Serie "De Resurrección a Pentecostés"- 4 -El soborno a los soldados
Antes de dar comienzo a la reproducción del libro de título “De Resurrección a Pentecostés”, expliquemos esto.
Como es más que conocido por cualquiera que tenga alguna noción de fe católica, cuando Cristo resucitó no se dedicó a no hacer nada sino, justamente, a todo lo contrario. Estuvo unas cuantas semanas acabando de instruir a sus Apóstoles para, en Pentecostés, enviarlos a que su Iglesia se hiciera realidad. Y eso, el tiempo que va desde que resucitó el Hijo de Dios hasta aquel de Pentecostés, es lo que recoge este libro del que ahora ponemos, aquí mismo, la Introducción del mismo que es, digamos, la continuación de “De Ramos a Resurrección” y que, al contrario de lo que suele decirse, aquí segundas partes sí fueron buenas. Y no por lo escrito, claro está, sino por lo que pasó y supusieron para la historia de la humanidad aquellos cincuenta días.
“Cuando Jesucristo murió, a sus discípulos más allegados se les cayó el mundo encima. Todo lo que se habían propuesto llevar a cabo se les vino abajo en el mismo momento en el que Judas besó al Maestro.
Nadie podía negar que pudieran tener miedo. Y es que conocían las costumbres de aquellos sus mayores espirituales y a la situación a la que habían llevado al pueblo. Por eso son consecuentes con sus creencias y, por decirlo así, dar la cara en ese momento era la forma más directa para que se la rompieran. Y Jesús les había dicho en alguna ocasión que había que ser astutos como serpientes. Es más, había tratado de librarlos de ser apresados cuando, en Getsemaní, se identificó como Jesús y dijo a sus perseguidores que dejaran al resto marcharse.
Por eso, en tal sentido, lo que hicieron entonces sus apóstoles era lo mejor.
Aquella Pascua había sido muy especial para todos. Jesús se había entregado para hacerse cordero, el Cordero Pascual que iba a ser sacrificado para la salvación del mundo. Pero aquel sacrificio les iba a servir para mucho porque el mismo había sido precedido por la instauración de la Santa Misa (“haced esto en memoria mía”, les dijo el Maestro) y, también, la del sacerdocio a través del Sacramento del Orden. Jesús, pues, el Maestro y el Señor, les había hecho mucho bien tan sólo con arremangarse y lavarles los pies antes de empezar a celebrar la Pascua judía. Luego, todo cambió y cuando salieron Pedro, Santiago y Juan de aquella sala, en la que se había preparado la cena, acompañando a Jesús hacia el Huerto de los Olivos algo así como un gran cambio se había producido en sus corazones.
Pero ahora tenían miedo. Y estaban escondidos porque apenas unas horas después del entierro de Jesús los discípulos a los que había confiado lo más íntimo de su doctrina no podían hacer otra cosa que lo que hacían.
De todas formas, muchas sorpresas les tenía preparadas el Maestro. Si ellos creían que todo había terminado, muy pronto se iban a dar cuenta de que lo que pasaba era que todo comenzaba.
En realidad, aquel comienzo se estaba cimentando en el Amor de Dios y en la voluntad del Todopoderoso de querer que su nuevo pueblo, el ahora elegido, construyera su vida espiritual sobre el sacrificio de su Hijo y limpiara sus pecados en la sangre de aquel santo Cordero.
Decimos, pues, que todo iba a empezar. Y es que desde el momento en el que María de Magdala acudiera corriendo a decirles que el cuerpo del Maestro no estaba donde lo habían dejado el viernes tras el bajarlo de la cruz, todo lo que hasta entonces habían llevado a sus corazones devino algo distinto.
El caso es que los apóstoles y María, la Madre, habían visto cómo se abría ante sí una puerta grande. Era lo que Jesús les mostró cuando, estando escondidos por miedo a los judíos, se apareció aquel primer domingo de la nueva era, la cristiana. Entonces, los presentes (no estaba con ellos Tomás, llamado el Mellizo) se asustaron. En un primer momento no estaban seguros de lo que veían pudiese ser verdad. Aún no se les habían abierto los ojos y su corazón era reacio en admitir que su Maestro estaba allí, ante ellos y, además, les daba la paz y les hablaba. Todos, en un principio, actuaron como luego haría Tomás.
