Serie "De Resurrección a Pentecostés"- II - Los que se esconden de la verdad -1. Pedro y Juan
Antes de dar comienzo a la reproducción del libro de título “De Resurrección a Pentecostés”, expliquemos esto.
Como es más que conocido por cualquiera que tenga alguna noción de fe católica, cuando Cristo resucitó no se dedicó a no hacer nada sino, justamente, a todo lo contrario. Estuvo unas cuantas semanas acabando de instruir a sus Apóstoles para, en Pentecostés, enviarlos a que su Iglesia se hiciera realidad. Y eso, el tiempo que va desde que resucitó el Hijo de Dios hasta aquel de Pentecostés, es lo que recoge este libro del que ahora ponemos, aquí mismo, la Introducción del mismo que es, digamos, la continuación de “De Ramos a Resurrección” y que, al contrario de lo que suele decirse, aquí segundas partes sí fueron buenas. Y no por lo escrito, claro está, sino por lo que pasó y supusieron para la historia de la humanidad aquellos cincuenta días.
“Cuando Jesucristo murió, a sus discípulos más allegados se les cayó el mundo encima. Todo lo que se habían propuesto llevar a cabo se les vino abajo en el mismo momento en el que Judas besó al Maestro.
Nadie podía negar que pudieran tener miedo. Y es que conocían las costumbres de aquellos sus mayores espirituales y a la situación a la que habían llevado al pueblo. Por eso son consecuentes con sus creencias y, por decirlo así, dar la cara en ese momento era la forma más directa para que se la rompieran. Y Jesús les había dicho en alguna ocasión que había que ser astutos como serpientes. Es más, había tratado de librarlos de ser apresados cuando, en Getsemaní, se identificó como Jesús y dijo a sus perseguidores que dejaran al resto marcharse.
Por eso, en tal sentido, lo que hicieron entonces sus apóstoles era lo mejor.
Aquella Pascua había sido muy especial para todos. Jesús se había entregado para hacerse cordero, el Cordero Pascual que iba a ser sacrificado para la salvación del mundo. Pero aquel sacrificio les iba a servir para mucho porque el mismo había sido precedido por la instauración de la Santa Misa (“haced esto en memoria mía”, les dijo el Maestro) y, también, la del sacerdocio a través del Sacramento del Orden. Jesús, pues, el Maestro y el Señor, les había hecho mucho bien tan sólo con arremangarse y lavarles los pies antes de empezar a celebrar la Pascua judía. Luego, todo cambió y cuando salieron Pedro, Santiago y Juan de aquella sala, en la que se había preparado la cena, acompañando a Jesús hacia el Huerto de los Olivos algo así como un gran cambio se había producido en sus corazones.
Pero ahora tenían miedo. Y estaban escondidos porque apenas unas horas después del entierro de Jesús los discípulos a los que había confiado lo más íntimo de su doctrina no podían hacer otra cosa que lo que hacían.
De todas formas, muchas sorpresas les tenía preparadas el Maestro. Si ellos creían que todo había terminado, muy pronto se iban a dar cuenta de que lo que pasaba era que todo comenzaba.
En realidad, aquel comienzo se estaba cimentando en el Amor de Dios y en la voluntad del Todopoderoso de querer que su nuevo pueblo, el ahora elegido, construyera su vida espiritual sobre el sacrificio de su Hijo y limpiara sus pecados en la sangre de aquel santo Cordero.
Decimos, pues, que todo iba a empezar. Y es que desde el momento en el que María de Magdala acudiera corriendo a decirles que el cuerpo del Maestro no estaba donde lo habían dejado el viernes tras el bajarlo de la cruz, todo lo que hasta entonces habían llevado a sus corazones devino algo distinto.
El caso es que los apóstoles y María, la Madre, habían visto cómo se abría ante sí una puerta grande. Era lo que Jesús les mostró cuando, estando escondidos por miedo a los judíos, se apareció aquel primer domingo de la nueva era, la cristiana. Entonces, los presentes (no estaba con ellos Tomás, llamado el Mellizo) se asustaron. En un primer momento no estaban seguros de lo que veían pudiese ser verdad. Aún no se les habían abierto los ojos y su corazón era reacio en admitir que su Maestro estaba allí, ante ellos y, además, les daba la paz y les hablaba. Todos, en un principio, actuaron como luego haría Tomás.
