Serie “Caminando con Jesucristo” - 6 - 2- El reino de Dios - Yo vengo con la Verdad
Muchas son las veces que se han hecho comentarios o meditaciones a los Evangelios; muchos los autores, entre ellos santos y otros estudiosos que han dedicado su atención al contenido de determinados momentos de la vida pública de Jesucristo, Dios que, encarnado, vivió entre nosotros.
Así, quien surgió del Jordán glorioso y aclamado por su Padre para, de forma inmediata, adentrarse en el desierto de las tentaciones del Maligno y surgir liberado de tan nigérrimo yugo dio más que motivos para que, a lo largo de los siglos muchas páginas se hallan escrito sobre aquellos acontecimientos claves para la historia de la humanidad.
Cristo, aclamado como quien tenía que venir en su entrada gloriosa en Jerusalén en el inicio de su Pasión es el mismo que, años antes, acudiera con sus primeros discípulos a la boda de Caná. Allí su madre, María esposa de José, le conminó a que dejase su anonimato y acudiera en rescate de aquellos sus primeros beneficiados con el hacer de su corazón; allí también se sometió a su autoridad al convertir aquellas tinajas en el vino que, para entonces, ya escaseaba en la celebración nupcial.
Los primeros pasos de Jesús tuvieron mucho de enseñanza para aquellos discípulos que todo dejaron para seguirle. Si el discípulo amado siguió, a la voz del Bautista, al cordero de Dios, el resto de sus compañeros de viaje espiritual no dudaron en no mirar hacia atrás y dejaron, cada cual según su oficio u ocupación, la tarea que hasta entonces les había hecho ganar la vida para hacer lo propio con la eterna haciéndose pescadores de hombres.
Hemos procedido como Dios nos ha dado a entender, en el buen sentido de la palabra, en el quehacer misterioso pero real de Jesús, Dios entre nosotros que es lo que, de una forma o de otra, ha marcado la historia sucesiva del hombre y ha cumplido lo que de Él recogía lo que denominamos Antiguo Testamento y que no es más, ni menos, que la manifestación, por escrito, de la inspiración del Espíritu Santo en manos de sus autores y que, por eso mismo de ser anticipación de la venida de Cristo, es Verdad con Él.
No es menos cierto, por otra parte, que los primeros pasos de Cristo en compañía de sus discípulos, no están exentos de aprendizaje por parte de los mismos. Por eso, en tanto en cuanto no eran capaces de asimilar la doctrina de perfección de la Ley de Dios que había venido a transmitir el Maestro, no cejaron en tratar de llevarse a sus corazones la impresión de que los momentos que estaban viviendo eran algo más que el hecho de acompañar a una persona especial porque, al menos eso sí pudieron comprender, no les quiso engañar al decirles que tenía palabras de vida eterna y que, si prestaban atención, a lo mejor eran capaces de fijar en su alma algunas de ellas.
A partir de ahora, pues les dejamos con un acercamiento, seguramente personal pero no por eso ajeno a mi prójimo, de lo que Jesús supuso, ya entonces, para los que todo dejaron de lado para seguirlo y se hace la recomendación de sentirse como inmerso en las diversas situaciones a las que se va a hacer referencia para aprehender, de primera mano, lo que pudieron sentir aquellos que escuchaban a Jesús y hacer, de su enseñanza, una perfecta forma de vida.
Al fin y al cabo, el camino que recorrió el Hijo de Dios es el mismo que nosotros debemos anhelar recorrer. Es más, el destino del mismo, la vida eterna, es exactamente el mismo.
6. -2- El reino de Dios - Yo vengo con la Verdad
Jesús continúa su labor. Es de suponer que iba con sus recientes discípulos, y así “llegan a Cafarnaúm” (en hebreo Kfar Nahum). Esta ciudad se encuentra en la orilla noroeste del Lago Kinéret (el Mar de Galilea), 2,5 Km. Al noreste de Tabgha y a unos 15 Km., al norte de Tiberíades, donde descansa algunos días.
Como diría el Mesías que no penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas sino a dar cumplimiento (Mt 5, 17), nada mejor que acudir al lugar donde tenía expresión natural ese hacer lo que la Ley indicaba: la sinagoga, lugar de culto, reunión y difusión de la norma de Moisés y del resto de Sagradas Escrituras.
Pero, además, el hecho de ir a la sinagoga era, para Jesús, un medio directo y práctico de hacer explícita su enseñanza; era, como dijo, el dar verdadero cumplimiento a la Ley de Dios. Porque allí no se limitaba, sobre todo, a leer los textos disposición de los asistentes. Allí enseñaba, es decir era rabbí (maestro).
