“Una fe práctica”- "¿Por qué ir a Misa?" – ¿Podemos rechazar la Eucaristía?

“La santa Misa alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres ánimas del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, y da más gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las penitencias de todos los solitarios, que todas las lágrimas por ellos derramadas desde el principio del mundo y que todo lo que hagan hasta el fin de los siglos”.

Santo Cura de Ars

Sermón sobre la Santa Misa

 

Seguramente la pregunta que da título a este libro tiene mucho de intríngulis espiritual. No se trata de que se digan, sobre todo, las razones para asistir a la Santa Misa (que también) sino, más bien, de constatar que las hay y hacer hincapié en el hecho de que las haya. 

Es bien cierto que, como uno de los siete Sacramentos que instituyó Jesucristo en su primera venida al mundo, la Eucaristía tiene mucho que decir a quien se siente fiel perteneciente a la Iglesia que fundó el Hijo de Dios y a la que, con el tiempo, se dio en llamar católica. 

“Vayan y prediquen el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15) es el verdadero origen del sentido universal que quería imprimir Jesucristo a la Iglesia que había fundado. Pero fue San Ignacio de Antioquía (30 al 35 AD, muere C 107) quien, sobre el año 107, en su Carta a los Esmirniotas (8,2) dejó dicho que “Donde esté el Obispo, esté la muchedumbre así como donde está Jesucristo está la iglesia católica".  El caso es que si hay discusión acerca de si “católico” quiere decir, en exclusiva, “Universal” o, también, “Verdadera/auténtica” referida a la fe. Sin embargo, existe una creencia mayoritaria que favorece la primera concepción. A tal respecto, San Policarpo, que fue martirizado 50 años después de San Ignacio de Antioquía, hace uso de los dos sentidos y define a San Ignacio como “Obispo de la Iglesia Católica de Esmirna”.

Por otra parte, San Pacián de Barcelona (375) dejó dicho, su Carta a Sympronian,  que “Cristiano es mi nombre, y católico mi apellido. El primero me denomina, mientras que el otro me instituye específicamente. De esta manera he sido identificado y registrado… Cuando somos llamados católicos, es por esta forma, que nuestro pueblo se mantiene alejado de cualquier nombre herético”; San Cirilo de Jerusalén (315-386), en su Catequesis (18, 23) enseñó que “La Iglesia es católica porque está esparcida por todo el mundo; enseña en plenitud toda la doctrina que los hombres deben conocer; trae a todos los hombres a la obediencia religiosa; es la cura universal para el pecado y posee todas las virtudes”. Pero Sería, de todas formas, Santo Tomás de Aquino, quien desarrollaría los elementos de la teología de la catolicidad. Para el Aquinate la Iglesia es universal en tres sentidos: 

1. Se encuentra en todos los lugares (Cf. Rom 1,8), teniendo tres partes: en la tierra, en el cielo y en el purgatorio. 

2. Incluye personas de todos los estados de vida. (Cf. Gal 3,28). 

3. No tiene límite de tiempo desde Abel hasta la consumación de los siglos. 

Pero es ya en los Hechos de los Apóstoles (continuación, en realidad, del Evangelio de San Lucas) donde se recoge, bien pronto, esto (2,42):

 

“Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones”.

El caso es que, desde que Jesús, en aquella Última Cena tan merecidamente recordada, dijera que se le debía recordar según algunos gestos que hizo (partiendo el pan y repartiendo el vino, por ejemplo) no se ha hecho otra cosa por parte de quienes, allí mismo también, quedaron constituidos como sacerdotes de Dios y servidores de los hombres. 

Cuando Jesucristo dijo aquello de “Haced esto en recuerdo mío” (1 Cor 11, 24) estaba, en realidad, estableciendo un claro mandato pues, siendo su presencia real en las especies del pan y del vino aquello, como era e iba a ser, sería algo más que un simple traer al hoy de cada celebración aquello; sería como un hacer real, cierta y presente, la presencia del Mesías. 

En realidad, toda trifulca acerca de la presencia real de Cristo en las especies pan y vino debería haber sido descartada antes de haber empezado. Y es que Jesús, en aquella Cena, no dice, por ejemplo, “esto es como mi cuerpo” y “esto es como mi sangre”. Lo que dice es, exactamente,

 

“Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: ‘Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: ‘Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros’”. (Lc 22, 19-20).

“Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: ‘Tomad, comed, éste es mi cuerpo’. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: ‘Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados’”. (Mt 26, 26-28).

“Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: ‘Tomad, este es mi cuerpo’. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: ‘Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos’”. (Mc 14, 22-24).

De esto hablaremos más tarde pero vale la pena recordar lo que, siendo obvio, ha traído tanta cola a nivel teológico. Y no nos referimos a lo que pudieran ser, digamos, pensamientos católicos o de otro tipo de confesiones sino de la consideración errónea de una verdad tan evidente por parte de creyentes, exclusivamente, católicos. 

Podemos, de todas formas, abundar en el hecho mismo según el cual la Santa Misa es Sacramento crucial (que viene de cruz) para un católico. El caso es que podíamos traer aquí ejemplos muchos de aquellos santos o beatos que han dicho y escrito sobre la importancia de la Santa Misa. Lo deberíamos hacer, y lo vamos a hacer, para que no se pueda decir que en este libro se defiende una tesis (la importancia y necesidad de la Eucaristía para un católico) como algo muy personal. 

San Agustín:

“Cristo se sostuvo a sí mismo en Sus manos cuando dio Su Cuerpo a Sus discípulos diciendo: “Este es mi Cuerpo". Nadie participa de esta Carne sin antes adorarla”

“Reconoce en este pan lo que colgó en la cruz, y en este cáliz lo que fluyó de Su costado… todo lo que en muchas y variadas maneras anunciado antemano en los sacrificios del Antiguo Testamento pertenece a este singular sacrificio que se revela en el Nuevo Testamento". 

San Efrén: 

Oh Señor, no podemos ir a la piscina de Siloé a la que enviaste el ciego. Pero tenemos el cáliz de tu Preciosa Sangre, llena de vida y luz. Cuanto más puros somos, mas recibimos. 

San Francisco de Sales: 

“Cuando la abeja ha recogido el roció del cielo y el néctar de las flores más dulce de la tierra, se apresura a su colmena. De la misma forma, el sacerdote, habiendo del altar al Hijo de Dios (que es como el rocío del cielo y verdadero hijo de María, flor de nuestra humanidad), te lo da como manjar delicioso" 

San Juan Bosco: 

“El objetivo principal es promover veneración al Santísimo Sacramento y devoción a María Auxilio de los Cristianos. Este título parece agradarle mucho a la augusta Reina del Cielo". 

San Juan Eudes: 

“Para ofrecer bien una Eucaristía se necesitarían tres eternidades: una para prepararla, otra para celebrarla y una tercera para dar gracias". 

San Alfonso María de Ligorio: 

“Tened por cierto el tiempo que empleéis con devoción delante de este divinísimo Sacramento, será el tiempo que más bien os reportará en esta vida y más os consolará en vuestra muerte y en la eternidad. Y sabed que acaso ganaréis más en un cuarto de hora de adoración en la presencia de Jesús Sacramentado que en todos los demás ejercicios espirituales del día". 

San Cirilo de Jerusalén: 

“Así como dos pedazos de cera derretidos juntos no hacen más que uno, de igual modo el que comulga, de tal suerte está unido con Cristo, que él vive en Cristo y Cristo en él". 

San Ignacio de Loyola: 

Preparando el altar, y después de revestirme, y durante la Misa, movimientos internos muy intensos y muchas e intensas lágrimas y llanto, con frecuente pérdida del habla, y también al final de la Misa, y por largos períodos durante la misa, en la preparación y después, la clara visión de nuestra Señora, muy propicia ante el Padre, hasta tal grado, que las oraciones al Padre y al Hijo y en la consagración, no podía sino sentir y verla, como si fuera parte o la puerta, para toda la gracia que sentía en mi corazón. En la consagración de la Misa, ella me enseñó que su carne estaba en la de su Hijo, con tanta luz que no puedo escribir sobre ello. No tuve duda de la primera oblación ya hecha" 

El santo cura de Ars, San Juan María Vianney: 

“Si conociéramos el valor de La Santa Misa nos moriríamos de alegría”. 