Todo, pues, empezaba. Y para ellos una gran luz los iluminaba en las tinieblas en las que creían estar. Por eso lo que pasó desde aquel momento hasta que llegó el día de Pentecostés fue como una oportunidad de acabar de comprender (en realidad, empezar a comprender) lo que tantas veces les había dicho Jesús en aquellos momentos en los que se retiraba con ellos para que la multitud no le impidiese enseñar lo que era muy importante que comprendieran. Pues bien, entonces no habían sido capaces de entender mucho porque su corazón no lo tenían preparado. Ahora, sin embargo, las cosas iban a ser muy distintas. Y lo iban a ser porque Jesús había confirmado con hechos lo que les había anunciado con sus palabras y cuando le dijo a Tomás que metiera su mano en las heridas de su Pasión supieron que no era un fantasma lo que estaban viendo sino al Maestro… en cuerpo y alma.
Sería mucho, pues, lo que pasaría en un tiempo no demasiado extenso desde que el Hijo de Dios volvió de los infiernos hasta que el Espíritu Santo iluminara los corazones y las almas de los allí reunidos. Era, pues, aquello que sucedió entre Resurrección y Pentecostés.”
II - Los que se esconden de la verdad -1.Pedro y Juan
“Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos”.
Este texto del evangelio de San Juan (20, 19) muestra la situación en la que se encontraban la gran mayoría de los discípulos más allegados de Jesús. Muchos de ellos tenían miedo porque si eso habían hecho con el Maestro ¿qué no podían hacer con ellos?
Sin duda alguna, de entre aquellos que se encontraban (con casi total seguridad) en el Cenáculo escondidos había quiénes eran especiales o, lo que es lo mismo, quiénes iban a ocupar un lugar muy importante en la historia de la salvación.
De entre ellos, alguno no había siquiera comparecido ante la Cruz cuando murió el Maestro; otro, sin embargo, fue capaz de obviar todo miedo y acompañó a la Madre y al resto de santas mujeres en aquellos difíciles momentos.
1. Pedro y Juan
“El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: ‘Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto.’ Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos. Los discípulos, entonces, volvieron a casa” (Jn 20, 1-9).
“Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido” (Lc 24, 12).
Estos son los textos que, en los cuatro evangelios, recogen el momento al que ahora nos referimos: Jesús ha muerto, Jesús ha resucitado y se ha aparecido a las santas mujeres. Tanto Cristo como el propio Ángel les dicen que acudan donde están los discípulos escondidos y les digan lo que ha pasado. Sin embargo, el relato de San Juan es el más completo y al que vamos a seguir. No obstante, el discípulo más joven de entre los apóstoles tuvo mucho que ver con Cristo y mantuvo una cercanía, digamos, superior a la del resto de escogidos por el Maestro. Por eso relata lo tocante a la resurrección de forma tan pormenorizada como aquí se expresa.
La reacción de Pedro y Juan
“Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto”.
Esto lo dice María Magdalena. El Evangelio de San Juan lo recoge en el versículo 2 del capítulo 20 del mismo.
Al parecer, y según se deduce de este texto y de lo que le sigue (versículos 11ss) María Magdalena volvió con Pedro y Juan al sepulcro y luego, al regresar a casa los apóstoles fue cuando se apareció Jesús a la de Magdala.
Esto, sin embargo, no ha de referirse aquí sino, exclusivamente, la reacción de los apóstoles Pedro y Juan ante la noticia de la desaparición del cuerpo de Jesús. Valga, de todas formas, para contextualizar la situación.
Queda claro, pues, que María Magdalena echó un vistazo dentro del sepulcro. Es decir, no salió corriendo hacia la casa donde estaban los apóstoles sin mirar dentro porque de haberlo hecho no podía haber dicho a ellos lo que les dijo. Miró y, luego, se marchó a toda prisa porque la situación requería tal prisa.
