Serie “Caminando con Jesucristo” (3)- 9 - Conformados a Cristo - La verdadera Ley
Muchas son las veces que se han hecho comentarios o meditaciones a los Evangelios; muchos los autores, entre ellos santos y otros estudiosos que han dedicado su atención al contenido de determinados momentos de la vida pública de Jesucristo, Dios que, encarnado, vivió entre nosotros.
Así, quien surgió del Jordán glorioso y aclamado por su Padre para, de forma inmediata, adentrarse en el desierto de las tentaciones del Maligno y surgir liberado de tan nigérrimo yugo dio más que motivos para que, a lo largo de los siglos muchas páginas se hallan escrito sobre aquellos acontecimientos claves para la historia de la humanidad.
Cristo, aclamado como quien tenía que venir en su entrada gloriosa en Jerusalén en el inicio de su Pasión es el mismo que, años antes, acudiera con sus primeros discípulos a la boda de Caná. Allí su madre, María esposa de José, le conminó a que dejase su anonimato y acudiera en rescate de aquellos sus primeros beneficiados con el hacer de su corazón; allí también se sometió a su autoridad al convertir aquellas tinajas en el vino que, para entonces, ya escaseaba en la celebración nupcial.
Los primeros pasos de Jesús tuvieron mucho de enseñanza para aquellos discípulos que todo dejaron para seguirle. Si el discípulo amado siguió, a la voz del Bautista, al cordero de Dios, el resto de sus compañeros de viaje espiritual no dudaron en no mirar hacia atrás y dejaron, cada cual según su oficio u ocupación, la tarea que hasta entonces les había hecho ganar la vida para hacer lo propio con la eterna haciéndose pescadores de hombres.
Hemos procedido como Dios nos ha dado a entender, en el buen sentido de la palabra, en el quehacer misterioso pero real de Jesús, Dios entre nosotros que es lo que, de una forma o de otra, ha marcado la historia sucesiva del hombre y ha cumplido lo que de Él recogía lo que denominamos Antiguo Testamento y que no es más, ni menos, que la manifestación, por escrito, de la inspiración del Espíritu Santo en manos de sus autores y que, por eso mismo de ser anticipación de la venida de Cristo, es Verdad con Él.
No es menos cierto, por otra parte, que los primeros pasos de Cristo en compañía de sus discípulos, no están exentos de aprendizaje por parte de los mismos. Por eso, en tanto en cuanto no eran capaces de asimilar la doctrina de perfección de la Ley de Dios que había venido a transmitir el Maestro, no cejaron en tratar de llevarse a sus corazones la impresión de que los momentos que estaban viviendo eran algo más que el hecho de acompañar a una persona especial porque, al menos eso sí pudieron comprender, no les quiso engañar al decirles que tenía palabras de vida eterna y que, si prestaban atención, a lo mejor eran capaces de fijar en su alma algunas de ellas.
A partir de ahora, pues les dejamos con un acercamiento, seguramente personal pero no por eso ajeno a mi prójimo, de lo que Jesús supuso, ya entonces, para los que todo dejaron de lado para seguirlo y se hace la recomendación de sentirse como inmerso en las diversas situaciones a las que se va a hacer referencia para aprehender, de primera mano, lo que pudieron sentir aquellos que escuchaban a Jesús y hacer, de su enseñanza, una perfecta forma de vida.
Al fin y al cabo, el camino que recorrió el Hijo de Dios es el mismo que nosotros debemos anhelar recorrer. Es más, el destino del mismo, la vida eterna, es exactamente el mismo.
9. (3) .- Conformados a Cristo - La verdadera Ley
Cumpliendo con la Ley, como siempre hiciera, Jesús acude a Jerusalén para celebrar la Pascua, fiesta fundamental de la religión judía en la que se llevaban a cabo todas las ceremonias correspondientes en recuerdo de hechos históricos y en la que la presencia de Dios se pretendía esencial.
Sin embargo, y como también dijera Él mismo, su relación con la Ley era de algo más que mero cumplimiento, había venido para hacer que la norma de Dios se ejerciera de forma efectiva, es decir, como Abbá creía que debía ser y para lo que la había establecido.
El Templo era lugar de culto, y como tal, tenía delimitadas zonas para diversos tipos de personas, fueran judíos o gentiles los que allí acudían. Y era en el patio de estos últimos donde se habían establecido los negociantes que, con sus puestos, llenaban sus bolsillos con las economías de los que acudían a ese lugar sagrado.
Sin embargo, el hecho de que el Mesías la emprendiera a golpes, cosa tan poco usual en Él, con algo, era debido, por una parte, a la circunstancia del lugar donde se llevaba a cabo aquella labor y por otra, y sobre todo por otra, ya que el acento lo ponía en el porqué de aquel negocio, es en lo que habían convertido al Templo.
En cuanto al lugar, está claro que la ocupación del que era destinado a los gentiles privaba, a estos, de la posibilidad de acudir a ese espacio e, incluso, de acercarse a la Ley de Dios. El caso es que el mismo hecho de no permitir aquello era lo que a Jesús le sacaba de su manso juicio. Él, que había encontrado, muchas veces, en los gentiles, mayor fe que en los propios israelitas (Mt 8, 10-13, que es el caso del centurión que pidió curación para un criado suyo, a cuya petición, y en la forma como la hizo respondió Jesús aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande) no podía permitir que se dispusiese, de esa forma de la casa de Dios.