Todo, pues, empezaba. Y para ellos una gran luz los iluminaba en las tinieblas en las que creían estar. Por eso lo que pasó desde aquel momento hasta que llegó el día de Pentecostés fue como una oportunidad de acabar de comprender (en realidad, empezar a comprender) lo que tantas veces les había dicho Jesús en aquellos momentos en los que se retiraba con ellos para que la multitud no le impidiese enseñar lo que era muy importante que comprendieran. Pues bien, entonces no habían sido capaces de entender mucho porque su corazón no lo tenían preparado. Ahora, sin embargo, las cosas iban a ser muy distintas. Y lo iban a ser porque Jesús había confirmado con hechos lo que les había anunciado con sus palabras y cuando le dijo a Tomás que metiera su mano en las heridas de su Pasión supieron que no era un fantasma lo que estaban viendo sino al Maestro… en cuerpo y alma.
Sería mucho, pues, lo que pasaría en un tiempo no demasiado extenso desde que el Hijo de Dios volvió de los infiernos hasta que el Espíritu Santo iluminara los corazones y las almas de los allí reunidos. Era, pues, aquello que sucedió entre Resurrección y Pentecostés.”
4. El soborno de los soldados
¿Guardia romana o judía?
Antes de empezar con este caso o episodio particular, quizá sea importante referirse a si la guardia que custodiaba el cuerpo de Jesucristo era romana o era judía. Y es que la cosa no deja de tener importancia.
Esto lo decimos porque a lo mejor se cree que, por ser el caso tan importante en aquel tiempo, Pilato estableció que fueran soldados suyos los que hicieran aquel trabajo. Todo, de todas formas, apunta a que esto no fue así.
En primer lugar, cuando los príncipes de los sacerdotes acudieron al Gobernador a decirle que, según tenían entendido que había dicho Jesús, al que llamaban impostor, iba a resucitar al tercer día después de su muerte. Por eso era muy conveniente que apostara una guardia ante el sepulcro (cf. Mt 27, 64).
Podemos decir que, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido con aquel Maestro que le llevaron para que lo juzgara y de cuyo resultado se había lavado las manos, Pilato no quería saber nada más del asunto. Ya había tenido suficiente no sólo con aquellos hombres supersticiosos a los que odiaba sino también con su propia esposa Claudia que había intercedido por Jesús. Por eso y, seguramente, para que lo dejaran en paz, permitió que una guardia custodiara el sepulcro. Pero, sin duda, no iba a ser una guardia romana. Por eso les dice “Ahí tenéis la guardia; id a custodiarlo como os parezca bien” (Mt, 27, 65). Debía referirse a que miembros de la guardia del Sanedrín que habían detenido a Jesús fueran los que custodiasen la entrada al sepulcro porque era impensable que una guardia de soldados romanos quedase bajo las órdenes de unos sometidos al poder del imperio.
Por eso es que, luego, cuando se produce la resurrección de Jesús, aquellos guardias que custodiaban el sepulcro no acudieron a sus supuestos (de haberlo sido) superiores romanos sino que, como dice el texto bíblico:
“Mientras se iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los sacerdotes lo sucedido” (Mt 28,11).
Es decir, ¿es posible pensar que la guardia, de ser romana, acudiera a contar a los judíos lo sucedido? Eso, desde el punto de vista militar (y según la época de la que hablamos) era, literalmente, imposible. No. Acudieron a los judíos porque ellos también lo eran.
Algo, sin embargo, puede hacer dudar acerca de esto. Y es que cuando aquella guardia acude a los príncipes de los sacerdotes a contar lo que había sucedido, estos les dicen lo siguiente:
“En el caso de que esto llegue a oídos del procurador, nosotros le calmaremos y nos encargaremos de vuestra seguridad” (Mt 18,14).
Y es que pudiera dar la impresión de que los que habían procurado la muerte de Jesús harían lo que fuese para mantenella y no enmendalla aunque, para eso tuvieran que ayudar a soldados romanos.
Esto, sin embargo, cae por su propio peso porque en este caso (de ser romanos los soldados de aquella guardia) les hubiera ido mejor acusándoles de ser colaboracionistas con los discípulos de Jesús. Sin embargo, les prometen (a cambio de dinero, como luego veremos) que si ellos difunden el robo del cuerpo de Jesús, ellos los defenderán ante Pilato en caso de que sea necesario.