Podemos imaginar a la mujer, aquella que había sido capaz de no abandonar a Jesús en los momentos más difíciles de su Pasión, acelerando el paso hacia el Cenáculo porque, de verdad tenía ganas de decir lo que había visto o, mejor, a Quien no había visto.
Y María llega a la casa. Los encuentra orando porque aquella actitud era la que habían mantenido desde la noche que apresaron a Jesús. Los acompañaba, como no podía ser de otra forma, la Madre del Maestro.
Entonces… cuando los allí reunidos escucharon eso ¿qué debieron pensar al respecto? Nosotros sólo sabemos lo que hicieron dos de ellos. Y no eran los menos importantes: Pedro, el príncipe de los apóstoles; Juan, el discípulo amado y estimado por Jesús. De los demás, nada se dice.
En realidad nada se dice en este Evangelio pero el de San Lucas refiere esto que sigue (24, 11):
“Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían.”
Es decir, de los que estaban escuchando lo que decía la de Magdala, la gran mayoría no dio crédito a sus palabras cosa que, por otra parte, no era extraña porque en aquel tiempo la palabra de una mujer tenía, digámoslo así, poco valor. Esto lo vemos (también lo veremos más abajo) cuando los discípulos llamados de Emaús desprecian en algo lo que dijeron algunas de sus mujeres (de discípulas de Jesús, quería decir aquel hombre):
“El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron” (Lc 24, 22-24).
Y es que, como podemos apreciar en estas palabras, tuvieron que ir a cerciorarse de lo que habían dicho aquellas mujeres acerca del cuerpo del Maestro porque creían que eran visiones de ellas o algo por el estilo. Es más, casi dicen eso de “y hasta dicen que han visto una aparición de Ángeles… ¡Estas emotivas mujeres!”.
De todas formas:
“Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro”.
Esto es lo que escribe San Juan en el versículo 3 del mismo capítulo 20. El caso es que utiliza la misma técnica de la que hizo uso en el capítulo 1 de su Evangelio cuando estando dos discípulos de Juan el Bautista en el río Jordán dijo el primo de Jesús, refiriéndose al Maestro: “Este es el Cordero de Dios” (1, 35). Entonces, dos discípulos le siguieron y le preguntaron dónde vivía (cf. Jn 1, 38).
Pues bien, también era San Juan uno de los dos discípulos, entonces, del Bautista, que quisieron saber más del Cordero de Dios. El otro era Andrés, hermano de Simón Pedro (Jn 1, 38). Y tal es la técnica: no citarse a sí mismo, pero hacer deducir al lector que, tanto en el caso de la carrera hacia el sepulcro como en la voluntad de ver dónde vivía Jesús, era el mismo apóstol Juan quien acompañaba a otra persona.
Vemos, por tanto, que Pedro y Juan tomaron una decisión clara y terminante: salir corriendo hacia el lugar donde, apenas hacía unos días, habían dejado el cuerpo del Maestro.
De todas formas, la forma de reaccionar era la propia de quien, primero, necesitaba ver qué había pasado con el cuerpo de quien había negado tres veces y, en segundo lugar, de quien había estado tan cerca de Jesús que había recostado su cabeza en su pecho (cf. Jn 13, 25) donde, por cierto, vuelve a utilizar la técnica antes citada consistente en no citarse a sí mismo, aunque no se reprima lo más mínimo, varias veces, al decir que él era el discípulo que “Jesús amaba” como vemos en Jn 13, 23; Jn 21,7; Jn 21,20.
Ambos, pues, tenían prisa y reaccionaron como sólo lo pueden hacer aquellos que aman y quieren saber del amado y, más aún, dadas las circunstancias en las que les habían arrebatado al Hijo de Dios.
Juventud y respeto - Mirar o no mirar
“Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 4-9).
Digamos, antes de empezar, que tomamos todo este texto del Evangelio de San Juan aunque, ciertamente, ahora mismo sólo nos vamos a referir a lo que hicieron uno y otro dejando para más tarde, según titulamos el próximo apartado, las consecuencias de lo que entonces pasó.
