El rincón del hermano Rafael – “Saber esperar”- Darse cuenta de la existencia de Dios
“Rafael Arnáiz Barón nació el 9 de abril de 1911 en Burgos (España), donde también fue bautizado y recibió la confirmación. Allí mismo inició los estudios en el colegio de los PP. Jesuitas, recibiendo por primera vez la Eucaristía en 1919.”
Esta parte de una biografía que sobre nuestro santo la podemos encontrar en multitud de sitios de la red de redes o en los libros que sobre él se han escrito.
Hasta hace bien poco hemos dedicado este espacio a escribir sobre lo que el hermano Rafael había dejado dicho en su diario “Dios y mi alma”. Sin embargo, como es normal, terminó en su momento nuestro santo de dar forma a su pensamiento espiritual.
Sin embargo, San Rafael Arnáiz Barón había escrito mucho antes de dejar sus impresiones personales en aquel diario. Y algo de aquello es lo que vamos a traer aquí a partir de ahora.
Bajo el título “Saber esperar” se han recogido muchos pensamientos, divididos por temas, que manifestó el hermano Rafael. Y a los mismos vamos a tratar de referirnos en lo sucesivo.
“Saber Esperar” - Darse cuenta de la existencia de Dios
“Es alegre y dichoso el ver la bondad de Dios reflejada en las criaturas, de palpar su Misericordia y el Amor de Jesús.”
Hay quienes, o por no creer en Dios o por no tener claro de lo su existencia, sostiene que a Dios no puede vérsele. Con eso quieren poner en duda su existencia porque sabemos, saben, que lo que no se puede tocar o, al menos, ser conscientes de su existencia… no existe.
El hermano Rafael hace, digamos, una enmienda espiritual a la totalidad o, lo que es lo mismo, refuta un tal pensamiento con algo tan sencillo como ver lo que hay, lo que pasa, lo que somos. Y no podemos negar que no tenga razón, toda la razón.
Es bien cierto que, a Dios, digamos, corporalmente, aún no podemos verlo. Eso quiere decir que, claro, ahora, en este tiempo en el que vivimos, no podemos verlo. Pero somos conscientes, y tenemos fe por eso y en eso la basamos, de que lo veremos cuando (si) alcancemos el Cielo. Entonces, lo que ahora nos parece misterioso se revelará ante nuestros ojos y nada habrá oculto ahora entonces y allí no entendamos.
A quien no cree en Dios esto le parece cosa baladí, de poca importancia y de lo que prescinden con toda facilidad que no naturalidad (lo natural es creer que no estamos aquí por casualidad y que “Alguien” ha intervenido para que eso sea posible). Sin embargo, para los creyentes católicos considerados por Dios y ellos/nosotros sabemos que además de comprenderlo y verlo todo en el Cielo, aquí mismo, en el mundo en el que peregrinamos hacia la Morada de Dios también podemos encontrar a nuestro Creador. Ahora bien, hay que hacer un pequeño esfuerzo… de fe.
Dios ha puesto, en la criatura que creó a su imagen y semejanza, una ley, la Ley del Creador en sus corazones. Por eso todo ser humano sabe que matar no está bien y que robar… tampoco lo está. Son principios que todos llevamos inscritos en nuestro corazón y que son, precisamente, los que nos hacen seres humanos con derecho a habitar las praderas del definitivo Reino de Dios.
Pues bien, a Dios lo vemos, sencillamente, en aquello que nos parece bueno y mejor. Es decir, cuando vemos que alguien se comporta de forma misericordiosa y con amor, aunque tal persona sea increyente, sabemos que lo hace porque Dios ha puesto tales virtudes en su corazón. Seguramente, tal persona creerá que lo hace por humanidad y sin nada que tenga que ver con el Todopoderoso pero bien es cierto y sabemos que así actúa porque se le ha dado tal posibilidad y la ha aceptado.
En todo, pues, lo bueno está Dios. Y en tal bondad se refleja la naturaleza misericordiosa de Su corazón y el Amor que tiene por todas sus criaturas, en especial, por el hombre, creado como bien sabemos que fue creado y para lo que fue creado.
Darse cuenta, pues, de la existencia de Dios es tan importante para sus hijos que es como la expresión garante de la filiación divina. Y queremos decir con esto que de no hacerlo así la tal filiación seguirá existiendo, pero habrá una clara pérdida de bienes espirituales que se dejarán de gozar.
Eleuterio Fernández Guzmán
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