“Sí supiéramos el valor del Santo Sacrificio de la Misa, qué esfuerzo tan grande haríamos por asistir a ella".

 "Qué feliz es ese Ángel de la Guarda que acompaña al alma cuando va a Misa". 

“La Misa es la devoción de los Santos".

 San Anselmo: 

“Una sola misa ofrecida y oída en vida con devoción, por el bien propio, puede valer más que mil misas celebradas por la misma intención, después de la muerte”.

Santo Tomás de Aquino:

 "La celebración de la Santa Misa tiene tanto valor como la muerte de Jesús en la Cruz". 

San Francisco de Asís:

“El hombre debería temblar, el mundo debería vibrar, el Cielo entero debería conmoverse profundamente cuando el Hijo de Dios aparece sobre el altar en las manos del sacerdote". 

Santa Teresa de Jesús: 

“Sin la Santa Misa, ¿qué sería de nosotros? Todos aquí abajo pereceríamos ya que únicamente eso puede detener el brazo de Dios. Sin ella, ciertamente que la Iglesia no duraría y el mundo estaría perdido sin remedio".

San Alfonso de Ligorio

“El mismo Dios no puede hacer una acción más sagrada y más grande que la celebración de una Santa Misa". 

Padre Pío de Pieltrecina:

“Sería más fácil que el mundo sobreviviera sin el sol, que sin la Santa misa" 

La Misa es infinita como Jesús… pregúntenle a un Angel lo que es la misa, y El les contestará, en verdad yo entiendo lo que es y por qué se ofrece, mas sin embargo, no puedo entender cuánto valor tiene. Un Angel, mil Ángeles, todo el Cielo, saben esto y piensan así". 

San Felipe Neri: 

“Con oraciones pedimos gracia a Dios; en la Santa Misa comprometemos a Dios a que nos las conceda".

San Pedro Julián Eymard: 

“Sepan, oh Cristianos, que la Misa es el acto de religión más sagrado. No pueden hacer otra cosa para glorificar más a Dios, ni para mayor provecho de su alma, que asistir a Misa devotamente, y tan a menudo como sea posible".

 San Buenaventura: 

“La Santa Misa es una obra de Dios en la que presenta a nuestra vista todo el amor que nos tiene; en cierto modo es la síntesis, la suma de todos los beneficios con que nos ha favorecido".

San Andrés Avellino: 

“No podemos separar la Sagrada Eucaristía de la Pasión de Jesús". 

Vemos, pues, que en la creencia de muchos de los mejores de entre los nuestros, la Santa Misa (llamada también Eucaristía) estamos ante un Sacramento básico. Lo es por lo que supone para un discípulo de Cristo que milita en la Iglesia que fundó, la católica; lo es por lo que tiene de luz para quien se sabe hijo de Dios y ha de recibir el alimento celestial que se recibe en la Santa Comunión; lo es por lo que contiene de signo y de realidad; lo es por lo que supone de realimentar nuestra memoria con el recuerdo traído al hoy del sacrificio de Cristo por cada uno de nosotros; lo es por lo que implica para los creyentes católicos saber que entre nosotros se encuentra el mismo Hijo de Dios y que, en el Sagrario, nos está esperando para mantener con nosotros un rato de conversación; y lo es, por fin, porque muestra un camino que seguir, una senda recta que lleva al definitivo Reino de Dios. Digamos, por hacer un símil, que la Santa Misa es como el banderín de enganche diario para que renovemos una realidad tan impresionante, espiritualmente hablando, como la de ser milites Christi. Y eso no es nada fantasioso ni exagerado porque, como dice San Josemaría en “Es Cristo que pasa” (74),

 

“Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones”.

 

Santa Misa, pues, sí; Santa Misa, también, porque sí, porque fundamenta la razón de nuestra fe de la que debemos hablar a tiempo y a destiempo dando razón de nuestra esperanza (Cf 1 Pe 3, 15) y porque merece que así hagamos y actuemos.

 

5 - ¿Podemos rechazar la Eucaristía?

