Serie “De Ramos a Resurrección” - Conclusión
En las próximas semanas, con la ayuda de Dios y el permiso de la editorial, vamos a traer al blog el libro escrito por el que esto escribe de título “De Ramos a Resurrección”. Semana a semana vamos a ir reproduciendo los apartados a los que hace referencia el Índice que es, a saber:
Introducción
I. Antes de todo
El Mal que acecha
Hay grados entre los perseguidores
Quien lo conoce todo bien sabe
II. El principio del fin
Un júbilo muy esperado
Los testigos del Bueno
Inoculando el veneno del Mal
III. El aviso de Cristo
Los que buscan al Maestro
El cómo de la vida eterna
Dios se dirige a quien ama
Los que no entienden están en las tinieblas
Lo que ha de pasar
Incredulidad de los hombres
El peligro de caminar en las tinieblas
Cuando no se reconoce la luz
Los ánimos que da Cristo
Aún hay tiempo de creer en Cristo
IV. Una cena conformante y conformadora
El ejemplo más natural y santo a seguir
El aliado del Mal
Las mansiones de Cristo
Sobre viñas y frutos
El principal mandato de Cristo
Sobre el amor como Ley
El mandato principal
Elegidos por Dios
Que demos fruto es un mandato divino
El odio del mundo
El otro Paráclito
Santa Misa
La presencia real de Cristo en la Eucaristía
El valor sacrificial de la Santa Misa
El Cuerpo y la Sangre de Cristo
La institución del sacerdocio
V. La urdimbre del Mal
VI. Cuando se cumple lo escrito
En el Huerto de los Olivos
La voluntad de Dios
Dormidos por la tentación
Entregar al Hijo del hombre
Jesús sabía lo que Judas iba a cumplir
La terrible tristeza del Maestro
El prendimiento de Jesús
Yo soy
El arrebato de Pedro y el convencimiento
de Cristo
Idas y venidas de una condena ilegal e injusta
Fin de un calvario
Un final muy esperado por Cristo
En cumplimiento de la Sagrada Escritura
La verdad de Pilatos
Lanza, sangre y agua
Los que permanecen ante la Cruz
Hasta el último momento
Cuando María se convirtió en Madre
de todos
La intención de los buenos
Los que saben la Verdad y la sirven
VII. Cuando Cristo venció a la muerte
El primer día de una nueva creación
El ansia de Pedro y Juan
A quien mucho se le perdonó, mucho amó
VIII. Sobre la glorificación
La glorificación de Dios
Cuando el Hijo glorifica al Padre
Sobre los frutos y la gloria de Dios
La eternidad de la gloria de Dios
La glorificación de Cristo
Primera Palabra
Segunda Palabra
Tercera Palabra
Cuarta Palabra
Quinta Palabra
Sexta Palabra
Séptima Palabra
Conclusión
El libro ha sido publicado por la Editorial Bendita María. A tener en cuenta es que los gastos de envío son gratuitos.
“De Ramos a Resurrección” - Conclusión
El espacio temporal que aquí hemos traído es muy estrecho. Es decir, de un domingo al siguiente apenas unos días marcan el devenir de las personas y, así, de la humanidad toda.
Sin embargo, no todos los días ni todas las personas que habitan los mismos son iguales: hay tiempos en los que las cosas que pasan tienen mucho que ver con lo que a todos afecta; hay personas que deciden, con su actitud, lo que ha de pasar.
En realidad, lo que pasó entre aquel domingo en el que el Hijo de Dios, con conciencia de que lo era, entró en Jerusalén y aquel otro, el siguiente, en el que volvió de entre los muertos para mostrar y demostrar que todo lo que había dicho era cierto, fueron unos días decisivos para todo ser humano. Es más, gracias a aquello que entonces pasó nosotros, cada uno de nosotros, hemos ganado la vida eterna. Aunque, claro está, no para todos está hecho tal destino pues sólo quien crea en Quien, precisamente, dio su vida entonces en una Cruz, y lo confiese como Hijo de Dios, alcanzará un tan gozoso y anhelado destino.
Hemos procurado seguir, en estas páginas, el orden temporal de lo que pasó entre el primero y el segundo de los domingos. Y hemos podido ver como Jesucristo, a pesar de tener una intención tan sana, espiritualmente hablando, como hacer cumplir la Ley de Dios, ni todos lo entendieron ni muchos quisieron seguirle. Si algo podemos decir de aquellos días es que fueron, claramente, de despedida. Jesucristo, que sabía el destino que le tenían reservado sus perseguidores, no quiso hacer caso omiso a su corazón y a su alma y decidió seguir adelante con el Plan de Dios. Como todo estaba escrito, todo debía cumplirse. Y ni huyó de aquella entrada triunfal en la Ciudad Santa, como actuando con falsa modestia (sabía que era el Rey del mundo) ni rehuyó a sus enemigos en el momento en el que acudieron a Gethsemaní para apresarlo y llevarlo ante las autoridades judías y romanas.
Hemos ido desgranando los momentos cruciales de aquellos días. Desde cómo los que se conjuraban para matarlo (no tenían otra intención que hacerlo desaparecer de la faz de la tierra) fueron urdiendo una trama malvada con una malsana intención hasta cómo el Apóstol que traicionó a Jesús quiso corregir su tremendo error pero, no pudiendo, terminó de la trágica forma que conocemos.
Cristo, como decimos, era plenamente consciente de todo. Por eso avisa a los que le siguen de lo que va a pasar. No dice, por ejemplo, “a lo mejor me pasa esto o lo otro” sino esto “es lo que me va a pasar”. Avisa, también, del mal que anida en el corazón de aquellos que caminan en tinieblas, de lo difícil que es salir de las mismas sin asistencia divina y, sobre todo, de que no es imposible hacerlo. Que hace falta creer…
Pero si hay un momento importante en el transcurso de aquella semana es, sin duda alguna, el de la cena, el de la Última Cena. En aquella sala, seguramente provista por el padre de quien sería Apóstol suyo, Marcos, lo que debía ser recordado se asentó para siempre en el corazón de los allí presentes.
