“Una fe práctica”- "¿Por qué ir a Misa?" – ¿Es que Cristo está presente?
“La santa Misa alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres ánimas del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, y da más gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las penitencias de todos los solitarios, que todas las lágrimas por ellos derramadas desde el principio del mundo y que todo lo que hagan hasta el fin de los siglos”.
Santo Cura de Ars
Sermón sobre la Santa Misa
Seguramente la pregunta que da título a este libro tiene mucho de intríngulis espiritual. No se trata de que se digan, sobre todo, las razones para asistir a la Santa Misa (que también) sino, más bien, de constatar que las hay y hacer hincapié en el hecho de que las haya.
Es bien cierto que, como uno de los siete Sacramentos que instituyó Jesucristo en su primera venida al mundo, la Eucaristía tiene mucho que decir a quien se siente fiel perteneciente a la Iglesia que fundó el Hijo de Dios y a la que, con el tiempo, se dio en llamar católica.
“Vayan y prediquen el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15) es el verdadero origen del sentido universal que quería imprimir Jesucristo a la Iglesia que había fundado. Pero fue San Ignacio de Antioquía (30 al 35 AD, muere C 107) quien, sobre el año 107, en su Carta a los Esmirniotas (8,2) dejó dicho que “Donde esté el Obispo, esté la muchedumbre así como donde está Jesucristo está la iglesia católica". El caso es que si hay discusión acerca de si “católico” quiere decir, en exclusiva, “Universal” o, también, “Verdadera/auténtica” referida a la fe. Sin embargo, existe una creencia mayoritaria que favorece la primera concepción. A tal respecto, San Policarpo, que fue martirizado 50 años después de San Ignacio de Antioquía, hace uso de los dos sentidos y define a San Ignacio como “Obispo de la Iglesia Católica de Esmirna”.
Por otra parte, San Pacián de Barcelona (375) dejó dicho, su Carta a Sympronian, que “Cristiano es mi nombre, y católico mi apellido. El primero me denomina, mientras que el otro me instituye específicamente. De esta manera he sido identificado y registrado… Cuando somos llamados católicos, es por esta forma, que nuestro pueblo se mantiene alejado de cualquier nombre herético”; San Cirilo de Jerusalén (315-386), en su Catequesis (18, 23) enseñó que “La Iglesia es católica porque está esparcida por todo el mundo; enseña en plenitud toda la doctrina que los hombres deben conocer; trae a todos los hombres a la obediencia religiosa; es la cura universal para el pecado y posee todas las virtudes”. Pero Sería, de todas formas, Santo Tomás de Aquino, quien desarrollaría los elementos de la teología de la catolicidad. Para el Aquinate la Iglesia es universal en tres sentidos:
1. Se encuentra en todos los lugares (Cf. Rom 1,8), teniendo tres partes: en la tierra, en el cielo y en el purgatorio.
2. Incluye personas de todos los estados de vida. (Cf. Gal 3,28).
3. No tiene límite de tiempo desde Abel hasta la consumación de los siglos.
Pero es ya en los Hechos de los Apóstoles (continuación, en realidad, del Evangelio de San Lucas) donde se recoge, bien pronto, esto (2,42):
“Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones”.
El caso es que, desde que Jesús, en aquella Última Cena tan merecidamente recordada, dijera que se le debía recordar según algunos gestos que hizo (partiendo el pan y repartiendo el vino, por ejemplo) no se ha hecho otra cosa por parte de quienes, allí mismo también, quedaron constituidos como sacerdotes de Dios y servidores de los hombres.
Cuando Jesucristo dijo aquello de “Haced esto en recuerdo mío” (1 Cor 11, 24) estaba, en realidad, estableciendo un claro mandato pues, siendo su presencia real en las especies del pan y del vino aquello, como era e iba a ser, sería algo más que un simple traer al hoy de cada celebración aquello; sería como un hacer real, cierta y presente, la presencia del Mesías.