En su libro “La Cena del Cordero”, casi al final del mismo (Capítulo IV de título “El rito hace la fuerza”), escribe Scott Hahn acerca de lo que supone asistir a la Santa Misa y, por eso mismo, la obligación de no hacer dejación de un deber espiritual de tanta importancia. Y nos dice esto que sigue: 

“Ir a Misa es ir al cielo, donde ‘Dios mismo […] enjuagará toda lágrima’ (Apoc 21,3-4). Pero el cielo es mucho más que eso. Es donde nos sometemos a juicio, donde nos vemos a nosotros mismos a la clara luz matutina del día eterno, y donde el justo Juez lee nuestras obras en el libro de la vida. Nuestras obras nos acompañan, cuando vamos al Cielo. Van con nosotros, cuando vamos a Misa. 

Ir a Misa es renovar nuestra alianza con Dios, como en un banquete de bodas… porque la Misa es la cena nupcial del Cordero. Como en una boda, hacemos unas promesas, nos comprometemos a nosotros mismos, asumimos una nueva identidad. Somos cambiados para siempre.

Ir a Misa es recibir la plenitud de la gracia, la vida misma de la Trinidad. Ningún poder del cielo o de la tierra puede darnos más de lo que recibimos en Misa, pues recibimos a Dios dentro de nosotros mismos. 

No debemos subestimar estas realidades. En la Misa Dios nos ha dado su misma vida. No se trata simplemente de una metáfora, un símbolo o un anticipo. Tenemos que ir a Misa con ojos y oídos, mente y corazón, abiertos a la verdad que se nos presenta delante, la verdad que se eleva como incienso. La vida de Dios es un don que tenemos que recibir adecuadamente y con gratitud. Nos da la gracia como nos ha dado el fuego y la luz, que, mal usados, pueden quemarnos o cegarnos. De modo parecido, la gracia recibida indignamente nos expone a un juicio y a consecuencias mucho más graves. 

En cada Misa, Dios renueva su Alianza con cada uno de nosotros poniendo ante nosotros vida y muerte, bendición y maldición. Tenemos que elegir para nosotros la bendición y rechazar la maldición, y tenemos que hacerlo desde el mismo comienzo”. 

En realidad, nadie puede decir que no goza de la Santa Misa a fuerza de no acercarse a un templo católico y gozar de la misma. Es una forma de huir, en efecto, de algo tan importante como es traer al presente actual el sacrificio cruento de Cristo en una celebración incruenta. Ciertamente, nadie que quiera comprender su fe puede hacer eso. Y es que se está perdiendo más de lo que cree que se está perdiendo. Y es por eso, por lo que el P. José María Iraburu, en su libro “Síntesis de la Eucaristía” (Fundación Gratis Date) escribe que la Eucaristía es “prenda de la gloria futura”: 

“’¡Oh sagrado banquete (o sacrum convivium)!, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!’. Como dice esta antigua oración de la Iglesia, la eucaristía es, en efecto, como dice esta antigua oración de la Iglesia, ‘la anticipación de la gloria celestial’ (Catecismo 1402). Es la reunión con Dios y la comunión con los santos. Es, pues, el cielo en la tierra. O si se quiere, es el punto eclesial de tangencia entre la esfera celestial y la esfera terrestre. 

El mismo Cristo quiso que la Cena eucarística fuera entendida también como prenda anticipadora del banquete celestial, ‘hasta que llegue el reino de Dios’ (Lc 22,18; +Mt 26,29; +Mc 14,25). Por eso, ‘cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa, y su mirada se dirige hacia ‘el que viene’ (Ap 1,4). Y en su oración, implora su venida: ‘Marán athá’ (1Cor 16,22), ‘Ven, Señor Jesús’ (Ap 22,20), ‘que tu gracia venga y que este mundo pase’ (Dídaque 10,6)’ (Catecismo 1403)”. 

Por eso, continúa diciendo el P. Iraburu, todo lo que supone la Santa Misa tiene todo que ver con el anhelo principal que todo hijo de Dios ha de tener y que no es otro que la vida eterna que ansía desde que reconoce la filiación divina que le une al Todopoderoso: 

“Cada vez que nos reunimos en la eucaristía debe avivarse en nosotros el deseo del cielo, pues la celebramos ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo’ (oración después del Padrenuestro; +Tit 2,13). Con frecuencia las oraciones de la misa, especialmente las postcomuniones, piden que cuantos celebran aquí la eucaristía, lleguen a participar ‘en el banquete del Reino de los cielos’. La eucaristía, pues, es como una puerta abierta al más allá celestial. Por eso en ella pedimos al Padre entrar ‘en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro’ (PE III, en misa por difuntos). 

