Meditaciones de Cuaresma – Tiempo de salvación eterna
”El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.” (Jn 6, 54)
Bien podemos decir que el tiempo de Cuaresma es uno que lo es de salvación eterna. Y también podemos decir que todo tiene que ver con lo hecho y dicho en la Cena, la Última.
Es bien cierto que aquella Última Cena que el Señor mantuvo, entre otros, con sus Apóstoles, fue muy especial. Es decir, no se trataba, sólo, de rememorar la Pascua en la que Dios pasó y salvó a su pueblo sino de empezar algo nuevo. Sería como el pacto nuevo que Dios iba a establecer con el hombre, semejanza suya, a través de su Hijo Jesucristo.
Las palabras, a este respecto, de Jesucristo hay que tomarlas como las dice. Es decir, no hace falta elucubrar nada ni imaginar mucho más allá de lo que ellas dicen. Y este texto del Evangelio de San Juan (aquel joven Apóstol que recostó su cabeza en el pecho del Señor en aquella Cena) abundan en lo que nos interesa mucho saber.
Jesucristo, por tanto, dice que es posible salvarse para siempre…pero pone una condición. Es decir, si nadie ha podido sostener que ser discípulo de Cristo sea fácil si se quiere ser con todas las consecuencias, menos aún iba a ser el mismo Mesías el que hiciera como que no era importante lo que hacía. Y lo era por las consecuencias que tenía lo que hacía.
Bien. Decimos eso porque a veces puede pensarse que ser discípulo de Cristo es decir, sólo. “Señor, Señor”. Y ya sabemos que eso no es así porque lo dijo el Hijo de Dios. Lo bien cierto es que, como decimos arriba, hay una condición:
Queremos decir que, para alcanzar algo se necesita haber merecido tal algo. Y aquí lo dice bien claro Jesucristo: “El que come mi carne y bebe mi sangre”.
No podemos negar que cuando alguno de ellos escuchó aquello debió planteársele alguna que otra duda: ¿Comer su cuerpo, beber su sangre?
En realidad, pensaban muchos como hombres y, como tales mundanos seres, no alcanzaban a comprender el significado de aquella comida y de aquella bebida.
De todas formas, estamos seguros de que, tras la resurrección del Señor acabaron de comprender todo lo que les parecía, ahora, lejano y difícil de asimilar.
Pero había algo que, como consecuencia de comer su carne y beber su sangre, iba a acaecer: tener la vida eterna.
Alcanzar la vida eterna, tal concepto y realidad, no era algo que nadie quisiese sino, al contrario, algo que cualquiera quería alcanzar, el gran anhelo: vivir con Dios para siempre. Por eso, vincular una cosa con la otra era esencial para que comprendiesen, para que entendiesen y hacerlo en este tiempo de Cuaresma enriquece mucho lo que supuso, entonces, aquello que dijo el Mesías.
Y eso ahora… Es decir, Jesucristo no dice que quien coma su carne y beba su sangre “tendrá” vida eterna, así como en un futuro o después de la muerte. No. Dice que la “tiene”, es decir que ya se podría gozar, por adelantado, de la que sería vida en el Cielo donde no termina nunca la dicha y el gozo. Y que el ahora mismo, este tiempo, lo es de salvación eterna. Y lo es porque Cristo quiso que lo fuera e hizo todo lo posible para se cumpliera la voluntad de Dios.
Y, además, algo más.
Tener vida eterna, digamos la parte material de nuestra realidad humana, está muy bien pero ¿qué iba a pasar con sus almas?
Cristo lo dice sin que pueda haber temor a engaño ni a duda alguna: quien coma su cuerpo y beba su sangre será resucitado el último día”.
¿Qué cuando es el último día? Eso sólo Dios lo sabe.
Lo que nosotros debemos saber es que aquellas palabras santas salidas del corazón de Cristo supusieron, para todo ser humano que creyera en el Hijo de Dios y que era el Mesías enviado por nuestro Creador, la salvación eterna. Y eso, se diga lo que se diga, es algo más que un simple discurso porque supone, tales palabras, la Roca firme sobre la que construir una vivencia, una vida, una existencia en el mundo lo cual, por cierto, es una buena forma de considerar el tiempo de Cuaresma.
Eleuterio Fernández Guzmán
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