Serie “El Bien, Jesucristo, el Cielo” - 4 - Al Cielo se va
Presentación
“No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien.”
Epístola a los Romanos 12, 21
En estas mismas páginas se ha publicado, en formato serie, el libro de título “El Mal, El Diablo, el Infierno”. Y, como no podía ser menos, la parte buena, la que ha de prevalecer, Cristo mismo y Dios mismo, debían tener su serie. La misma está referida al libro de título “El Bien, Jesucristo, el Cielo” que, fácilmente puede verse es, justo, lo contrario a lo otro.
El Mal puede vencerse con el Bien. Eso es lo que la cita que hemos puesto como principal de este libro nos dice. Y San Pablo, diciéndonos tal cosa, nos auxilia ante lo que podamos estar pasando.
No podemos, por tanto, alegar falta de socorro en estos casos pues bien sabemos que Dios nunca nos abandona y pone, en el camino de nuestra vida, a testigos de la fe que nos echan una mano.
De todas formas, el Bien puede ser, digamos, usado contra el Mal. Y eso porque el Bien existe para mucho más que para eso que, con ser importante, no agota las posibilidades de lo bueno y mejor.
No podemos negar, al respecto del Bien, que, para espíritus no perjudicados por el Mal, es más atractivo el primero que el segundo. Y es que no puede considerarse sana, espiritualmente hablando, la persona que esté a favor de las asechanzas del Maligno y/o de los frutos que de las mismas puedan derivarse. No. Es más seguro esperar que el común de los creyentes esté más por el Bien que por el Mal. Y eso se apoya en algo esencial: el Bien proviene de Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra en quien no hay falsedad ni mentira.
No podemos negar, en beneficio nuestro, que a lo largo de la historia de la cristiandad ha habido hermanos nuestros en la fe que han considerado este tema, el del Bien, como uno que lo era muy importante, a tener en cuenta y a destacar.
Así, por ejemplo, para los Santos Padres, era mayor la preocupación de señalar que Dios es el Bien Supremo y que, por tanto, toda criatura deriva de su Bondad. Pero también San Agustín, Boecio o la propia doctrina escolástica, con Santo Tomás de Aquino a la cabeza, han tenido a bien considerar el Bien entre sus temas básicos de conocimiento y estudio.
Y ya, digamos que recientemente, en el Concilio habido en el seno de la Iglesia Católica (Vaticano I), la Constitución De Fide Catholica, en su capítulo I, dice esto que sigue:
“Éste único, solo, Dios verdadero, de su propia bondad y omnipotencia, no para el aumento de su propia felicidad, no para adquirir sino para manifestar su perfección por las bendiciones que Él otorga a las criaturas, con absoluta libertad de consejo creó desde el principio de los tiempos a la criatura tanto la espiritual como la corporal, a saber, la angélica y la mundana; y después la criatura humana.”
Vemos, por tanto, que el Bien no es, sólo, necesario en la vida del creyente católico (creemos que también en la de cualquier ser humano, en general y por ser especie creada por Dios) sino que es lo único que puede anhelar quien se sabe hijo del Todopoderoso.
Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que por el bien se va al Bien mayor que es Dios mismo.
4 - Al Cielo se va
“Harto gran misericordia hace a quien da gracia y ánimo para determinarse a procurar con todas sus fuerzas este bien. Porque si persevera, no se niega Dios a nadie. Poco a poco va habilitando él el ánimo para que salga con esta victoria. Digo ánimo, porque son tantas las cosas que el demonio pone delante a los principios para que no comiencen este camino de hecho, como quien sabe el daño que de aquí le viene, no sólo en perder aquella alma sino muchas. Si el que comienza se esfuerza con el fervor de Dios a llegar a la cumbre de la perfección, creo jamás va solo al cielo; siempre lleva mucha gente tras sí. Como a buen capitán, le da Dios quien vaya en su compañía.”
Santa Teresa de Jesús,
El libro de la vida, Capítulo 11, 4
La santa andariega nos lo dice con toda claridad: “se esfuerza con fervor de Dios a llegar a la cumbre”. Y tal “cumbre” no puede ser otra que el Cielo. Es decir, que al definitivo Reino de Dios no se va de cualquier manera sino que hay que hacer para llegar a la Casa del Padre. Por eso decimos que el Cielo… se va. Y es que no se nos lleva Dios (por mucho que nos quiera a su lado) a la fuerza. Como máximo, nos propone el Cielo. Luego, cada cual hace lo que cree oportuno siendo, a veces, poco oportuno lo que se hace…
Que el Cielo existe es un dogma de fe para un católico. Aquí lo hemos escrito muchas veces porque muchas veces debe ser recordado. Así, si acudimos, por ejemplo, a la Sagrada Escritura son muchas las referencias que se nos hacen acerca de la existencia del Cielo. Así, por ejemplo, las siguientes:
Mt 6, 9
“Padre nuestro que estás en los cielos…”
Mt 18, 10
“No despreciéis a uno de estos pequeños, porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre que están en los cielos”.
Mt 25, 46
“E irán los justos a una vida eterna”.
Lc 23, 43
“Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Jn 6, 51
“Yo soy el pan vivo bajado del cielo”.
2 Co 5, 1
“Pues sabemos que, si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por mano de hombres, eterna en los cielos.”
El caso es que sabemos, por cierto, que la Iglesia católica define como dogma de fe la existencia y, además, la eternidad del Cielo. Esto se recoge, por ejemplo, en el Concilio II de Lyon:
“Las almas que, después de recibido el sacro bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquellas que, después de contraída, se han purificado mientras permanecían en sus cuerpos o después de desprenderse de ellos, son recibidas inmediatamente en el cielo”.