Y como enseñar es transmitir lo que se sabe, aprendido y aprehendido lo mejor posible, su enseñanza, derivada directamente de su naturaleza divina, no podía ser otra que la verdadera Palabra de Dios. De ahí que lo hiciera con “autoridad”, pero no sólo con autoridad, sino “como quien” la tenía. Tal expresión, como quien, determina, claramente que otros no la tenían. Estos, los escribas, eran percibidos, incluso por muchos de sus oyentes, como presuntos entendidos en la Ley de Dios. Y digo “entendidos” porque parece que sólo enseñaban con potestas, es decir, con potestad, derivada de su situación social y jurídica. Sin embargo, esa superioridad legal no lo era moral para muchos ya que, casi con toda seguridad, en su vida no había total concordancia entre lo que decían y lo que hacían.
Sin embargo, estas primeras apreciaciones de aquellos que oían a Jesús, este enseñar con autoridad, ya determinaba, a las claras, una conducta correcta, una actitud de vida que concordaba, aquí sí, con lo que salía de su boca, que era lo que salía de su corazón, no obstante era la boca de Dios.
Vemos, pues, que Jesús, por una parte, para no ser tachado de contrario a la Ley, como no podía ser de otra forma, y como él mismo dijo, cumple con el precepto del sábado de acudir a la sinagoga. Pero, para no desmentirse a sí mismo, para hacer explícito quien era, da a la Palabra de Dios (entonces contenida en las Sagradas Escrituras y que hoy llamamos, más en concreto, Antiguo Testamento) un significado no distinto en cuanto a la verdad, sino exacto y verdadero y, en todo caso, contrario al que le daban en ocasiones los “sabios” judíos. De aquí ese como quien tiene autoridad, pues bien sabían sus oyentes, con toda seguridad personas sencillas del pueblo y dotadas de ese “instinto” de autenticidad en el comportar de quien enseña (aunque, claro, también habría escribas y fariseos) que suple al conocimiento de lo enseñado, que esa forma de transmitir les llegaba, que era así como ellos querían que fuese su enseñanza.
De ahí su sorpresa del que luego diremos algo.
Jesús no tenía, únicamente, un frente en el que luchar: el de la Palabra, el de la difusión de la Verdad, el del convencimiento oratorio, sustentado en parábolas y en el dominio de las Sagradas Escrituras. Jesús era, también, obra, Jesús también había de convencer con los hechos, y no sólo de comportamiento, de, llamemos, unidad de vida (entre lo que se dice y lo que se hace: si dice que es manso, lo ha de ser; si dice que es humilde, lo ha de demostrar, etc.).
Por otra parte, un tema muy cercano a todos nosotros, que lleva inscrito la humanidad en su propia naturaleza, es la lucha del bien contra el mal. Esto es algo tan obvio que no es necesario que alargue más el tema: ahí tenemos a Caín y a Abel, desde entonces; es más, desde sus propios padres, tentados por el incumplimiento de la voluntad de Dios, no nos ha abandonado esta dualidad tan real para el hombre pero de la que a veces hemos sacado buenas lecciones para el futuro. Y digo esto porque es la sinagoga, también aquí, donde se da uno de estos casos con los que el Mesías tuvo que enfrentarse: el maligno poseyendo almas de personas, abocándolas al desastre espiritual y, muchas veces, físico, queriendo destruir lo que toca.
Sin embargo, el mal, constituido por ese espíritu inmundo que posee ese hombre reconoce el poder que ostenta Jesús. No pregunta quién es porque lo sabe: el santo de Dios; pregunta qué ha ido a hacer allí. Lo que hemos de entender es que esa pregunta viene determinada a que Jesús haga efectiva la misión para la que se ha encarnado. Al fin y al cabo lo que podemos ver es que Cristo, dotado de un poder, el poder de Dios, es consciente de su naturaleza, también divina, y ha de manifestarla, cumplir la voluntad del Padre, hacer patente su dominio, también, en ese lado del hombre. Sobre todo en ese que es el que separa al hijo –hombre- del Padre –Dios-.
Jesús, así, cuando ordena, severamente, al espíritu, salir de su posesión no hace más que reivindicar la propiedad de la persona: es de Dios, y por lo tanto, ese estado transitorio de enajenación espiritual (es enajenación en el sentido de que es a otro a quien se le entrega el alma) ha de cesar con su presencia. O, lo que es lo mismo, la Palabra puede delimitar una existencia alejada de esa malicia y de esa oscuridad en la que podemos encontrarnos bien por haber abandonado a Dios o, sencillamente, por no querer acercarnos, conscientemente, al Padre.