Pues bien, aquellos dos discípulos corren hacia el sepulcro.
Sin duda que los dos corrían juntos porque así salieron del lugar donde estaban escondidos por miedo a los judíos. El ansia, de todas formas, de uno de ellos, hace que sus piernas actúen con más rapidez pues, llevado por su juventud, toda prisa le parecía poca.
Juan, pues, corre más que Pedro que, a lo mejor, le doblaba la edad al más joven de los apóstoles de Jesús.
De todas formas, una cosa es correr, el aspecto físico de la situación y otra, muy distinta, lo que, de espiritual, supone todo aquello que les está pasando.
Esto lo decimos porque, como es más que sabido y Jesús lo había mostrado en algunas ocasiones, Pedro era más que un apóstol. Y lo era porque Jesús había dicho qué es lo que le tenía reservado:
“Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: ‘¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?’ Ellos dijeron: ‘Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas.’ Díceles él: ‘Y vosotros ¿quién decís que soy yo?’ Simón Pedro contestó: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.’ Replicando Jesús le dijo: ‘Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 13-19).
Nada más y nada menos que le dice a Simón Pedro que le entregará las llaves de su Iglesia y, lo que no es poco, que lo que ate en la tierra quedará así en el cielo y lo que desate, desatado quedará para siempre.
Vemos, por tanto, que Pedro había sido elegido por el Maestro para ser el primero de entre los apóstoles, el primer Papa.
Pues bien, ellos corrían pero uno de ellos llegó primero a la puerta del sepulcro. Sin duda vio que la piedra estaba corrida (eso ya lo sabía) pero no entró.
¿Es posible que Juan, joven y fuerte, no quisiera entrar en el lugar donde habían dejado a su amado Maestro?
El caso es que algo había que podía más que el ansia que le poseía el corazón: la situación de cada uno de ellos y el respeto que merecía Pedro. Queremos decir que Juan, el hijo de Zebedeo, sabía qué posición ocupaba él entre los apóstoles pero, sobre todo, la que ocupaba Pedro. Y sabía que la del otro era predominante.
Decide, al principio, no mirar o, mejor, esperar a que llegase el discípulo de más edad. Eso no iba en detrimento de su amor por Jesús sino, justamente, al contrario: conocía la voluntad del Maestro y la respetaba, incluso, hasta el extremo de no saciar su ansia espiritual lo cual, humanamente, habría sido muy comprensible.
Digamos, a este respecto, que hay quien opina, de forma muy espiritualizada, que Juan llegó primero porque la labor de discípulo de Cristo pesaba, digamos, menos, que el peso que recaía sobre Pedro que, como hemos dicho, era el príncipe de los apóstoles. Esto, sin embargo, parece una elucubración que puede tener mucho sentido pero nos abonamos más a la idea según la cual, y simplemente, Juan llegó primero porque podía llegar primero. Y, como podía, en la carrera no esperó al otro y alcanzó el sepulcro en primer lugar. Tampoco es necesario establecer puntos de vista según los cuales lo que es natural que pase tenga que tamizarse de tal forma que sea ininteligible.
Consecuencias de aquella situación
“Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido” (Lc 24, 12).
“Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó” (Jn 20, 8).
Era de esperar que una cosa como aquella (ver que en el sepulcro no estaba el cuerpo de Jesús) iba a tener consecuencias inmediatas. La más importante es, sin duda alguna, la reacción de cada uno de los apóstoles que allí acudieron. Y es que son muy distintas.
A Pedro le pudo el asombro. Y es que cuando vio que todo estaba allí de aquella forma: sin el cuerpo de Jesús y las vendas en el suelo mientras que el sudario estaba en lugar aparte, no supo entender qué había pasado. Y, como dice el texto del evangelio de San Lucas, se fue a su casa. No sabemos si, en efecto, allí fue o, por el contrario, volvió al lugar de donde había salido y donde estaban escondidos lo demás.