Abunda en esto el número 1023 del Catecismo de la Iglesia Católica al referirse a Benedicto XII (Benedictus Deus) del que se hace eco Lumen gentium, 49:
“Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos […] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron […]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte […] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura”.
El Cielo, pues, existe. De otra manera, sería absolutamente vana nuestra fe que no se sostendría sin la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y la consiguiente apertura de la puerta del Cielo.
Arriba, sobre esto, hemos dicho que al Cielo se va. Y esto ha de querer decir algo pues, de otra manera, no tendría sentido sostener que algo hay que hacer para alcanzar las praderas del definitivo Reino de Dios.
¿Qué, pues, debemos hacer para ir al Cielo?
Es posible, a este respecto, que se pueda pensar que hablamos, por decirlo así, de forma en exceso materialista. ¿Es que debemos hacer algo para eso, para ir al Cielo?, ¿No está puesto por Dios para acoger a sus hijos los hombres?, ¿Acaso el Padre Eterno no va a hacer nada para que estemos a su lado?
Bueno, en realidad, tales preguntas manifiestan que la cosa no es tan sencilla como si nos dejáramos arrebatar por Dios y nos llevase donde es su Casa así, sin más. Y no, eso ni puede ser así ni es así.
Digamos, para empezar, que lo mismo que al Infierno ser va recogiendo lo que se ha sembrado a lo largo de una vida más o menos larga, lo mismo pasa con el caso del Cielo: también se va según hayamos sembrado en ella.
La siembra está más que definida por Jesucristo. Y lo dice cuando cree necesario dejar claro qué es lo que se ha podido hacer en la vida a su respecto y qué no se ha hecho (Mt 25, 34-36):
“Entonces dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibir la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.’“
Ciertamente, el Hijo de Dios pone sobre la mesa una realidad insoslayable para un hermano suyo: al Cielo se va no permaneciendo impasible ante las necesidades del prójimo sino amándolo como a nosotros mismos nos amamos.
Tenemos, pues, una pista: al Cielo se va teniendo un corazón tierno, de carne y haciendo real aquello dicho por Dios acerca de que (Ez 11, 19-20):
“Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios.”
Aquí lo vemos todo con bastante claridad: quiere Dios que el hombre camine según su Ley, según sus normas y, no sólo eso, sino que las practique y no las guarde debajo de ningún celemín. Es más, sólo así, los hijos de Dios que eso hagan podrán ser considerados parte del pueblo del Creador y, en fin, podrán alcanzar su Casa, el Cielo.
Nuestro hacer o, lo que es lo mismo, nuestro ser o cómo somos, es lo que determinará, tras nuestro Juicio particular, si somos merecedores, si hemos merecido, que se nos abran las puertas del Cielo o, por el contrario, sean las del Infierno o las del Purgatorio-Purificatorio las que prevalezcan. Y para nosotros, los hijos de Dios conscientes de serlo, sólo pueden haber unas puertas que nos interesen: las del Cielo, al que se va, según decimos, por hacer y no por no hacer.
También es cierto que, como dijo Jesucristo (Jn 17, 14: “Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo”) nosotros, aunque estemos en el mundo, no somos del mundo. Pero eso, sostener eso y, acto seguido, nada hacer a la hora de poner en práctica nuestra fe católica y la Ley de Dios, es hacernos no un flaco favor sino un flaquísimo y nigérrimo favor que sólo puede terminar en algo más que malo para nosotros.
Debemos, pues, hacer. Por ejemplo:
1. Mirar a Dios con todo amor para ver qué quiere de nosotros.
2. Tener por bueno y mejor lo dicho por Jesucristo y recogido en las Sagradas Escrituras.
3. No despreciar al Padre y a sus santos Mandamientos.
4. No olvidar nunca que debemos creer: “El que crea y sea bautizado, se salvará” (Mc 16, 16).
5. Buscar siempre la limpieza de nuestra alma.
6. Acumular para la vida eterna y no hacer lo propio para este mundo que perecerá para nosotros.
7. No olvidar nunca esto recogido por San Pablo en la Epístola a los Gálatas (6,7):
“No os engañéis; de Dios nadie se burla. Pues lo que uno siembre, eso cosechará”.
En realidad, unas palabras tan escasas (en cuanto a número no son un gran discurso, podríamos decir) deberíamos clavarlas a sangre y fuego (la de Cristo y el del Espíritu Santo) en nuestro corazón. Y tal es así porque resumen más que bien todo esto de lo que aquí hablamos al enmarcar dos principios espirituales de primer orden:
1º Dios todo lo sabe de nosotros y de nuestros quehaceres o no quehaceres.
2º Nunca se va a recoger lo que no se haya sembrado.
Esto segundo, lo dicho en segundo lugar de esta muy escueta relación, tiene una importancia tal que nadie debería llevarse a engaño si, llegado su particular Juicio: quien no siembre-haga-actúe-entienda-sea piadoso-de de sí mismo, etc. que no espere recoger nada. Ni aquí ni, lo que es peor, en el Cielo donde, a lo mejor, tarda mucho tiempo en llegar en caso de que tenga que hacer una parada en el Purgatorio-Purificatorio. Imaginemos qué le pasará si donde le ha llevado su falta de actuar-sembrar-hacer-actuar-entender-no ser piadoso, etc., es el Infierno.
Hagamos, pues; actuemos, pues, según quiere Dios de nosotros, sus hijos.
Eleuterio Fernández Guzmán
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