Serie "De Jerusalén al Gólgota" - II. Las caídas de Cristo
Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.
Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.
Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:
“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)
Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.
Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.
El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.
Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.
Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.
De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.
Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.
Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.
Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.
II - Las caídas de Cristo
Podemos imaginar, después de la oprobiosa flagelación, daño inmerecido y venganza de hombres; podemos imaginar cómo, con esa tristeza de saberse zaherido, insultado, menospreciado por sus semejantes; podemos imaginar, habiendo soportado la desazón de quien se siente traicionado pero perdona, la destrucción del recuerdo de los otros, la vergüenza de Pedro con sus noes; podemos imaginar, pensar, incluso, cómo estaría su corazón, no sólo herido de muerte física; cómo se debatiría, atribulado, con ese cáliz que soportaba como acariciando la rúbrica con la que el hombre se sentenciaba en un adiós del que sólo regresaría con una voluntad firme de enmienda de ese error.
Si bien en los Evangelios no se recoge el hecho mismo de que Jesús cayera al suelo en su particular calvario hacia el Gólgota, no es descabellado que sucediera así.
En primer lugar, el análisis de la Sábana Santa determina que hay heridas en lugares muy concretos del cuerpo de Nuestro Señor como son, por ejemplo sus rodillas. Y se trata de heridas que sólo pudieron producirse de haber caído violentamente al suelo por el peso de la cruz. Otras heridas, por ejemplo, en la nariz, en los pómulos o en la frente tampoco se pudieron producir mediando golpes porque para causar tales heridas deberían haber sido muy exagerados. No. Todo apunta a que, en efecto, Jesucristo cayó varias veces en aquel ensangrentado camino.
Pero hay algo más que apunta a que, en efecto, cayó. Es el caso de Simón de Cirene. Y es que si le obligaron a llevar la cruz era porque aquel hombre, a quien habían condenado de una forma tan ilegal e injusta, no podía cargar con el peso que llevaba y era más que posible que muriera antes de llegar al lugar del último suplicio. Y eso, aquellos soldados, por posibles represalias de sus superiores, no se lo podían permitir.
Por eso Jesús, que carga con un peso mucho mayor que el de la madera que le han puesto sobre los hombros porque es el peso de los pecados de todos los hombres, no puede resistir más. Y cae.
Al menos la tradición recoge tres caídas. Es decir, al menos cayó tres veces (aunque seguramente pudieron ser más) y a las tales las tenemos por tan ciertas como aquella Pasión por la que estaba pasando el Cristo.
El caso es que podemos intentar trazar una especie de relación entre aquellas caídas y otras realidades espirituales que son muy importantes para los hijos de Dios. A lo mejor podemos comprender mejor las razones por las que cayó Cristo al suelo y, al menos, tres veces.
Por ejemplo, arriba hemos dicho que Jesús cargaba con nuestros pecados. Entonces, cargaba con las causas esenciales de los mismos que son, a saber, el demonio, el mundo y la carne. Estos tres instrumentos que el Mal pone en nuestro camino, hicieron que, a lo largo de la historia, el peso que Cristo debía soportar llevando la Cruz fuera más que elevado y, más que grande… insoportable.
Y sobre esto, sobre aquellas tres caídas, no podemos olvidar un gran peso en el alma que debió cargar Jesús: las negaciones de Pedro acerca del conocimiento que tenía de su amigo y Maestro Cristo. También fueron tres y, podemos decir, que le hacían caer cada una de ellas bajo el peso del olvido y de la negación.
Por último, también fueron tres los días que Jonás estuvo en el vientre del pez. Luego, aquellos tres días supusieron otras tres conversiones de parte de aquel que no quería escuchar que Dios le dijese que debía predicar en Nínive. Y a cada una de ellas, a cada una de aquellas conversiones, Cristo responde con una caída: caer y levantarse, bajar a los infiernos de la negación de Dios y vuelta a creer en el Todopoderoso. Y es que Jesús una vez diría que allí había, refiriéndose a Él mismo, alguien que era más que Jonás (cf. Lc 11, 32).
Sobre esas tres caídas, la Beata Ana Catalina Emmerich, en “La amarga pasión de Cristo”, nos dice esto acerca de las mismas:
Primera caída:
“La calle, poco antes de su fin, torcía a la izquierda; se ensanchaba un poco, e iniciaba una cuesta. Había por allí un acueducto subterráneo, que venía del monte de Sión. Antes de la subida había un hoyo que, cuando llovía, con frecuencia se llenaba de agua y lodo, por cuya razón habían puesto una piedra grande sobre él para facilitar el paso. Cuando Jesús llegó a este sitio, ya podía andar. Pero, como los verdugos tiraban de él y lo empujaban sin misericordia, se cayó a lo largo contra esta piedra, y la cruz cayó a su lado”.
