Hoy es San Juan, Apóstol y Evangelista
Seguramente, aquel joven era discípulo de Juan el Bautista. Por eso, cuando nos dice en su Evangelio que después de haber escuchado de boca de quien bautizaba en el Jordán que aquel a quien señalaba era el Cordero de Dios, aquel joven (de cuyo nombre nada se dice en el texto bíblico pero que suponemos se refiera a sí mismo) y otro siguieron a Jesús y le preguntaron dónde vivía.
Aquel joven, de nombre Juan, era muy joven. Primero, por tanto, fue discípulo, luego Apóstol y, por fin, Evangelista. Y hoy, 27 de diciembre, tan sólo unas pocas horas después de que hayamos celebrado el nacimiento de su Maestro, hacemos lo propio con la persona de aquel que tanto nos dejó del mismo.
Decimos que tuvo que ser discípulo de Cristo antes de ser otra cosa.
Era, decimos arriba, seguidor de Juan el Bautista. Pero, una vez habiendo oído que aquel a quien señalaba su maestro era el Mesías, el Cordero de Dios, no dudó lo más mínimo en seguirlo y, claro, en dejar a quien hasta entonces le había enseñado el camino hacia el Todopoderoso. Aunque, a tal respecto, estamos más que seguros que el primo de Jesús no se enfadó ni nada por el estilo por haber perdido adeptos sino que gozó sabiendo que su misión la había cumplido a la perfección.
Bien. Juan, el Zebedeo, fue discípulo de aquel Maestro venido de Nazaret. Es casi seguro que poco había escuchado de él porque apenas hacía unos días que había venido del desierto donde había pasado unas cuantas semanas llevado allí por el Espíritu Santo después de haber sido bautizado por Juan. Sin embargo, después de la conversación que debieron mantener, él mismo y Andrés (el otro discípulo del Bautista que acompañó a Jesús allá donde vivía) estuvo más que seguro que aquel hombre, que les debió hablar al corazón y con aquella mirada que hacía que le siguieran hasta a los más alejados de Dios, era el enviado de Dios. Y decidió seguirlo.
Fue, pues, discípulo. Y fue uno de los pocos (entonces aún eran pocos) que acompañó a la Virgen María y a al mismo Jesús a aquella boda que se celebraba en Caná. Y allí fue donde el Maestro hizo su primer signo de que era el Hijo de Dios y el primer milagro con el que mostró que, en efecto, lo era porque un poder así (el de convertir cientos de litros de agua en vino) no era propio, nada más, de quien tuviera consigo el mandato y poder de Dios.
Podemos imaginar que, ya entonces (antes de haber elegido, digamos que nominalmente a los Doce Apóstoles) Jesús consideraba que Juan, aquel joven que iba a mostrar, en lo sucesivo, una predilección muy especial por aquel Maestro, podía ser un buen Apóstol. Y por eso lo incluyó en aquel grupo a los que escogió después de haber orado que era una forma más que buena y eficaz de, después de haber pedido a Dios, hacer las cosas bien y en la seguridad de no equivocarse.
Juan, antes de aquello, era ya Apóstol de aquel Maestro aunque, claro está, aún no había sido enviado al mundo conocido a predicar la Buena Noticia. Eso ya llegaría cuando tuviera que llegar. Pero, ahora, debía seguir al Hijo de María y de José y lo iba a hacer con todas las consecuencias que eso suponía que eran, por decir algo: el no tener dónde recostar la cabeza, el sentirse perseguidos por muchos poderosos, el no saber a ciencia cierta quien los estaba escuchando y, en fin, en saber que, en cualquier momento podían ser detenidos y acusados de no se sabe qué blasfemias y ataques a la ley…
No podemos negar que la labor de Apóstol la llevó a cabo más que bien aquel joven. Y es que después de la muerte del Maestro (en aquellas circunstancias ten terribles que todos conocemos) tuvo que cumplir con la parte que le correspondía. Por eso evangelizó lo mejor que supo y donde pudo hasta que fue detenido y confinado en Patmos. Y tenemos por verdad que fue el último de los Apóstoles en morir, no obstante era el más joven de ellos.
Pues bien, aquel hombre que no había querido abandonar a su Maestro nunca y, ni siquiera, lo dejó cuando estaba colgado en la cruz, su Cruz, iba a procurar que se conociese todo lo que había vivido junto a su Maestro. Y por eso cumplió con su otra misión: ser Evangelista.
Ser Evangelista suponía dejar por escrito lo que él había visto con sus propios ojos. Y eso es lo que hace a lo largo del texto de su Evangelio.
Sin embargo, siempre hemos sido del parecer según el cual primero escribió el libro del Apocalipsis y luego su Evangelio. Y esto porque hay aspectos que, al escribirlos en el segundo de ellos, denotan que tuvo una visión y vio lo que dice que vio en el otro libro, el primero de ellos pero el último de los que constituyen el Nuevo Testamento. Por eso, por ejemplo, sabe que Cristo era la Luz que había venido al mundo. Y lo sabe porque lo ve en su visión y, luego, lo pone por escrito. Y, aunque sabemos que esto está mucho mejor en manos de expertos que sepan explicar mejor las cosas… en fin, nosotros gozamos con creer que las cosas fueron así.
Vemos, por tanto, que Juan, aquel joven hermano de Santiago (menos joven que él y muerto mucho antes que él) supo ser, a lo largo de su vida, discípulo de Cristo, Apóstol del Hijo de Dios y, por fin, Evangelista del Mesías. Y todo ello con la fe más convencida que pudiera ver en su tiempo. Y, además, supo ser hijo de la Virgen María que le había sido entregada por Jesucristo estando a punto de morir. Por eso, tampoco nos extrañaría nada que algunos de los episodios de los que se hace eco en su Evangelio tuvieran la aportación de aquella mujer que, habiéndose declarado esclava del Señor, supo ser, también, Madre del Señor.
Y es que, como suele decirse, los caminos de Dios son inescrutables pero hay algunos de entre sus hijos parece que han sabido seguirlos mejor que otros. Y nosotros, valga decir esto, bien que nos aprovechamos de ellos.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Panecillo de hoy:
San Juan es ejemplo de mucho pero, sobre todo, de fidelidad. San Juan Evangelista, el Fiel.
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