Pero, quizá, lo que más enervó a Jesús de lo que vio en el Templo, fue el hecho de que la concepción de la fe que habían llegado a formarse sus contemporáneos, no estuviese de acuerdo con lo que debería ser correcta interpretación de la misma. El caso es que el panorama que pudo contemplar: cambistas que posibilitaban, a extranjeros, el uso de la moneda válida allí (seguramente con usura en el cambio), vendedores de animales para sacrificios (más que probablemente con precios abusivos aprovechando la casi obligatoriedad de compra de esos animales en ese lugar sagrado) y para las ofrendas a Dios, etc., le debió producir una sensación tan extraña a su amor al Padre y lo que Éste quería que no pudo evitar esa reacción. Si dijera id, pues, a aprender qué significa aquello de “Misericordia quiero, que no sacrificio” (Mt 9, 13) refiriéndose al texto de Oseas (6,1-6) que decía porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos, era porque sabía que la voluntad de Dios era muy otra a la que hacía que sus semejantes actuasen como lo hacían: unos con claros intereses económicos, beneficiándose de todo lo que rodeaba al Templo; otros atrapados por la Ley que, tras su interpretación, había tergiversado su sentido verdadero y avocaba a tal comportamiento.
Es por esto que cuando sus discípulos recordaron aquel texto del Antiguo Testamento sobre el celo de tu casa (Salmo 69, 10) no hicieron más que confirmar, otra vez, que en aquellas Sagradas Escrituras, su figura, la figura del Mesías, ya estaba contemplada y que, ahora, sólo se hacía real lo que allí estaba latente.
Por otra parte los judíos, sus hermanos en la fe, siempre preocupados por lo material y lo tocable, demandan un signo, una señal, algo que les haga ver, o mejor dicho, entender, que lo que hacía y decía tenía sentido, un sentido que estuviera de acuerdo a las convicciones que se habían formado de la Ley de Dios.
Y Jesús, conocedor del futuro inmediato, les contesta con una frase enigmática para ellos, como no podía ser de otra forma, ya que su interpretación de la Ley, ciega y con la univocidad de lo constatable en sus entrañas, no les hace posible entender mejor.
La extrañeza de aquellos que oían sus palabras hemos de pensar que debió de ser grande. Que Jesús afirmara que volvería a levantar el Santuario en tres días sin especificar a qué se refería debió de hacer pensar a muchos que no estaba en sus cabales. Sin embargo, como el mensaje del Mesías era, o estaba, muchas veces, impregnado de misterio, que aquello se produjera era, si lo pensamos, lo más lógico.
El caso es que Marcos, a modo explicativo, clarifica el sentido de las palabras del Jristós (enviado, en griego): el hablaba del Santuario de su cuerpo. Claro está que el evangelista, escribiendo después de acaecido todo, ya era conocedor de la verdad y que su apoyo en los hechos sucedidos en su última Pascua, entre nosotros, sirven de ratificación de lo dicho por Jesús.
Y aquí, como tantas otras veces, tenemos materia para el comentario.
Como para confirmar esto de que el cuerpo de Jesús era Santuario, Pablo dice aquello de ¿o no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? (1 Cor 6, 19) con lo que viene a apoyarse en lo que dijo el Maestro en aquella ocasión y nos posibilita una consideración que uniría la concepción del hombre compuesto de cuerpo y espíritu como más cercano al espíritu. Esto lo decimos porque si el espíritu es eso y el cuerpo es su templo, es cierto que la destrucción voluntaria del cuerpo traerá consigo la del espíritu ya que, destruido el espacio donde mora como templo, su final, en la persona, está asegurado. Esto debe ser una llamada al buen trato, o no maltrato, que hemos de darle al aspecto físico de nuestra vida conociendo, tras lo dicho y sabido, que nuestro dulce huésped no merece ser alejado en fosa de miseria y herrumbre.
Que tuviera que producirse la resurrección de Cristo, acontecimiento tremendo si lo pensamos detenidamente, para que los que habían oído lo que dijo sobre su muerte y los efectos de la misma (como, por ejemplo, el levantamiento, en tres días, de ese Santuario) no era más que la confirmación de la naturaleza propia de aquel pueblo: constatación, con hechos, equivalía a demostración de lo dicho (recordemos, aquí, a Tomás y a su mano, metida en el costado del resucitado…). Tan sólo así se produjeron dos hechos: los discípulos, primero, se acordaron de lo que dijo y, luego, y como consecuencia de la resurrección de entre los muertos, creyeron en las Escrituras y en las palabras de Jesús. Es decir, que sólo en ese caso, y sucediendo lo que sucedió, les permitió aceptar dos cosas: que las Sagradas Escrituras, hoy llamadas Antiguo Testamento, presentaban al Mesías como ellos lo habían visto y que, por otra parte, y en segundo lugar, que las palabras del Mesías eran ciertas, confirmándolo todo.
Esto, y por muchas otras cosas más permitió, o facilitó, a sus semejantes, creer que era el Emmanuel, Dios entre nosotros, pues creyeron en su nombre.
Ante esto, Jesús, dotado de gracia divina y de un conocimiento que iba, y va, más allá de todo lo conocido, pues era Dios y, por tanto, sabedor de la naturaleza y comportamiento de sus contemporáneos y hermanos, no las tenía todas consigo. Por eso predicó acerca de su futuro y mostró, ante los oídos incrédulos de sus oyentes, que todo lo que iba a suceder ya estaba escrito y, por eso, debía de cumplirse la voluntad de Dios, a lo que parece, con la ayuda inestimable de todos.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Cristo caminó por el mundo con ansia de decirnos que debíamos seguirlo.
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Para leer Fe y Obras.
Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.
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