En realidad, toda trifulca acerca de la presencia real de Cristo en las especies pan y vino debería haber sido descartada antes de haber empezado. Y es que Jesús, en aquella Cena, no dice, por ejemplo, “esto es como mi cuerpo” y “esto es como mi sangre”. Lo que dice es, exactamente,
“Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: ‘Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: ‘Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros’”. (Lc 22, 19-20).
“Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: ‘Tomad, comed, éste es mi cuerpo’. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: ‘Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados’”. (Mt 26, 26-28).
“Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: ‘Tomad, este es mi cuerpo’. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: ‘Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos’”. (Mc 14, 22-24).
De esto hablaremos más tarde pero vale la pena recordar lo que, siendo obvio, ha traído tanta cola a nivel teológico. Y no nos referimos a lo que pudieran ser, digamos, pensamientos católicos o de otro tipo de confesiones sino de la consideración errónea de una verdad tan evidente por parte de creyentes, exclusivamente, católicos.
Podemos, de todas formas, abundar en el hecho mismo según el cual la Santa Misa es Sacramento crucial (que viene de cruz) para un católico. El caso es que podíamos traer aquí ejemplos muchos de aquellos santos o beatos que han dicho y escrito sobre la importancia de la Santa Misa. Lo deberíamos hacer, y lo vamos a hacer, para que no se pueda decir que en este libro se defiende una tesis (la importancia y necesidad de la Eucaristía para un católico) como algo muy personal.
San Agustín:
“Cristo se sostuvo a sí mismo en Sus manos cuando dio Su Cuerpo a Sus discípulos diciendo: “Este es mi Cuerpo". Nadie participa de esta Carne sin antes adorarla”
“Reconoce en este pan lo que colgó en la cruz, y en este cáliz lo que fluyó de Su costado… todo lo que en muchas y variadas maneras anunciado antemano en los sacrificios del Antiguo Testamento pertenece a este singular sacrificio que se revela en el Nuevo Testamento".
San Efrén:
Oh Señor, no podemos ir a la piscina de Siloé a la que enviaste el ciego. Pero tenemos el cáliz de tu Preciosa Sangre, llena de vida y luz. Cuanto más puros somos, mas recibimos.
San Francisco de Sales:
“Cuando la abeja ha recogido el roció del cielo y el néctar de las flores más dulce de la tierra, se apresura a su colmena. De la misma forma, el sacerdote, habiendo del altar al Hijo de Dios (que es como el rocío del cielo y verdadero hijo de María, flor de nuestra humanidad), te lo da como manjar delicioso"
San Juan Bosco:
“El objetivo principal es promover veneración al Santísimo Sacramento y devoción a María Auxilio de los Cristianos. Este título parece agradarle mucho a la augusta Reina del Cielo".
San Juan Eudes:
“Para ofrecer bien una Eucaristía se necesitarían tres eternidades: una para prepararla, otra para celebrarla y una tercera para dar gracias".
San Alfonso María de Ligorio:
“Tened por cierto el tiempo que empleéis con devoción delante de este divinísimo Sacramento, será el tiempo que más bien os reportará en esta vida y más os consolará en vuestra muerte y en la eternidad. Y sabed que acaso ganaréis más en un cuarto de hora de adoración en la presencia de Jesús Sacramentado que en todos los demás ejercicios espirituales del día".
San Cirilo de Jerusalén:
“Así como dos pedazos de cera derretidos juntos no hacen más que uno, de igual modo el que comulga, de tal suerte está unido con Cristo, que él vive en Cristo y Cristo en él".
San Ignacio de Loyola:
Preparando el altar, y después de revestirme, y durante la Misa, movimientos internos muy intensos y muchas e intensas lágrimas y llanto, con frecuente pérdida del habla, y también al final de la Misa, y por largos períodos durante la misa, en la preparación y después, la clara visión de nuestra Señora, muy propicia ante el Padre, hasta tal grado, que las oraciones al Padre y al Hijo y en la consagración, no podía sino sentir y verla, como si fuera parte o la puerta, para toda la gracia que sentía en mi corazón. En la consagración de la Misa, ella me enseñó que su carne estaba en la de su Hijo, con tanta luz que no puedo escribir sobre ello. No tuve duda de la primera oblación ya hecha"
El santo cura de Ars, San Juan María Vianney:
“Si conociéramos el valor de La Santa Misa nos moriríamos de alegría”.
