Meditaciones de Cuaresma – Huir del pecado
Seguramente Dios podía haber hecho las cosas de otra manera. Es más, si hubiera querido la historia del ser humano habría sido de otra manera. Pero quiso que fuera así y, a tal respecto, nada podemos (ni queremos) hacer. Su santa Voluntad ha de prevalecer sobre nuestros más que reconocibles egoísmos.
Desde que nuestros primeros padres Adán y Eva quisieron ser como Dios muchas cosas cambiaron para la humanidad que debía venir tras ellos. Queremos decir que, cuando pecaron hicieron mucho daño a la creatura que Dios había sacado de su corazón y había puesto en el Paraíso. Y, como tal, aquel daño iba a ser irreversible aunque, al menos, tendría el hombre el consuelo de, primero ignorar y luego saber, que, cuando Dios quisiera, iba a enviar al Mesías para que muchos comportamientos cambiaran y muchos corazones vinieran a ser de carne.
Pero, para eso, aun faltaba mucho tiempo. Mientras tanto el ser humano debía cargar con un peso nada liviano: el pecado y la muerte.
Sobre el pecado, lo que supuso y supone para el hombre, sus consecuencias son más que conocidas: nos separa de nuestro Creador y nos hace espiritualmente infelices, incapaces de mantener una relación fluida con Quien creyó que sería muy bueno crear un ser que fuera semejanza suya.
Pero lo peor de todo es que nadie se libra del pecado. Y decimos esto porque por aquel pecado original de Adán y Eva, todo ser humano nace con la huella impresa en su alma de aquel primer olvido de Dios. Nacemos, pues, con el pecado llamado original porque fue el origen de muchas y más desgracias para el hombre.
Pero es que, además, nacer con el pecado manchando nuestra alma nos lastra para toda la vida. Es decir, para empezar, debemos limpiarlo y, luego, debemos procurar no caer más en otros que ya no serán originales sino, por desgracia, sucesivos. Y es que bien sabemos, constatamos diariamente, que pecados más veces de las que quisiéramos y, ¡Ay!, tantas veces queriendo…
Vemos, por tanto, que no podemos decir que nosotros no pecamos porque, por muy virtuosos que seamos habrá siempre ocasión (buscada o no) para caer en la trampa del Maligno o, simplemente, para proporcionarnos nosotros mismos la misma.
De todas formas, no podemos proceder de forma tal que, sabiendo que somos pecadores, nada hagamos al respecto de nuestro pecado.
El caso es que debemos huir del pecado porque nos es de vital importancia tener el alma limpia. Y sí, es bien cierto que no siempre lo vamos a conseguir pero no ha de querer decir que el intento sea inútil o que no debemos hacer todo lo posible para no caer en según qué acciones u omisiones.
Nos conviene, en efecto, huir del pecado. Y nos conviene porque ya sabemos que la santa Voluntad de Dios no es que, precisamente, que seamos taimados o pecadores sino que, al contrario, seamos santos e irreprochables como bien nos recomienda el Apóstol de los gentiles en Filipenses 2, 15 porque, además (como dice más adelante, en el mismo versículo) así brillaremos “como antorchas en el mundo” en una generación “tortuosa y perversa” pues, al parecer, desde entonces, nada ha cambiado en el mundo y todo sigue, en materia de pecado y alejamiento de Dios, como entonces estaba…
Al respecto de la necesidad de huir del pecado que tiene todo hijo de Dios, escribe San Pablo, en la Segunda Epístola a Timoteo (2, 22) lo siguiente:
“Huye de las pasiones juveniles. Vete al alcance de la justicia, de la fe, de la caridad, de la paz, en unión de los que invocan al Señor con corazón puro.”
En este texto, que es, verdaderamente, oportuno, podemos ver que hay un horizonte mucho mejor que caer en el pecado. Y que el mismo tiene que ver con verdades más que importantes para un discípulo de Cristo.
Con esto queremos decir que tanto la fe, como la caridad o la paz son mucho más convenientes que las huidas hacia adelante (mejor hacia atrás por lo que suponen de recular en la fe) en las que solemos caer.
Debemos, pues, huir del pecado. Y debemos hacer tal cosa porque en tiempo de Cuaresma se nos propone (siempre, claro, pero ahora con más intensidad espiritual) un ejemplo a seguir que es crucial en esto. Y nos referimos a Jesucristo que mantuvo siempre muy alto el sentido de la justicia, que nunca se alejó de la Voluntad de Dios, que manifestó un amor sin límite ni limitación alguna y que, por fin, con sus manos y corazón implantó la paz allí donde estaba.
Nosotros, es bien cierto eso, ni siquiera le llegamos a la suela de la sandalia aquella que Juan el Bautista no podía desatar. Pero, sin embargo, al menos, deberíamos no mirar para otro lado y, en esto y en otras tantas cosas relacionadas con nuestro espíritu, estar lo más acertados posibles y ya sabemos con Quién tiene que ver tal acierto y gozo.
Eleuterio Fernández Guzmán
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