De todas formas, aquel hombre, el más importante de los apóstoles, estaba tan perplejo que, simplemente, se fue de allí.
Sin embargo, la actitud del otro discípulo, Juan, fue muy distinta.
En primer lugar, aún no había entrado en el sepulcro cuando sí lo hizo Pedro. Lo máximo que pudo ver fueron las vendas en el suelo.
Pero luego sí entra y ve el panorama que había visto poco antes el mismo Pedro. Pero hace algo muy distinto a lo que acabada de hacer su amigo.
Podemos decir, además, que la reacción de Juan es espiritualmente muy importante porque muestra, por así decirlo, lo que es capaz de apreciar un discípulo de Cristo cuando todo se le presenta de forma adecuada. Digamos, para decirlo rápidamente, que Juan acabó formando el puzle que había comenzado a formar desde hacía muchos meses en el río Jordán.
En realidad, el texto en el que viene referido este episodio, muestra tres actitudes que son el exponente de una fe que va creciendo. Son, a saber:
1. Lo que hacen aquellos discípulos es ver. Es decir, no se trata de algo que, siento mitológico, se le hubiera dicho a ninguno de ellos. No. Ellos vieron lo que había en el sepulcro. Era, éste, un principio esencial de su fe porque es muestra de un suceso que, históricamente, sucedió como luego escriben unos y otros.
2. Es de importancia vital para la fe de aquellos hombres que, además de ver, crean por lo que ven. Es decir, si ellos no hubiesen cambiado nada su corazón con el hecho mismo de ver el sepulcro como lo vieron, de nada hubiera servido aquello. Hubieran quedado igual que estaban antes de llegar a su puerta y su vida hubiera continuado sin más fin que el propio de sus existencias.
Sin embargo, el discípulo amado cree en cuanto ve. Y es lo que escribe en su evangelio: “vio y creyó”.
Es decir, hasta entonces podían haber estado más o menos en sintonía espiritual con Jesús pero es cuando se dan cuenta de que todo lo que había dicho el Maestro se ha cumplido, cuando se ha producido su resurrección (nadie habría entrado a robar el cuerpo por imposibilidad material pero, menos aún, hubiese dejado allí las prendas aquellas y, además, alguna bien colocada pues el que roba suele tener mucha prisa y ciertas cosas no las tiene en cuenta), cuando entienden mucho mejor todo aquello que les había dicho.
3. No podemos olvidar que el texto del evangelio de San Juan pasa del singular al plural de forma inmediata. Es decir, que primero Juan ve y cree pero luego, acto seguido. En efecto, dice esto:
“Vio y creyó pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos.”
Es decir, Juan vio y creyó pero tal forma de ver las cosas (nada extraña, por cierto, en una cultura religiosa donde el signo tenía una crucial importancia) se trasladó al resto de comunidad creyente de discípulos de Cristo. Y por eso, la certeza inmediata que acaeció en el corazón del joven Juan acerca de la verdad de todo lo hasta entonces conocido y escuchado, recayó en los corazones de los demás.
La Resurrección, desde entonces, mostró toda la virtualidad que ya tenía en las palabras de Quien había resucitado: perfeccionó la fe, dio forma a una valentía espiritual que nunca iban a abandonar aquellos que se habían escondido por miedo a los judíos. Y por eso diría San Pablo (1 Cor 15, 14):
“Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe.”
Es decir, que no hubiera tenido sentido alguno lo que ellos dijeran en cuanto a la predicación, ni algún sentido lo que creyeran aquellos que recibían la enseñanza apostólica. Es más, lo que daba fuerza y sostén a su fe era que, al ver que la resurrección se había producido, lo que ellos habían leído y escuchado acerca de la misma en la Escritura judía se confirmaba y la voluntad expresada por Dios de salvar a la humanidad pecadora se había cumplido:
“Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo” (1 Tim 1, 15).
“Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: ’sí está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén’” (Lc 24, 45-47).
Salvación, pues, que se verificó a través de la Cruz (consentida por Cristo) y se perfeccionó mediante la resurrección del Hijo de Dios.
Eleuterio Fernández Guzmán
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