La respuesta de Jesús es: sí, he venido a destruiros, pues vuestro poder no ha de prevalecer sobre el mundo; yo, que soy el Santo de Dios, como dices, y por eso yo, que hago el bien y, tú, que eres el mal, no has de prevalecer, porque está escrito. No, no tenéis nada conmigo y sí contra mí.
Permítannos utilizar un símil que bien puede servir para acercarnos, de modo didáctico, a la comprensión de esta situación. A modo de estructura transmisora de una realidad (como puede ser una narración novelada o una obra de teatro) los 28 versículos del capítulo 1 de este evangelista presentan lo siguiente: una presentación en la que se llega a Cafarnaúm y se produce un primer asombro por lo que dice Jesús; un nudo en el que tiene lugar la desposesión del espíritu maligno del cuerpo del hombre y un desenlace, en el que se afirma lo dicho en la presentación y, una vez descubierta la doctrina del Mesías se deja caer que su fama abarcó toda Galilea.
Ahora vayamos con lo sorprendente.
¿Qué sería lo que causaba tanto asombro a los oyentes de Jesús en la sinagoga?
Muchos eran los que, seguramente, hacían mención de textos sagrados en aquel mismo lugar; muchos eran los que, llevados de la inspiración del Espíritu Santo, clamaban por el bien del hombre dando explicación de la Ley de Dios.
Sin embargo, algo había en la persona de Jesús, algo que llenó los corazones de los presentes. Y no se manifestaron a sí mismos, interiorizando un ánimo alterado. No. Se preguntaban unos a otros. No fueron meros receptores de la Palabra. No. Surgió, entre ellos, el diálogo. Fue más allá de sus personas su pensamiento.
Y así, como primera conclusión, podemos apreciar el benéfico impulso de Cristo: su Verbo transmite, cuando se recibe adecuadamente y con corazón abierto, la necesidad de comunicación (recordemos a la samaritana en el pozo de Sicar, recogido en Jn 4, 1-43, que, rauda, y dejando el cántaro, corrió, presa del entusiasmo de haber encontrado al Mesías, a contárselo a sus vecinos). Su Verbo es Palabra que irradia, extendiéndose a todos los que quieren encontrar luz en el camino de su vida.
Pero queda, aún, la confirmación (en ese desenlace del que hablaba antes) de lo que para los le escuchan suponía aquello que Jesús decía. Esto, la doctrina del Maestro, era considerada como nueva. Pero esa novedad no podía serlo en el sentido de ruptura con la Ley de Dios (pues si así lo hubiera sido los mismos oyentes lo habrían intuido y, seguro, denunciado). Esa novedad sólo lo era en cuanto a que, en sus palabras, encontraban otra “forma” de decir lo que habían oído tantas veces, o lo que es lo mismo, idéntico contenido de las sagradas palabras les parecían verdad, real, no simuladas.
Y esa simulación, o pretender hacer ver que otros han de aceptar lo que se dice por la autoridad social que se ostente, no era lo que apreciaban en el Mesías. Porque, como he dicho antes, lo que dice lo refrenda con los hechos. No sólo enseña, teóricamente hablado, una doctrina que, para ellos, es nueva, sino que manda a los espíritus inmundos. Esta facultad de poder manifestar determinada voluntad a quien todos consideran especies que no son de este mundo, perjudiciales para ellos en su sentido más práctico y que estos le obedezcan (no porque Jesús sea el Príncipe de las tinieblas, como dijeran para acusarlo sus enemigos, sino por todo lo contrario) es lo que, al fin y al cabo, más asombra a las personas que oyen sus palabras. De una doctrina nueva, de una autoridad expuesta con franqueza sólo puede derivar el control sobre lo que es contrario a esa autoridad y a esa doctrina.
La sorpresa es, pues, justificada, pues no sólo ordena a la inmundicia sino que, ésta, le obedece. Esa obediencia causaría tal estupor, o asombro, que no es de extrañar que el resultado fuera la difusión de sus actos a toda la zona circundante. Galilea recibía su fama y lo que decía ésta era, por una parte, terrible para los detentadores del poder espiritual (porque se trataba de una verdadera interpretación de la Ley de Dios; era, por otra parte, la única real y posible en su boca y hechos) y, era, por otra, esperanzadora para todos aquellos que deseaban, anhelaban más bien, el advenimiento del esperado, de quien tantos profetas, cuyos textos muchos sabrían de memoria, habían dado noticia.
Y eso, para los sencillos que lo descubrieron, era algo nuevo, pero tan antiguo, como su misma fe.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa.
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Cristo caminó por el mundo con ansia de decirnos que debíamos seguirlo.
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Para leer Fe y Obras.
Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.
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