No es nada extraño que sea el mismo Hijo de Dios quien dé comienzo ésta muy pequeña serie de personas que, relacionadas con la Cuaresma, vamos a traer aquí. Y es que lo tiene más que bien merecido y le debemos un respeto más que grande.

Jesucristo se encontraba, como suele decirse, “en capilla”. Vamos, que sabía que lo que tantas veces había anunciado que iba a pasar, ¡diantre!, es que iba a pasar.

Podemos imaginar el estado espiritual en el que puede encontrarse alguien que sabe, a ciencia y corazón ciertos que va a morir. Y no que “presume” que, a lo mejor, lo van a matar, sino que tiene seguridad absoluta de lo que ha de sucederle.

El Espíritu de Cristo, claro, no se manifiesta, por decirlo así, como se manifiesta en cualquier otra persona. Y es que siendo Dios hecho hombre, el Espíritu Santo gemía en su corazón con sus sonidos que, a diferencia del común de los mortales creyentes, eran perfectamente entendidos por Jesucristo.

El Hijo de Dios sabía, también, que había personas que dependían de Él. Es decir, tanto sus Apóstoles como todos aquellos que seguían bien de cerca, estaban a la espera. Habían pasado unos años con aquel Maestro y en algunas ocasiones les había hablado de cómo iba a ser su muerte. Sabemos, también, que era casi la totalidad de sus seguidores los que bien no entendían qué quería decir, bien no querían ni entenderlo…

Cristo, de todas formas, en aquellos días previos a su Semana de Pasión, debió acentuar las enseñanzas que había ido prodigando en aquellos fructíferos años en los que había procurado que la Palabra de Dios se hiciera real en el corazón de sus discípulos.

Eran, sin duda alguna, momentos de especial gozo para el Hijo de Dios. Y es que sabía que la culminación de la historia de la salvación había llegado, según lo establecido por Dios, por mucho que bastantes no quisieran comprender lo que eso significaba o, simplemente, no eran capaces de comprender tal realidad espiritual.

Pero, para Jesucristo, un tiempo tan cercano como era el que nosotros consideramos como Cuaresma (para Él no lo era, claro está) debía ser muy especial en el que la oración dirigida a su Padre debió acentuarse. Aunque, de todas formas, bien sabemos en qué terminaría aquella en el Huerto de los Olivos…

Nuestro hermano Jesucristo debió sentirse más hermano que nunca de una humanidad que se resistía a entenderlo. Y es que sabía que la salvación de todo ser humano que confesara que era el Hijo de Dios estaba asegurada. Pero, para eso, debían alcanzar a comprender lo que iba a significar su muerte.

La muerte de Aquel que había sido enviado al mundo había sido predicha por los Profetas. Eso lo sabía muy bien todo aquel que conociera las Sagradas Escrituras judías y, claro, el propio sujeto activo de aquel episodio espiritual que no era otro que Jesucristo.

Cada gesto, cada palabra, cada acción que debió llevar a cabo el Emmanuel, era muy especial. Y es que, llegado un momento como aquel momento (apenas unos días de entrar triunfal en Jerusalén) cada cosa que hiciera, cada sílaba que saliera de su boca o cada hecho extraordinario que llevase a cabo eran la prueba de que todo se estaba cumpliendo, a rajatabla, según quería Dios que se cumpliese.

En aquel tiempo, tan cercano a los momentos cruciales de la historia de la humanidad, Jesucristo nos amó hasta el mismo extremo de saber que iba a dar su vida por sus amigos. Y nosotros, en la distancia que nos separa de aquellos días, sólo podemos ser bien nacidos y, por tanto, agradecidos, a Quien, sabiendo lo que iba a pasarle no dio ni un paso atrás ni para coger carrerilla.

Eleuterio Fernández Guzmán

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Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

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Tiempo de espera y de esperanza es la Cuaresma.

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