“Sí supiéramos el valor del Santo Sacrificio de la Misa, qué esfuerzo tan grande haríamos por asistir a ella".
"Qué feliz es ese Ángel de la Guarda que acompaña al alma cuando va a Misa".
“La Misa es la devoción de los Santos".
San Anselmo:
“Una sola misa ofrecida y oída en vida con devoción, por el bien propio, puede valer más que mil misas celebradas por la misma intención, después de la muerte”.
Santo Tomás de Aquino:
"La celebración de la Santa Misa tiene tanto valor como la muerte de Jesús en la Cruz".
San Francisco de Asís:
“El hombre debería temblar, el mundo debería vibrar, el Cielo entero debería conmoverse profundamente cuando el Hijo de Dios aparece sobre el altar en las manos del sacerdote".
Santa Teresa de Jesús:
“Sin la Santa Misa, ¿qué sería de nosotros? Todos aquí abajo pereceríamos ya que únicamente eso puede detener el brazo de Dios. Sin ella, ciertamente que la Iglesia no duraría y el mundo estaría perdido sin remedio".
San Alfonso de Ligorio:
“El mismo Dios no puede hacer una acción más sagrada y más grande que la celebración de una Santa Misa".
Padre Pío de Pieltrecina:
“Sería más fácil que el mundo sobreviviera sin el sol, que sin la Santa misa"
La Misa es infinita como Jesús… pregúntenle a un Angel lo que es la misa, y El les contestará, en verdad yo entiendo lo que es y por qué se ofrece, mas sin embargo, no puedo entender cuánto valor tiene. Un Angel, mil Ángeles, todo el Cielo, saben esto y piensan así".
San Felipe Neri:
“Con oraciones pedimos gracia a Dios; en la Santa Misa comprometemos a Dios a que nos las conceda".
San Pedro Julián Eymard:
“Sepan, oh Cristianos, que la Misa es el acto de religión más sagrado. No pueden hacer otra cosa para glorificar más a Dios, ni para mayor provecho de su alma, que asistir a Misa devotamente, y tan a menudo como sea posible".
San Buenaventura:
“La Santa Misa es una obra de Dios en la que presenta a nuestra vista todo el amor que nos tiene; en cierto modo es la síntesis, la suma de todos los beneficios con que nos ha favorecido".
San Andrés Avellino:
“No podemos separar la Sagrada Eucaristía de la Pasión de Jesús".
Vemos, pues, que en la creencia de muchos de los mejores de entre los nuestros, la Santa Misa (llamada también Eucaristía) estamos ante un Sacramento básico. Lo es por lo que supone para un discípulo de Cristo que milita en la Iglesia que fundó, la católica; lo es por lo que tiene de luz para quien se sabe hijo de Dios y ha de recibir el alimento celestial que se recibe en la Santa Comunión; lo es por lo que contiene de signo y de realidad; lo es por lo que supone de realimentar nuestra memoria con el recuerdo traído al hoy del sacrificio de Cristo por cada uno de nosotros; lo es por lo que implica para los creyentes católicos saber que entre nosotros se encuentra el mismo Hijo de Dios y que, en el Sagrario, nos está esperando para mantener con nosotros un rato de conversación; y lo es, por fin, porque muestra un camino que seguir, una senda recta que lleva al definitivo Reino de Dios. Digamos, por hacer un símil, que la Santa Misa es como el banderín de enganche diario para que renovemos una realidad tan impresionante, espiritualmente hablando, como la de ser milites Christi. Y eso no es nada fantasioso ni exagerado porque, como dice San Josemaría en “Es Cristo que pasa” (74),
“Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones”.
Santa Misa, pues, sí; Santa Misa, también, porque sí, porque fundamenta la razón de nuestra fe de la que debemos hablar a tiempo y a destiempo dando razón de nuestra esperanza (Cf 1 Pe 3, 15) y porque merece que así hagamos y actuemos.