Entre platos y vasos, entre pan ácimo e hierbas amargas, Jesucristo habló, con pleno sentido del momento en el que se encontraba, de lo que a partir de tal momento sus Apóstoles debían transmitir al mundo. No se trató de una simple cena entre amigos que se reúnen para celebrar la Pascua (que también, pues amigos eran y judíos eran) sino que era una cena verdaderamente conformadora de lo que el mundo debía conocer, de todo aquello que, para bien de la humanidad, el Hijo de Dios quería transmitir.
Si,atalrespecto,debemos y tenemos que destacar algo es, ciertamente, el mandato del amor. Como Ley principal del Reino de Dios, la misma nunca ha de prescribir. Y, es más, teniendo como ejemplo y modelo al Hijo del hombre como expresión suprema de la caridad, no es poco cierto que el hecho de que mandara amarse unos a otros como Él los había amado, era algo más que una simple recomendación. Todo contra el odio entre hermanos que es lo mismo que decir entre cualquier ser humano, todos creados por Dios Todopoderoso.
Pero entonces, en el rato que duró la cena, pasó mucho más. Si el mandato del amor era fundamental, no era de poca importancia instituir la Santa Misa o el Sacerdocio. Sin una y sin el otro nada de aquello habría sido rememorado nunca más pues no habría habido ni base espiritual ni base personal. Y, es más, gracias a la primera y al segundo la humanidad ha tenido la posibilidad de salvarse. Y todo gracias a la labor predicadora y fundadora del Hijo de Dios que quiso, y supo, traer al mundo la verdadera y única voluntad de su Padre.
Pero, como sabemos, aquel domingo, llamado de Ramos, debía llegar, en el transcurso del tiempo, a pasar por uno en el que las cosas se iban a poner verdaderamente feas para Jesucristo hombre. Urdido todo y confirmada la traición de Judas, todo se iba a precipitar. Así, con prisa fue el ilegal juicio; con prisa la ilegítima condena; con prisa el maltrato físico a Jesucristo y, por fin, con prisa (antes de que se celebrara la Pascua) colgar al Bueno en unos maderos que, por tener como huésped al Mesías son, desde entonces, santos. Todo como queriendo que nadie se diese cuenta de lo que estaba pasando.
Todo, sin embargo, quedó en nada. Y quedó en nada porque el ser humano jamás puede torcer el brazo a Dios Creador y Todopoderoso. Lo mismo que el hombre clavó a Jesús en una Cruz, Elohim, el Abbá de Jesucristo, no dudó en rescatarlo de entre los muertos (donde había ido a liberar a los justos del Limbo de Abrahám) y devolverlo al mundo. Lo hizo, primero, porque debía cumplirse lo que el Señor de la historia había ido susurrando en el corazón de los profetas acerca de Aquel a quien iba a enviar para que llegase la plenitud de los tiempos. Y también lo hizo porque, como Padre, no podría sustraerse al amor que sentía por Aquel a quien había engendrado.
Y resucitó. Cristo resucitó porque así estaba dicho y Dios, que es perfecto, no iba a desdecirse, precisamente, de las previsiones de su santa Providencia.
Por otra parte, no hemos podido dejar de referirnos a la glorificación de Dios y del mismo Jesucristo. Y lo hemos hecho en unos capítulos aparte dedicados, precisamente, a las mismas. En el primer caso Jesús glorifica a Dios Padre en el trascurso de la Última Cena. Lo hace porque lo ama y porque todo lo merece Quien todo lo ha dado por su criatura. Y Dios pudo contemplar como su Hijo lo glorificaba y, al igual que Abrahám (que contempló, según dice Cristo, sus días) gozó con ello. Y luego, ya colgado en aquel monumento a la tortura que era la Cruz, el propio Hijo de Dios glorifica su existencia con la pronunciación de las conocidas como “siete palabras” que, si bien no lo son en el sentido estricto (que sean siete, queremos decir) lo son en una consideración amplia del concepto de expresión hablada. Jesús, con aquellas siete palabras mantuvo y sostuvo lo mucho y bueno que había hecho a lo largo de su predicación por el mundo desde que saliera, tras ser bautizado, de las aguas del Jordán. Perdonó a los que le estaban matando (amor), favoreció a quien entonces se convirtió (misericordia), entregó a su madre para que fuera madre nuestra (entrega) y, por fin, tras constatar (otra vez más) que todo se había cumplido, entregó su Espíritu a Dios Padre, a su Padre (donación total de sí).
El caso es que todo esto, y todo (como diría san Juan) lo que no se ha escrito sobre lo hecho por Jesucristo lo llevó a cabo en aquella semana, la que iba de domingo de Ramos a domingo de Resurrección. Y fue por bien nuestro. Y para siempre, siempre, siempre aquella semana de sangre y de luz. con la suya, la que vertió, desde que fuera sometido a cruel e inhumano castigo, emanó una luz que durará para toda la eternidad que es el momento no-tiempo donde, gracias al Hijo de Dios, puede acabar nuestra siempre impaciente y anhelante alma.
Y con la Conclusión que hemos aquí traído termino de reproducir el libro “De Ramos a Resurrección”. Agradezco la paciencia que han tenido los amables lectores al haber seguido, semana a semana (y han sido muchas) las páginas de este libro escrito por quien esto deja dicho.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Panecillo de hoy:
De Ramos a Resurrección es un tiempo de verdadera salvación eterna.
Para leer Fe y Obras.
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