Segunda caída:
“Pasaron los fariseos a caballo, después el chico que llevaba la inscripción; detrás de éste su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado, bajo la pesada carga de la cruz, inclinada su cabeza coronada de espinas. Echó una mirada de compasión sobre su Madre, tropezó y cayó por segunda vez sobre sus rodillas y manos.”
Tercera caída:
“Tras recorrer un tramo más de calle, la comitiva llegó a la cuesta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella había una plaza abierta de la que partían tres calles. En esta plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó: la cruz se deslizó de su hombro y quedó a su lado, y ya no se pudo levantar.”
Por cierto, sobre el número de caídas de Jesús, la citada Beata Catalina cita en su libro hasta siete caídas (la última de ellas en la misma roca del Calvario) lo cual, como es de imaginar, no es tan extraño según era el devenir físico del Hijo de Dios.
Soldados que llevan a Cristo hacia el Calvario
Ellos cumplen con su deber. Les ordenan acompañar, llevar, a un ajusticiado a darle muerte y ni siquiera se plantean si eso está bien o mal. Eso es cosa de otros, sus superiores. Les basta con asentir, coger las armas y pertrechos de la crucifixión y caminar hacia donde se ha dictaminado debe morir aquel reo en compañía, les dicen, de otros dos que, además, eran ladrones. Para nada, por eso mismo, van a dudar acerca de que hacen lo que deben y van a dormir más que satisfechos de ser tan buenos soldados del Imperio. Es más, sólo uno de ellos saldrá de aquello verdaderamente cambiado para el bien de su alma y de todo su ser de hombre.
Lo que Cristo tiene por bueno y mejor
No se deberían extrañar que haya caído unas cuantas veces. Soy Dios pero, ahora como hombre, camino cansado porque me han inferido un terrible daño. La sangre que he perdido la he dado porque he querido y, además, para la salvación del mundo pero, humanamente hablando, lo estoy pasando más que mal.
Cada una de las veces que he caído me he preguntado si, en realidad, comprenden lo que están haciendo. Sí, ciertamente, los soldados no pueden hacer otra cosa pero, los demás, los que miran cómo voy y no echan una mano… esos parece que no han comprendido nada de lo que les he dicho. Incluso, a lo mejor, se ponen del lado del poderoso fariseo y del invasor romano (¡qué curioso que en esto estén de acuerdo ambos!) y, al unísono, me califican de traidor al imperio y a lo que tienen por Ley de Dios siendo, como es, trasunto de los hombres.
Deberían saber que caigo porque me pesan muchas cosas. Y no me refiero a la Cruz a la que, por cierto, he besado varias veces en cuanto me la han puesto en el hombro porque sé que es instrumento de salvación eterna y de redención. No. Me refiero a lo que supone que esto me pese tanto. No se trata de que la madera pese más de cincuenta quilos sino que el peso es innumerable, dramáticamente inmenso, si hablamos de los pecados que, a lo largo de la historia de mis hermanos los hombres, han ido cayendo de su lado.
Sí, ciertamente pesa mucho todo aquello que se ha dicho y hecho contra Dios. Mi Padre, que es muy bueno (muchas veces he pensado que demasiado bueno y comprensivo) lo ha perdonado todo pero han sido tantas las aberraciones cometidas, incluso, en su nombre o, simplemente, en nombre del hombre o de la humanidad entera, que nadie puede imaginar lo que llevo de peso en la espalda. Me pesa mucho más que estos palos que me han colocado. Ellos nada son al lado de lo mal que se han hecho las cosas pudiéndolas hacer bien. Y por eso caigo aunque, casi estoy seguro de eso, muchos pensarán que se trata tan sólo de los latigazos y la flagelación. ¡Si supieran que eso es un daño material y lo que verdaderamente importa es el espiritual!
De nosotros mismos a Cristo
¡Siento tantas veces haberte puesto la zancadilla, hermano Cristo! ¡Sí! Te he puesto la zancadilla cada vez que se la he puesto a mi prójimo y hermano. Cada vez que no he aceptado al otro he hecho lo mismo que aquellos que tiraban de Ti y te hacían caer he hecho eso. Incluso, a veces, me he quedado mirando cuando mi prójimo ha caído y no ha podido levantarse. He omitido, por eso mismo, el deber de hermano con otro hermano y por eso te pido perdón, Jesucristo.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Hay un camino que recorrió Cristo que nos salvó a todos.
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Esa es su enseñanza y nuestra fuerza... ¡que lo hicieron caer, no cayó él!
Y se levantó. Una y otra vez.
Hasta vencer.
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