Meditaciones de Adviento – Miércoles II de Adviento. ¿Qué soñaría la Virgen María?
Quien crea que aquella joven de nombre María, hija de Joaquín y Ana y fiel a Dios Todopoderoso, no tendría miedo a lo que podía pasar, seguramente mostraría que no estaba en el corazón de la Madre de Dios, que no la conoce.
Ella, sin duda alguna, al decir sí al Ángel Gabriel, sabía que muchos no lo iban a entender. Y tan así fue la cosa que su mismo desposado, José, no acababa de comprender cómo era posible que quien iba a ser su esposa, sin haber mantenido relaciones adecuadas para concebir (entonces no existía eso de la inseminación artificial ni nada por el estilo y todo seguía el trámite natural) pudiera estar embarazada. Y no podemos negarle que dudar, sin saber aún, era legítimo.
Pero Dios supo como actuar (como no podía ser de otra forma) y obtuvo el asentimiento de aquel carpintero cuando, en un sueño, se le dijo que tomara a María porque el hijo que esperaba (se entendía de lo dicho en el sueño) no procedía de ninguna conducta inadecuada. Y José comprendió perfectamente qué se pedía de él. Y es que también era un hombre de fe, como María lo era, y no podía dejar de escuchar el llamado, el aviso, de Dios.
Pues bien, decimos que María sabía qué podía pasar. Pero nada pasó de aquello que era, digamos, “normal”, en su tiempo: hubiera sido lapidada si José la hubiera rechazado públicamente (por eso lo quería hacer en secreto sin contar, a lo mejor, que Dios conocía lo secreto de su corazón y descubrió su intención). Todo siguió el curso establecido por la santa Voluntad del Creador.
María, pues, estaba embarazada. Le esperaban unos meses difíciles porque aquellos tiempos no son los de hoy mismo y las atenciones médicas no debía ser tan atentas como las que hoy disfrutan las mujeres que se encuentran en estado de buena esperanza. Eso, sin embargo, no podía impedir (seguro que no lo impidió) que aquella joven de un pueblo más bien pequeño, Nazaret, hiciera lo que se hace cuando se espera algo que se sabe va a venir: gozar con lo que va a llegar, ilusionarse… en fin, creer que puede ser lo que se piensa acerca de eso que se espera.
Soñar, a tal respecto, algo, no siempre tiene que caer en el ámbito de lo imposible. Es decir, cuando se tiene en el corazón lo que se quiere alcanzar, no todo es vana ilusión. Y a María le pasaba eso.
Sabemos que en muchas ocasiones de las Sagradas Escrituras llamadas Nuevo Testamento, se dice que María “guardaba aquellas cosas en su corazón”. Pero también se recoge que las meditaba.
Cuando se dice que alguien medita sobre algo estamos pensando que le da vueltas o, lo que es lo mismo, que no lo deja en la superficie de su corazón sino que va y viene pensando sobre eso que medita. Y estamos seguros de que la Virgen María, en aquellos meses que transcurrieron desde la Anunciación hasta el nacimiento de su hijo, tuvo tiempo más que suficiente para meditar pues ya podemos imaginar que la vida de entonces, menos ajetreada y con prisas que la de hoy, le permitiría pensar y repensar.
¿Qué soñaría, pues, María?, ¿Cuál sería su anhelo?
¿Cómo sería el Niño que iba a nacer?
María, la joven escogida por Dios para que fuera su Madre (en un misterio que sólo entenderemos en el Cielo) esperaba que aquel Niño fuera bueno. Bien sabía que a cierta edad, todo niño viene a ser así como un huracán que no tiene tranquilidad alguna. Pero ella imaginaba a su niño bueno, esencialmente bueno, con sus cosas de niño… pero bueno con una bondad que lo iría constituyendo como Quien era e iba a ser, con conciencia de serlo: el Hijo de Dios, el Emmanuel.
¿Qué se esperaba de su hijo?
El Ángel le había dicho que se le daría el trono de David. Y dijo que David era su padre. Sin duda, pensaría María, se refería Gabriel, a un padre espiritual, porque lógicamente habían pasado muchos siglos desde que aquel Rey reinara en Israel. Y eso sería, aún, más importante, porque suponía que Dios había cumplido su promesa de enviar al Mesías y que el Mesías estuviera dentro de la casa de David (y eso lo hacía, no lo olvidaba María) porque José, su desposado hombre, pertenecía a aquella casa. Por eso, la joven, ya en cinta, se daba cuenta de que Dios no hacía las cosas de cualquiera manera sino que hilaba la realidad con hilo fuerte y más que bien pensado. Sin duda, su hijo iba a ser Rey… pero de forma distinta.
¿Estaría ella a la altura de un nacimiento y de lo que habría de venir, de su futuro?
Lo que más debía preocupar a María era si ella, una joven habitante de unas pocas casas en una parte muy alejada del Imperio romano, estaría a la altura de aquello que se le había pedido.
Tal cosa, pensar eso de aquella extraordinaria circunstancia, no era nada extraño ni se podía esperar otra cosa pues era claro que María era mujer piadosa pero eso no eliminaba, de golpe, toda incertidumbre.
Ella sabía que creía en Dios y que amaba el Creador como tantas veces le habían dicho que debía amarlo: con todo su corazón, con toda su alma, con toda su fuerza. Y sobre eso no tenía duda alguna. Y por eso se había proclamado la esclava del Señor cuando lo del Ángel.
Sin duda, María, se sabía poco ante Dios y era, pues, humilde en el sentido exacto de lo que eso quiere decir: ser consciente de qué se es.
La Virgen María, por tanto, lo único que podía hacer era seguir manteniendo aquel nivel de fe elevado que, hasta entonces, la había llevado por el mundo, pequeño, en el que vivía. Y aquella fe le haría hacer las cosas como debían ser hechas. Y ella confiaba en que debía ser así y que proceder de otra forma sería hacerse un flaco favor a sí misma y contrariar la voluntad de su Padre del Cielo.
Aquella joven, muy joven como sabemos (a lo mejor tenía catorce o quince años cuando recibió la visita del Ángel Gabriel), no tenía intención alguna de proceder de forma distinta a como lo había hecho hasta entonces: cumplía la Ley de Dios y, por eso mismo, se había sometido, como esclava, al Todopoderoso. Y María, que sabía que otra cosa no podía hacer, meditaba aquello en su corazón porque debía salir de donde salen las obras y, en su caso, las buenas obras.
Sí, si Dios quería, ella haría lo que Dios querría. Y eso era más que suficiente para alguien que era fiel a Quien la había creado y ahora la ponía, nada más y nada menos, que en la tesitura de ser su Madre.
Y sí, es bien cierto, que eso debía producir un notable mareo espiritual. Pero dudas, ninguna; alejamiento de Dios, nada de nada porque justo es reconocer que el Señor, cuando escoge a alguien sabe muy bien lo que hace.
Eleuterio Fernández Guzmán
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