‘La creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Porque es en esperanza como estamos salvados’ (Rm 8,22-24). Pues bien, en este tiempo de prueba, paciente y esperanzado, la eucaristía es la anticipación y la prenda más segura de ‘los cielos nuevos y la tierra nueva’ (2Pe 3,13), allí donde, finalmente, ‘Dios será todo en todas las cosas’ (1Cor 15,28)”.

Parece, pues, poco entendible el rechazo de la Santa Misa. Es decir, creemos que carece de sentido, para un católico, manifestarse en el sentido de no asistencia a la Eucaristía bajo pretextos superficiales y peregrinos: son superficiales porque no manifiestan el conocimiento de la total sustancia eucarística; son peregrinos porque se pueden deber a exigencias mundanas que poco tienen que ver con las verdaderas necesidades del creyente católico.                          

Sin embargo, se rechaza muchas veces la Santa Misa porque lo que en ella se recuerda interpela “en exceso” a nuestro corazón y a nuestra realidad egoísta. 

Así, por ejemplo, cuando en la Eucaristía recordamos, con la sola asistencia, que formamos parte de una comunidad católica eso ha de suponer la manifestación de una realidad intrínseca a la misma: como tales miembros debemos auxiliar a nuestros hermanos con aquello que haya menester y de lo que debamos desprendernos. Hacemos efectivo, pues, esto: 

“Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón (Hch 2, 44-46)”. 

Eso que explica muy bien San Lucas en este texto de sus Hechos tiene todo que ver con el sentido que de lo comunitario ha de tener para nosotros la asistencia a la Eucaristía. Y por eso, dada la sociedad hedonista en la que vivimos, se rechaza muchas veces la Santa Misa. 

Pero también es posible sea rechazada la Santa Misa debido a la falta de comprensión de lo que supone, en el fondo, el sacrificio de Cristo. 

Indudablemente resulta muy difícil que hoy se nos pueda exigir (en cuanto a que pueda pasar) un forma similar de morir. Y aunque eso esté sucediendo hoy día podemos decir que no es algo que, de común, se pida a todo católico. 

Pero no queremos referirnos a esto sino a algo distinto que tiene que ver con un principio fundamental que Jesucristo mostró a lo largo de su vida: el servicio, la entrega al prójimo. 

En la Santa Misa hacemos un recordatorio de lo que es la entrega del Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios. Y lo hacemos, como hemos dicho aquí, porque eso es lo que quería Jesús que hiciéramos a partir del momento mismo de su definitiva ausencia del mundo hasta su regreso. 

Eso es, por tanto, lo que queremos destacar: Cristo hizo dejación de su propia vida, se entregó hasta el extremo, se dio a sí mismo para que el género humano, la humanidad toda, pudiera salvarse. 

Eso, podrá decir más de uno, no es exigencia que se pueda cumplir fácilmente. Y es cierto. Sin embargo, sí es posible exigir un comportamiento, al menos, parecido en la intención intrínseca de lo que eso significa: el amor. 

El amor, en boca y hechos de Jesucristo, supone mucho: perdonar a quien nos ofende, echar una mano a quien necesita le sea echada, no causar daños espirituales en nuestro prójimo con la siembra de cizaña, saber comportarse de acuerdo a quien ama a Dios o, en fin, orar por el bien de aquel que necesite oración. 

Vemos, por tanto que no es poco lo que supone estar a lo que quiere Cristo y a lo que manifiesta con una forma de hacer las cosas como la suya. Y es que el Señor no quiere que seamos igual que Él. Y no lo quiere porque sabe que hay una diferencia esencial, de raíz, entre Él y nosotros: nosotros nacemos pecadores mientras que Él fue concebido sin pecado alguno. Por eso lo que pretende el Maestro es que imitemos, al menos, sus comportamientos con aquellos que conocía. Eso supone, por ejemplo, no tener rencor, no odiar, ser caritativo, saber escuchar, etc. 

