, donde las gotas de nuestra vida caen como su sangre, como si de hojas caducas se tratase queriendo pedir la perennidad de la vida eterna, soñando con un mañana virtuoso, para olvidarlo al coste de esa ambición.
Sobre ti recaía, hermano Cristo, recayó, recae, en una repetición de siglos porque es eterna tu existencia (hasta el fin de los tiempos, dijiste), todas las maldades que tus hermanos, hijos del mismo Padre, Abbá amado, han, hemos, ideado para poder reconocer nuestro vacío poder, para volver a coger, otra vez, aquella quijada que hiciera clamar a la sangre de Abel la caricia de Dios, que fuera, ya para siempre, la mejor y más genuina definición de nuestro actuar. Y por todos nuestros pecados te condenan y te persiguen, muerte ya desde aquel huerto en el que te sometiste a la voluntad de Tu Padre y nos enseñaste lo que es la fidelidad llevada al extremo.
Somos, así, como esa lágrima que, al caer, gusta el terroso sabor de la tierra de donde salió porque, al mezclarse, con ella, forma el barro con el que el Creador quiso formar, a su semejanza, una imagen de sí mismo… y ésta se olvidó, fácilmente, de sus manos.
Por tanto, entre un momento y otro, entre Tabor y Getsemaní transcurrió un tiempo (de todas formas, no demasiado) pero, para nosotros, hermanos de Jesucristo que lo confesamos como Hijo de Dios y lo sabemos presente en la Santa Eucaristía, es como si todo hubiese acaecido en un mismo momento y, así, poder escuchar al Hijo de Aquel que todo lo hizo y mantiene sea todo uno.
Nosotros, al fin y al cabo, no podemos ser más que el Maestro pero, en seguirlo, no debemos hacer poco sino, al contrario, todo lo que podamos.
2- Sorprenderse y/o quedarse dormidos
Los Apóstoles que forman parte del grupo que Jesús escoge para que le acompañen al monte Tabor o al Huerto de los Olivos no sabían con lo que iban a encontrarse. Por eso, en cuanto se dan cuenta de lo que están presenciando caen en la cuenta de que aquellas situaciones ni la esperaban sufrir y, a lo mejor, ni siquiera hubieran querido sufrirlas.
No podemos negar que, tanto en el monte Tabor como en Getsemaní, aquellos tres Apóstoles que acompañan a Jesús adoptan una posición meramente humana. Poco, al parecer, les produce, espiritualmente hablando, lo que están presenciando.
Sin embargo, una cosa es quedar sorprendidos y otra, muy distinta, quedarse dormidos.
En el monte Tabor, ellos, que no sabían a qué los había llevado allí el Maestro, debieron quedar más que perplejos por lo que estaban viendo. Y es que no es poca cosa que, de repente, se aparezcan Elías y Moisés (Elías era el profeta que anunció la venida del Mesías y Moisés el padre del pueblo judío cuyo rostro brillaba mientras descendía del Sinaí). Eso, con toda seguridad, no era la más ordinaria de las situaciones. Además, la presencia de Elías y Moisés, consolando a Jesucristo acerca de su muerte, vino a ser un anticipo de la presencia del Ángel que, en el Huerto de los Olivos, consolaría a Jesús (cf. Lc 22, 43).
San Lucas, al respecto de la situación, digamos, humana, de aquellos tres testigos, nos dice que (Lc 9) “Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.”
Y luego, en el Huerto de los Olivos, tanto Santiago, como Pedro y Juan se duermen. Es cierto que sería ya tarde (después de la Última Cena) y no pueden, siquiera, como les diría Jesucristo, velar ni una hora mientras ora el Hijo de Dios.
Cualquiera diría que estos tres discípulos privilegiados del Hijo de Dios no las tenían todas consigo. Sin embargo, podemos decir, en su descargo, que la subida al monte Tabor (junto al traslado hasta allí, seguramente, a pie) o el acudir al Huerto de los Olivos ya bien entrada la noche, no era, digamos, lo más sencillo con lo que podían enfrentarse. Y es que eran seres humanos comunes y corrientes y se cansaban como el que más.
