El Beato Manuel Lozano Garrido y el trabajo (et alii)
Sí, ciertamente, es difícil entender que el trabajo puede ser santo o, mejor, medio de santificación. Sin embargo, Dios así lo quiere… ¡qué le vamos a hacer!
Hay, sin embargo, quien, como San José, del que hoy celebramos un especial día en su, por decirlo así, vertiente laboral, entiende el trabajo de una forma tan especial que hace santa cada cosa que hace y hace santo a su propio corazón.
Hoy recuperamos, para ser francos, lo que escribimos hace unos años porque nos viene la mar de bien para entender y comprender que al trabajo también se le puede dedicar una oración. Y se le puede dedicar cuando se es capaz de no mundanizar lo que es importante sino, al contrario, serlo de sobrenaturalizarlo como muy bien hizo el Beato Manuel Lozano Garrido.
Escribíamos, entonces, esto que sigue.
Oración para encontrar sentido al trabajo
“Te digo que es maravilloso que nos hayas dejado asociarnos a Ti a cada hora con el calvario de la fatiga. No sé si serán o no rentables mis jornadas de labor y las horas ‘extra’, pero, lo que sí te digo es que creo que, unos en las oficinas y otros picando piedra o trabajando en las galerías, el sudor de todos se corresponde en algún lugar del mundo con un descenso continuo y seguro de gracias.” (Extraída de “Mesa redonda con Dios”)
No podemos dejar de reconocer que nuestros Primeros Padres, Adán y Eva, metieron bien la pata cuando desobedecieron a Dios. Entre otras cosas consiguieron (aparte de la muerte y el pecado) que el trabajo pasara de ser gozoso a ser penoso. Aquella sentencia de ganar el pan con el sudor de la frente nos hace pensar que antes del pecado original eso no pasaba.
En realidad, no estamos reclamando que el trabajo vuelva a ser como era en el Paraíso antes de que el Maligno influyera de forma decisiva en el ánimo de aquella primera creación humana o, mejor, de aquella influencia de Dios en algún ser ya existente (pensemos, por ejemplo, en un homínido) al que insufló su espíritu y lo hizo, en efecto, a su imagen y semejanza. No. Lo que queremos decir es que, incluso ahora que tenemos del trabajo un sentido muy distinto al que debería tener nuestro Padre Adán, podemos tenerlo en cuenta como algo positivo. Y es que lo es.
Desde Dios bajan gracias hacia aquellos que trabajan que, en realidad, es todo ser humano pues la labor no se debe corresponder con su debida remuneración sino con la labor misma. Todos, pues, trabajamos; todos, pues, recibimos las correspondientes gracias de Dios para llevar a cabo lo que hacemos.
Dios trabajó en la Creación durante siete días. En realidad, sabemos que el tiempo para el Creador no es igual que para los hombres. Por eso en la Biblia se dice en algún lugar que un día de Dios equivale a 1000 años del hombre. Si, pues, hacemos las cuentas, nos aferraremos, aun más, a lo que nos han enseñado acerca de la creación. Y es que la inspiración divina no inspira en vano.
Pues bien, como Dios trabajó de lo lindo para crear todo lo que conocemos y, a lo mejor, hasta lo que no conocemos, no podemos nosotros hacer como si eso no nos afectara en nada. Por eso trabajamos (cada cual en lo que sea) y por eso somos, en tal sentido, “colegas” de Dios en la inmensa labor de construir lo creado.
Trabajar, además, es muestra de conocer para qué nos puso aquí Dios. En la Biblia también se dice que el Creador entregó el mundo a su semejanza, al hombre, para que se enseñoreara del mismo y para que, en definitiva, lo rigiera. Entonces, llevar a cabo determinada labor, la que sea y al nivel que sea (no importa el qué sino el cómo) es responder a la llamada de Dios. El Señor quiere que seamos francos en lo que somos y hacemos, que no seamos tibios porque, de lo contrario, nos vomitará de su boca (Apocalipsis dixit). Cabe, pues, trabajar y con cada instante de labor realizada con dedicación y entrega (recordamos, de nuevo, sea la sea porque toda acción de labor y, por tanto, trabajo) mostrar y demostrar que somos hijos de Dios. Como diría aquel: “A tal Señor, tal honor”.
Pero es que hay quien, como San Juan Pablo II, ha dedicado mucho de su pensamiento, precisamente, al trabajo.
“El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo”.
Estas palabras, escritas en la encíclica Laborem exercens (LE), de 1981, indican, con claridad, el sentido que el trabajo tenía para San Juan Pablo II.
¿Qué es, al fin y al cabo, el trabajo? o, mejor, ¿Qué entiende el Papa polaco que es el trabajo?
