Camino a Nochebuena y Navidad – Personajes de Adviento: el Niño; aquel Niño
Camino a Nochebuena y Navidad – Personajes de Adviento: el Niño; aquel Niño
Mucho se ha meditado, pensado, escrito y alabado sobre los personajes a los que se considera importantes en este tiempo de Adviento: los profetas, Juan el Bautista o, por ejemplo, la Virgen María.
Todo eso es más que cierto y no podemos decir que no esté bien hacer tal cosa porque merecen estar, digamos, en la meta a la que se llega cuando en Nochebuena sabemos que el día siguiente será Navidad y todo lo que eso supone.
Y, precisamente, lo que todo eso supone es que va a venir al mundo una criatura, un ser humano que, por Voluntad de Dios, es el Salvador del mundo.
El Niño, pues, el Niño es aquí el protagonista principal de todo esto. Y, aunque es bien cierto que sin la labor de todos los arriba citados a lo mejor este episodio habría sido de otra forma… el caso es que fue como fue y el Niño, aquel Niño sobresale por encima de toda circunstancia y personas y es el protagonista por excelencia.
¿Se dan cuenta ustedes de que se dice, por ejemplo, voy a poner “un nacimiento” o “un Belén”?
En realidad, lo que se está diciendo, sin decirlo es Quién y dónde es importante. No se dice, por ejemplo, “voy a poner unas figuras con pastores, la Virgen y San José”. No, se dice voy a poner un nacimiento porque lo que verdaderamente es un echo relevante es el nacer y, sobre todo, Quien nace.
Sabemos que todo esto es un misterio para cuya comprensión, sencillamente, no estamos preparados. Sí, nosotros sabemos que vino al mundo el Hijo de Dios y que, luego, nos salvó con su muerte pero no podemos negar que todo esto nos sobrepasa y que nos basta, debe bastarnos, con dar gracias a Dios por un don tan grande como es la entrega de su Único Hijo engendrado y no creado, como nosotros lo hemos sido. Y por cumplir su promesa de enviar al Mesías.
Aquella criatura, que, como todas, no podía hablar ni hacer más que lo que hace todo ser humano que viene al mundo, llevaba inscrita en su corazón una misión que era, nada más y nada menos, que anunciar que el Reino de Dios había llegado al mundo. Sí, no que cuando muriéramos alcanzaríamos (si era el caso, claro está) el Cielo y allí gozaríamos del Reino de Dios. No. Venía para decir que Él era el Reino de Dios y que luego, en todo caso, podríamos ir al definitivo del Padre, allí donde no hay dolor ni padecimiento y donde la Visión Beatífica ha de dejar claras muchas cosas y muchas dudas se han de despejar para siempre, siempre, siempre.
Nosotros creemos, confiamos pues, que aquel Niño era Dios que iba a hacerse hombre. Y decimos iba porque, en este-aquel tiempo aún no había venido al mundo. Y que, cuando lo hiciera, en aquel día que, por tradición decimos es el 25 de diciembre, muchas cosas iban a venir a ser de otra forma y que muchas personas (pensemos, por ejemplo, en aquellos pastores o en los mismos Reyes que fueron a visitarlo) iban a darse cuenta de que aquella pequeña criatura no era un ser humano (con serlo) cualquiera sino que había algo de especial en él. Y tanto había que tuvo que ser un Ángel quien les dijera a los que cuidaban el ganado que había nacido, en Belén, un Niño que era la alegría de Dios, que era el Mesías enviado por el Todopoderoso en bien de la humanidad toda y entera.
No, aquel Niño, el Niño, era bien especial y lo era porque Dios había querido acercarse a su semejanza y hacerse así, pequeñito, tan poca cosa ante el poder del mundo que es posible algunos pensaran, en aquellos días de ajetreo y de censo de habitantes que, al fin y al cabo, había nacido otro ser humano y que la cosa no era para tanto.
Había, sin embargo, un grupo de personas que fueron privilegiadas con el aviso y el saber que allí había Alguien muy importante. Y podemos imaginar a los pastores, por ejemplo, mirar aquella escena de amor y de luz (había venido la Luz al mundo) callados y, sólo, adorando al Niño, a aquel Niño. Y también a todos los que los pastores habían avisado en el camino que les llevó desde donde estaban cuidando al ganado (suponemos que a las afueras de Belén) hasta aquella villa que no era la última de Israel como se decía en los Libros Sagrados del pueblo judío.
Nosotros, sin embargo, no debemos hacernos el corazón triste por no haber podido estar, entonces, en aquel día después del primer Adviento, allí presentes. En realidad, no hace falta que eso sea así porque, en tal caso, nuestro corazón estaría siempre triste y acongojado. No. A nosotros nos basta que, gracias a Dios, podemos recordar cómo fue aquello y ponernos, casi, en situación de estar presentes en aquella escena singular y única de la historia de la salvación.
Y sí, aquel Niño, este año mismo y el que viene y los que han de venir hasta que vuelva en su Parusía, nos mirará con sus pequeños ojos y con ellos nos bendecirá para darnos su corazón y hacernos hermanos suyos. Y no, no hace falta que nos postremos ante el mismísimo portal de Belén. Lo único que hace falta es que creamos que eso fue así y que Dios nació entre pobres porque no ansiaba el poder del mundo y su mundanidad. Y sí, también nos dirá, secretamente, a cada uno de nosotros, que pase lo que pase siempre nos acompañará y que en la pequeña figura que lo representa y que hemos colocado entre su Madre María y su padre adoptivo José está su corazón, allí mismo, amándonos como nos amó desde aquel principio, desde aquella primera Navidad donde toda lo bueno se nos ofreció y todo lo mejor nos fue dado por parte de Dios.
Y todo lo hace el Niño, aquel Niño.
Eleuterio Fernández Guzmán
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