4 - ¿Es que Cristo está presente?
Es bien cierto que la Santa Misa es un gran misterio. Queremos decir que muchos aspectos de la misa, aquello que celebramos (sobre todo) y, en fin, lo que supone, es algo que no alcanzamos a entender en su totalidad.
Esto, dicho así, pudiera parecer una clara manifestación de falta de fe pero es exactamente lo contrario. Y tal es así porque no es posible entender, por ejemplo, el centro mismo de la Eucaristía: ¿cómo es posible que Jesucristo esté en unas especies que, en sí mismas (y antes de la consagración) no son más que un trozo de cereal elaborado en forma de Sagrada Forma y un poco de vino?
Sin embargo, nosotros sabemos que ahí hay algo más. Es más, que está Alguien muy importante para la historia de la salvación. Y aunque de esto estamos seguros por fe no es poco cierto que no deja de ser bastante misterioso. Por eso lo de denominar misterio a la celebración de la Santa Misa.
De todas formas, la centralidad de nuestra fe católica radica, precisamente, en la presencia real de Cristo en las Sagradas Especies pan y vino. Y si el título de este capítulo es el que es no es porque dudemos de que sea tal presencia real sino que queremos manifestar que se han planteado dudas al respecto y es más que conveniente decir que eso no es posible mantenerlo ni sustentar tal tipo de opinión (queremos decir la contraria a tal presencia).
Para tratar de hacer un poco de luz partimos de lo que debemos partir: la Palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras. Y aquí nos referimos a la que contiene el Nuevo Testamento al cual, por cierto, bien podríamos llamar Nueva Alianza por haber sido la que Dios ha hecho con el hombre, su criatura más perfecta, a través de su hijo Jesucristo.
Como es de imaginar esto ya lo hemos traído aquí en alguna ocasión a lo largo de este libro (en la Introducción, por ejemplo). Y es lógico que así sea porque, como decimos, es el aspecto espiritual más importante del que podemos hablar. Y es que Jesús, en un momento determinado de la Última Cena, dijo esto:
“Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: ‘Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros’” (Lc 22, 19-20).
Pero, en otro momento, anterior a la Cena, diría Jesús que:
“Mi carne es comida verdadera y mi sangre es bebida verdadera” (Jn 6, 55).
Pero es que, poco antes, ya había dicho esto:
“Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y la daré para vida del mundo” (Jn 6, 51).
Ciertamente las palabras de Jesucristo no son nada enigmáticas. Queremos decir que hay poco que elucubrar al respecto de las mismas porque el Hijo de Dios dice con toda claridad una serie de realidades espirituales las cuales son el centro de nuestra fe y la verdad suprema.
Así, por ejemplo, nos dice esto:
1. Es el pan, el alimento, que ha bajado del cielo. Por tanto advierte acerca de que ha sido enviado por Dios. Y suponemos que fue enviado para algo.
2. No se puede tener una actitud, al respecto de tal alimento, alejada de lo que significa el mismo. Es decir que Cristo se ofrece pero no obliga a ser aceptado. Por eso no dice algo así como “todos tenéis que comer de mí” sino “el que coma”. Y tal forma de hablar encierra mucho de proposición y nada de obligación.
3. El resultado de aceptar tal alimento no es poca cosa o algo que se pueda tener como poco importante. Y es que el mismo se corresponde con la vida eterna. Es decir, comer a Cristo supone, primero, aceptar lo que se hace y, segundo, saber qué consecuencias tiene eso que se hace.
Pero hay un momento en estas palabras de Jesucristo que nos muestra hasta qué punto es importante tenerlas por cruciales. Y es aquel en el que equipara el pan con su carne.
Jesús sabe que eso que dice ha de sonar, en el oído y en el corazón de sus discípulos, como un golpe muy difícil de digerir. Es más, seguramente alguno de los que le escuchaban pensaban en algún tipo de rito antropofágico que no estaban dispuestos a aceptar aquellos que tenían de la sangre un concepto muy equivocado. Y es que podemos pensar, por ejemplo, qué produciría en aquellos que vivían cerca de aquella mujer que tenía hemorragias y que quiso ser curada por Jesús. Y, por tanto, qué pensarían de aquellas palabras dichas por el Maestro no es difícil de imaginar: nada bueno, voluntad de alejarse de quien eso decía.