Lo que había aquí era, seguramente, la defensa de unos, los primeros de los sacerdotes, hacia otros, la guardia que habían apostado ante el sepulcro para que nadie pudiera robar el cuerpo del Crucificado y luego dijese que había resucitado.
La guardia, pues, era judía pues los mismos que todo habían urdido no querían que nada se les fuese de las manos.
¿Qué vieron los soldados?
Seguramente no vieron nada de la propia resurrección de Cristo. Sin embargo, del resultado de todo aquello tuvieron que pensar, de forma inmediata, que algo muy grande y extraño había sucedido.
A este respecto, el evangelio de San Mateo nos dice (28, 2-5):
“De pronto se produjo un gran terremoto, pues el Ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos.”
El caso es que lo que debió ocurrir no fue, sin duda alguna, la presencia de unos judíos piadosos y seguidores del Maestro que acudían allí a llevar el cuerpo del Crucificado. No. Debió ser algo maravilloso que, sin bien los soldados exagerarían ante sus superiores para cubrirse un poco las espaldas, no era de lo más corriente.
De todas formas, la aparición de un Ángel no es lo que ordinariamente se puede ver o contemplar. Y es que, de golpe, tuvieron dos certezas: la existencia de Dios quedaba demostrada con aquello pues sólo el Todopoderoso tienen capacidad para hacer eso; en segundo lugar, aquel cuerpo que custodiaban era, verdaderamente, el del Hijo de Dios. Es más, aún tuvieron una certeza más: sus superiores los habían engañado desde el principio de todo aquello.
Dice el texto que quedaron como muertos. Nos ha de querer decir el autor de este evangelio que quedaron desposeídos de sus fuerzas. Nada, pues, podían hacer ante lo que estaba pasando. Y casi podemos imaginar a la guardia palpándose los cuerpos para ver si seguían vivos.
El miedo de la guardia
El espanto y el miedo suelen ir de la mano. El segundo, seguramente, lo causa el primero o, quizá, al revés. El caso es que aquellos soldados debieron sentir miedo, mucho miedo.
Sin embargo, el panorama era bien diferente antes de que sucediera aquello.
Ellos debían sentirse muy seguros. Y es que formar parte de la guardia del Sanedrín y, además, portar ciertas armas debía otorgarles una posición social bastante elevada. En todo caso, su vida la tenían bien asegurada. ¿Qué podía pasar por el simple hecho de estar ante un sepulcro de un muerto? ¿Qué de dificultoso había en ello?
Pero ellos, que debían considerarse unos buenos judíos (custodios, además, de las leyes y de las normas de su religión) no esperaban lo que iba a suceder. Mucho menos que fueran ellos, los que no querían que de aquella tumba saliese nadie, los que nada iban a poder hacer para que saliese. Y es que había fuerzas muy por encima de su escaso poder humano que habían determinado otra cosa.
Digamos, por tanto, que aquellos hombres, poderosos a su manera de depender de otros que sí lo eran, no podían esperar que un Ángel de Dios bajase allí mismo e hiciese lo que no estaba permitido hacer porque, en realidad, tenían el mandato de Quien todo lo puede. Y, ante eso, nada podían hacer y nada pudieron hacer.
Sintieron miedo o, mejor, un exacto y certero terror que los aniquiló durante el tiempo necesario como para que el Hijo de Dios volviese a la vida de su viaje a los infiernos y empezase a demostrar lo que muchos temían que había pasado.
A este respecto, la Beata Ana Catalina Emmerick tiene una visión según la cual cuando las santas mujeres llegaron al lugar del sepulcro:
“Los guardias seguían tendidos en el suelo y las fuertes convulsiones que los sacudían, demostraban cuán grande había sido su terror.”
No podemos negar, de todas formas, que alguno de ellos se convirtiese, en secreto, en discípulo del Crucificado y ahora Resucitado al igual que pasara con Cayo a los pies de la cruz cuando atravesó con su lanza el costado, ya muy herido, de Aquel a quien en la Cruz habían colgado.
El caso es que aquellos soldados, que tenían como objetivo y misión que nadie hiciese nada indebido, no pudieron hacer nada para que lo que era debido se hiciera.
Acuden a los suyos
¿Qué hacer?
Aquellos hombres, que habían recibido un más que notable susto, se daban cuenta de que algo debían hacer. ¿En qué situación quedarían en cuanto se supiese que el cuerpo de Jesús no estaba donde lo habían dejado? ¿Qué sería de ellos?