De tal forma, hacemos como Él quiere que hagamos y como, al fin al cabo, se nos recuerda en cada Santa Misa a la que asistimos e, incluso, aunque no asistamos. Y por eso, precisamente, por eso, también se puede llegar a rechazar la Santa Misa: por falta de responsabilidad espiritual católica. 

Hay, sin embargo, una tercera causa que puede provocar un rechazo de la Santa Misa. Nos referimos, precisamente, a lo último que se dice en ella y que es, en definitiva, el objetivo final de la misma: enviar a los presentes a ser testigos del amor de Cristo y de la Palabra de Dios.

En realidad, el final de la Eucaristía no es más que el principio de una vida verdaderamente católica. En resumen, queremos decir que cuando el sacerdote da por finalizada la liturgia eucarística no dice, por ejemplo, “se ha terminado la Santa Misa” sino que dice (o, al menos, ha de decir) lo que, al fin y al cabo, da nombre a tal celebración: “Ite, missa est”. 

Ciertamente, en el apartado 3 de este libro ya hemos hecho mención a esto. Y es que es más que importante el envío al que procede el sacerdote con cada uno de los asistentes a la Santa Misa. Decir, así, “id y transmitir aquello que hemos escuchado”; también, “el mundo necesita escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra” o, incluso, “Dios así os quiere” puede no estar al alcance de determinados corazones cómodos o de aquellos que tienen de la Santa Misa una visión demasiado obligacionista como para darse cuenta de su sentido final y de la realidad que supone ponerse en manos de Dios a tal nivel que es lo que quiso decir el profeta Isaías cuando escribió  (6,8):

 “Y percibí la voz del Señor que decía: ‘¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?’ Dije: ‘Heme aquí: envíame’”.

En fin. Hemos visto que la Santa Misa puede ser rechaza por tres motivos o, incluso, por tres excesivos razonamientos (cuando la razón mal se lleva con la fe): 

1. El no querer formar parte efectiva de una comunidad.

2. El no querer ser Alter Christus en el mundo. 

3. El no querer ser evangelizadores de hoy mismo, de ahora. 

Pero, como aquí defendemos, no es posible rechazar la Santa Misa. Queremos decir que no es posible no sólo si a nivel  teórico defendemos lo que es conveniente defender sino, en efecto, a nivel práctico. Y es que está muy bien eso decir que es correcto asistir a la Eucaristía (esto es lo teórico) para, el final, no asistir (esto es lo práctico). Y no es por lo contrario de lo que sustenta no asistir: 

1. Porque formamos parte de una comunidad de creyentes que, como piedras vivas, dan forma a la vida ordinaria de la Iglesia católica. 

2. Porque debemos ser verdaderos testigos de Cristo en el mundo y actuar según Él lo haría ahora mismo. 

3. Porque es necesario que el mundo sea evangelizado allí donde no lo esté o se recuerde el Evangelio allí donde antaño había sido muy importante pero que ha ocupado no un segundo plano sino un plano mucho más alejado del primero que le corresponde como realidad espiritual con consecuencias materiales. 

Todo esto, lo que bien podemos llamar causas de la necesaria asistencia a la Santa Misa, es posible pase desapercibido para muchos católicos que, por desgracia, hacen de la celebración dominical un acto del que no gozan tanto como deberían gozar y del que no sacan, por decirlo así, la sustancia espiritual que alimente sus almas. Tales creyentes son como simples sombras de sí mismos que no acaban de discernir qué hacen allí, en la Casa de Dios, si no comprenden mucho de lo que se dice y si, al fin y al cabo, poco van a obtener de su presencia. 

Ciertamente, tal sensación es prueba más que suficiente de que es necesaria una evangelización de la propia evangelización, un volver a la raíz de los tiempos cristianos donde todo era nuevo y todo se esperaba de Jesucristo, el Maestro que se había entregado por cada uno de aquellos otros nosotros; ahora, de nosotros mismos y, mañana, de los que vendrán hasta que vuelva en su Parusía el Hijo de Dios a juzgar a vivos y muertos:

 

“Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).

Eleuterio Fernández Guzmán

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Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Santa Misa; Cristo presente. ¿Se puede pedir más?

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