Sin embargo, a pesar de tal posibilidad (no imposible en según qué mentalidades judías) Jesús sabe que no puede dejar de decir lo que debe decir. Y lo apuntala un poco después, por si no ha quedado claro aquello de “el pan que yo dará es mi carne”, cuando dice que su carne es “comida verdadera”. Y, por si esto no fuera ya suficiente para ciertas mentalidades añade que su sangre es, también, “bebida verdadera”.
Podemos decir, a este respecto, que si bien el pueblo judío tenía muy claro lo que significaba la sangre también tenía más que claro lo que era la Verdad. Y aquel hombre, aquel Maestro decía que él, en toda su integridad física (cuerpo y sangre) era la “Verdad”.
Muchos (como también pasa hoy) dudaron de la presencia de Jesús en aquel pan y aquel vino. Y lo hicieron porque no comprendieron exactamente a qué se refería:
“Cuando oyeron todo esto, muchos de los que habían seguido a Jesús dijeron: “Este lenguaje es muy duro ¿Quién puede sufrirlo?” (Jn 6, 60).
El caso es que el hecho mismo de que Cristo quedara allí, en aquella comunión de pan y vino, fue algo primordial en la consideración de la fe de sus discípulos. Por eso el evangelizador de los gentiles (el antaño llamado Saulo) escribiría, ya para siempre, esto
“La copa de bendición que bendecimos, ¿No es la comunión con la sangre de Cristo. Y el pan que partimos, ¿No es una comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Cor 10, 16).
“Así pues, cada vez que comen de este pan y beben de la copa, están proclamando la muerte del Señor hasta que venga. Por lo tanto, si alguien come el pan y bebe de la copa del Señor indignamente, peca contra el cuerpo y la sangre del Señor. Por eso, que cada uno examine su conciencia antes de comer del pan y beber de la copa. De otra manera come su propia condenación al no reconocer el cuerpo” (1 Cor 26-29).
Vemos, por tanto, que la presencia real de Cristo en las especies pan y vino tras la consagración es un principio aceptado, valga la redundancia, desde el principio.
De todas formas, no son pocos los que la han defendido en tiempos, a lo mejor, tan difíciles como los que nos tocado vivir. Así,
San Ignacio Obispo de Antioquía en el año 110 D.C. escribe en su Carta a los de Esmirna lo siguiente:
“De la Eucaristía y la oración se apartan (los herejes docetas) por que no confiesan que la Eucaristía es la carne de Nuestro Salvador Jesucristo la que padeció por nuestros pecados, la que por bondad resucito el Padre. Por lo tanto, los que contradicen el don de Dios litigando, se van muriendo. Mejor les fuera amar para que también resucitasen”
O en la carta a la Iglesia de Filadelfia donde dice:
“Esforzaos, por lo tanto, por usar de una sola Eucaristía; pues una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y uno sólo es el cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar, como un solo Obispo junto con el Presbiterio y con los diáconos co-siervos míos; a fin de que cuando hagáis, todo lo hagáis según Dios".
Pero también San Justino Mártir, en su Apología Primera escribe esto:
“Este alimento se llama entre nosotros Eucaristía del cual a ninguno le es lícito participar, sino al que cree que nuestra doctrina es verdadera y ha sido purificado por el Bautismo para perdón de pecados y regeneración…. Es la sangre y la carne de aquel Jesús que se encarnó, pues los Apóstoles y los comentarios por ellos compuestos, llamados Evangelios nos lo transmitieron así…”
Por su parte, San Ireneo, a la sazón Obispo de Lyon, en su renombrada “Adverses Haereses”, dejó dicho esto:
“¿Y como dicen también que la carne se corrompe y no participa de la vida (la Carne) que es alimentada por el cuerpo y la Sangre del Señor? Por lo tanto, o cambian de parecer o dejan de ofrecer las cosas dichas".