La actitud, de todas formas, de Pedro, Santiago y Juan en ambos episodios bíblicos es la misma. Ellos, por decirlo de alguna manera, se sorprenden de lo que pasa, aunque lo que pase sea tan distinto en cada situación.
Así, por ejemplo, en la Transfiguración de Jesucristo no pueden decir más allá de querer hacer tres tiendas (no para ellos sino para Cristo, Elías y Moisés) porque es tal aquello que están viendo que se deben sentir en el mismo Cielo. Por eso no quieren más que quedarse allí y es Pedro, el primero entre iguales, quien tiene la voz cantante. Es él quien habla y se dirige al Maestro y es Él quien ha tenido la idea de las tres tiendas.
Y, luego, en Getsemaní, la sorpresa no debió ser pequeña cuando veían a Jesucristo, a quien habían visto muchas veces orar, hacerlo allí con una intensidad tan grande e, incluso, de una forma de la que podía deducirse no poco terror en el hacer del Maestro.
Ellos, de todas formas, saben que todo aquello es algo extraordinario y no saben a qué atenerse. Sólo el devenir de los acontecimientos será el que determine lo que harán que no será, por cierto, nada parecido porque en el Tabor callan mientras Cristo les dice que no hablen de aquello y en el Huerto de los Olivos, tras la detención de Jesucristo, huyen por miedo a los que habían acudido allí para hacer lo que estaban haciendo con el hijo de María y de José.
Es bien cierto que en el monte Tabor no llegan a dormirse porque tienen la visión de Elías y Moisés, “la ley y los profetas” podríamos decir, y eso les impide dejarse dominar por el sueño, pero en Getsemaní no son capaces, siquiera, de orar un rato bien corto (una hora) porque el sueño, humanamente, les ha vencido.
Sorpresa y sueño. Son dos formas de manifestarse ante lo que les pasa y ante aquello que ven pero que, ciertamente, no comprenden.
La sorpresa que les produce lo que escuchan (la voz de Dios) en el monte Tabor hace que los tres discípulos cayeran “Rostro en tierra llenos de miedo” según relata San Mateo (17, 6). Esto contrasta con la razón por la que Jesús se postra en tierra que es la de orar y dirigirse a Dios. Ellos, al contrario, sienten miedo al escuchar la voz del Padre que les dice que escuchen a su Hijo amado.
Es de esperar que en las dos ocasiones sea Jesucristo quien se dirija a ellos para que se levanten: en el Tabor para que no tengan miedo por lo visto y escuchado; en Getsemaní para que sepan que ha llegado la hora en la que iba a ser entregado (cf. Mt 26, 46). Pero es el Hijo de Dios quien deshace aquella situación de desconcierto (por lo que se ve y por lo que no pueden ver pero intuyen, como es el episodio del Huerto de los Olivos).
Con el paso del tiempo, de todas formas, un testigo tan especial como era Pedro lo dejaría escrito cuando dijo esto que sigue acerca de la Transfiguración:
“Con nuestros ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1, 16).
Por otra parte, tanto en el Tabor como en Getsemaní, la gloria de Dios se abre paso en las circunstancias vitales de aquellos tres Apóstoles: en el primero de ellos a través de la misma Transfiguración del Hijo de Dios; en el segundo, con la aceptación, por parte de Cristo, de la voluntad de su Padre Dios Todopoderoso. Y es que la gloria del Creador se manifiesta, así, cuando es importante que lo haga. Y, es más, en el Tabor se anuncia la muerte de Cristo (cuando les habla de su resurrección de entre los muertos) y en el Huerto de los Olivos no hay otra cosa que no sea anticipo de muerte del Hijo de Dios, inicio de la Pasión de quien vino al mundo, precisamente, a salvar lo que necesitaba ser salvado y quería dejarse salvar.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Seguramente, no es necesario escoger entre el Tabor y Getsemaní porque debemos tener una santa avaricia espiritual.
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