En la encíclica citada arriba (LE), concretamente en su punto 9, dice que “El trabajo es un bien para el hombre –es un bien de su humanidad- porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza, adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en cierto, sentido, se hace más hombre” ( LE 9)
Realización del hombre a través de trabajo, adaptación de la naturaleza, entrega por Dios a su semejanza…
No es absurdo entender que el trabajo, el trabajar, también tiene un fundamento bíblico. Por eso dice San Juan Pablo II que “Hecho a imagen y semejanza de Dios en el mundo visible, y puesto en él para que dominase la tierra, el hombre está por ello, desde el principio, llamado al trabajo. El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de sus criaturas” (LE 1)
Por eso,
“El trabajo humano y, en particular, el trabajo manual tienen en el Evangelio un significado especial. Junto con la humanidad del Hijo de Dios, el trabajo ha formado parte del misterio de la Encarnación, y también ha sido redimido de modo particular. Gracias a su banco de trabajo sobre el que ejercía su profesión con Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la Redención” (Exhortación apostólica Redemptoris custos, de 1989, 22)
Por tanto, el trabajo, tiene, también, un alto contenido espiritual y no sólo material, como podría pensarse.
Pero, además, “El trabajo del hombre y de la mujer representa el instrumento más común e inmediato para el desarrollo de la vida económica, instrumento que, al mismo tiempo, constituye un derecho y un deber de cada hombre” (Exhortación apostólica Christifideles laici, de 1988, 43)
Y es que, al fin y al cabo, “El trabajo es un derecho del hombre y, por consiguiente, debe ser garantizado, dedicando a ello los cuidados más asiduos y poniendo en el centro de la política económica la preocupación por crear unas posibilidades adecuadas de trabajo par todos, y principalmente para los jóvenes, que con tanta frecuencia sufren hoy ante la plaga del desempleo (Carta a los jóvenes, 1985)
Por otra parte, el trabajo tiene una relación tan directa con la familia que, sin duda alguna, no puede entenderse una sin el otro. Por eso dice que “La familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela interior del trabajo para cada hombre” (LE 10)
Además, “El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre. El trabajo es, en cierto sentido, una condición para hacer posible la fundación de una familia, ya que ésta exige los medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo (LE 10)
Volvamos, ahora, al origen de la idea que, sobre el trabajo, enseñó San Juan Pablo II.
Al principio habíamos dicho que, según expresó el propio Papa polaco, es el trabajo para el hombre pero no el hombre para el trabajo.
Esto es algo más que una frase que pueda entenderse como ingeniosa o una simple ocurrencia que parezca sonar bien en el oído del hombre.
Por eso, en la Encíclica Centesimus annus, de 1991, dejó escrito que
“Si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo, cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios” (CA 39)
Y es que, al fin y al cabo, el hombre es hombre antes de haber tenido que ganarse el pan con el sudor de su frente y el ser humano no puede dejar de lado la dimensión espiritual que lo adorna.
De otra forma, en caso de preterirla, el resultado de tal situación sólo puede ser el abandono a eso tan terrible que, desvirtuado de su buen sentido, es la producción y el consumo.
Esto también lo escribimos hace ya algunos años pero, la verdad, si alguien como San Juan Pablo II dejó escrito lo que dejó acerca del trabajo y de lo que supone, para el ser humano, el mismo, no vamos a ser nosotros los que intentemos mejorar lo dicho.
Ciertamente, aquel hombre que era carpintero y que fue el padre adoptivo del Hijo de Dios, hacía de su trabajo un claro medio de santificación. Por eso lo tenemos como el patrón del trabajo y por eso celebramos hoy, 1 de mayo, que lo es y con todo derecho.
Nos gustaría terminar, por otra parte, con una oración de agradecimiento a San José obrero porque, como bien sabemos, es de bien nacidos ser agradecidos.
Tú, José, Padre adoptivo de Jesús,
hiciste de tu trabajo
una opción de vida santa,
una forma de agradar a Dios
que era tu Padre eterno.
Tú, José, fiel entre los fieles,
ejemplo de dedicación y entrega,
transmitiste a Jesús el amor
al esfuerzo, la fe en lo que se hace
y quisiste, para todos sus hermanos,
que Dios admirase lo bien hecho,
lo terminado con amor,
el trabajo dedicado a Quien todo lo hace.
Tú, José, Patrón de la labor,
significado trabajador humilde,
manual virtud dada al mundo,
ruega por nosotros.
Amén.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
San José trabajó y santificó el trabajo. Hagamos nosotros lo mismo. Y sí, es posible hacerlo.
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