Podemos pensar que tuvieron que pensar rápidamente en algo. Y es que no se tardaría en saber que algo había pasado. A alguien, además, debían acudir porque sus vidas pendían de un hilo.
Aunque aquí ya se ha traído este texto del evangelio de San Mateo, el caso es que cuando escribe este evangelista esto que sigue nos informa muy bien de lo que pasó entonces:
“Algunos de la guardia fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado” (Mt 28, 11).
Acudieron, por tanto, a los que eran superiores suyos porque, como hemos dicho arriba, aquellos soldados eran judíos y a los judíos acudieron porque jamás pensaron en presentarse ante el Procurador romano a decir que el cuerpo del Crucificado allí ya no estaba.
Los suyos, aquellos que eran tenidos por los más sabios entre los del pueblo elegido por Dios, sus príncipes, se dieron cuenta de que se encontraban en una situación más que peligrosa. Ellos, que tanto habían hecho para que Jesús fuera tenido por delincuente doble (contra la ley judía y contra la romana: por blasfemia y por sedición contra el Estado romano) se daban perfecta cuenta (en realidad ya se habían dado cuento cuando tembló la tierra y el velo del Templo se rasgó al morir Jesús, como vemos en Mt 27, 51) de lo que pasaba. Y, por supuesto, no se iban a quedar de brazos cruzados a verlas venir.
Sus jefes y la coartada - El soborno a los soldados
De todas formas, aún quedaba algo sobre lo que fijar su preocupación, algo que les preocupaba mucho porque era de esperar que todo aquello llegase a oídos de Pilato. Vamos, que era imposible que no supiese, tarde o temprano, lo que había pasado. Porque allí, y bien que lo sabían, había pasado algo que iba directamente contra sus intereses.
Pero para eso también tenían solución los jefes de los soldados: ellos saldrían en su defensa pretextando cualquier excusa porque, como habían demostrado hacía bien poco en el episodio de la detención de Jesús, podían controlar bastante bien al Procurador romano. Es más, no podían olvidar cómo habían obtenido del mismo la crucifixión del que llamaban impostor.
Todo, pues, parecía bien encarrilado porque, como hemos dicho arriba y está escrito en el evangelio de San Mateo, esta versión de lo ocurrido duraba “hasta el día de hoy” (Mt 28,15).
Sin embargo, como bien dice San Juan Crisóstomo (“Homilías sobre Mateo, 90-91):
“¿Cómo podían robarlo los discípulos, siendo así que eran pobres, ignorantes y que ni se atrevían a presentarse en público e inclusive viéndole vivo huyeron? ¿Cómo no hubiesen temido a tantos soldados después de muerto?”.
Y acerca del soborno monetario:
“Véase aquí cómo todos fueron corrompidos: Pilatos fue engañado, el pueblo judío excitado y los soldados sobornados. Por esto sigue: ‘Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones recibidas.’ Si el dinero tuvo tanto poder respecto del discípulo al punto que lo hizo entregar a su Maestro, no te admire que los soldados también sean vencidos por el dinero.”
Todo esto muestra lo absurdo de aquella decisión tomada en momentos de mucho nerviosismo. No se tenía en pie decir aquello porque era difícil de creer (a no ser que se tuviese intención de aceptar según qué cosas) que unos discípulos, que nadie había visto en los peores momentos de la Pasión del Maestro, acudiesen al sepulcro a robar el cuerpo del mismo.
Y lo peor de todo es la corrupción moral que encierra el episodio protagonizado por la guardia apostada en el sepulcro y sus jefes espirituales y materiales. Y es que apunta todo a una moralidad escasa porque gustan de mentir para salirse con la suya y seguir manteniendo la impostura que estaban manteniendo desde hacía unos días.
Mientras los otros, la otra parte en este monumento a la falsedad, aquella guardia que, no habiendo visto lo sustancial de la resurrección de Cristo sí había visto los resultados de la misma, se encontró con la solución a todos sus problemas: sus jefes no sólo los protegerían sino que, además, les entregan una fuerte cantidad de dinero para que callasen lo que conocían y, sobre todo, para que difundiesen la falsa noticia según la cual algunos discípulos de aquel tenido por blasfemo habían robado su cuerpo.
Eleuterio Fernández Guzmán
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