De todas formas, no queda ahí la cosa porque dos hermanos nuestros de gran nombre también se vieron en la necesidad de clarifica esto:
Tertuliano (“Contra Marción”):
“Por lo cual, por el sacramento del pan y del cáliz, ya hemos probado en el Evangelio la verdad del cuerpo y la sangre del Señor en contra de la teoría del fantasma propugnada por Marción".
San Agustín:
“Y siendo así que Cristo anduvo en esta carne y nos dio su misma carne para que la comiéramos, nadie puede comer su carne si no la adora, encontramos que como es posible adorar tal escabel de los pies del Señor sin que no sólo no pequemos adorando, sino que pequemos no adorando…”
Sin embargo, y a pesar de la claridad de las palabras aquí apenas traídas, aun hay quien sostiene que Jesucristo hablaba de forma simbólica cuando lo hacía al respecto del pan, del vino y de su cuerpo y su sangre.
Sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía el Beato Dom Columbia Marmion O.S.B. en su obra “Jesucristo, vida del alma” (Ediciones GRATIS DATE, 1993)
“Claramente manifestó Jesús esta intención de su corazón sagrado al instituir este sacramento: ‘Tomad y comed pues éste es mi cuerpo’; ‘tomad y bebed, pues ésta es mi sangre’ (1Cor 11,24; Lc 22,17 y 20).
Si Nuestro Señor quiso quedarse presente bajo las especies de pan y de vino, fue para ser nuestro alimento.— Así, pues, si queremos conocer por qué Cristo instituyó este sacramento a modo de manjar, veremos que, ante todo, lo hizo para mantener en nosotros la vida divina; y luego para que, recibiendo de El esa vida sobrenatural, siempre le estemos unidos. La Comunión sacramental, fruto del sacrificio eucarístico, es para el alma el medio más seguro de vivir unida a Cristo Jesús”.
Por su parte, el P. Romano Guardini, en su gran obra “El Señor” (En concreto en el apartado “Resurrección y Transfiguración.- El cuerpo transfigurado”) habla, exactamente, del significado intrínseco de este pan y de este vino que devienen el Cuerpo y la Sangre de Cristo, de su necesidad para la salvación de la humanidad:
“La eucaristía se celebra en ‘conmemoración de Jesús’, cierto; pero, ¿por qué, precisamente, con una acción como la de ‘comer su carne’ y «beber su sangre»? ¿No bastaría con una reflexión sobre su persona, en un clima de pureza y dignidad espiritual? ¡No! Y la respuesta es clara. Si hay que realizarlo así, es porque la carne y la sangre del Señor, su cuerpo resucitado y su humanidad transfigurada constituyen la redención; porque en la eucaristía se hace realidad tangible y siempre renovada la participación en la personalidad gloriosa y humano-divina de Jesús; y en fin, porque la acción de comer su carne y beber su sangre es el phármakon athanasías, la ‘medicina de inmortalidad’, de la que hablaban los Santos Padres griegos, con referencia a la inmortalidad de una vida no puramente ‘espiritual’, sino plenamente humana, es decir, en cuerpo y alma, y que, como tal, queda asumida en la absoluta plenitud de Dios”.
La presencia de Cristo en la Eucaristía no es, como decimos sostienen algunos, algo que tenga que ver con un simbolismo. Queremos decir que, aun siendo símbolo de algo muy importante no es, en sí misma, un símbolo sino expresión de la voluntad redentora de Dios. Y esto es lo mismo que decir que Dios hace uso del simbolismo que lleva implícito comer pan y beber vino porque así se ilumina lo que se lleva a cabo en la Santa misa a través de Jesucristo. Por eso decimos que Cristo está presente bajo la apariencia de pan y vino aunque, claro está esto, no en su propia y verdadera forma. Por eso lo del simbolismo pero, yendo más allá del mismo hasta el mismo corazón de la celebración eucarística. Es lo que quiere hacer ver el número 6 de la Carta Encíclica “Mysterium fidei”, de Pablo VI, dada el 3 de septiembre de 1965):
“Mas para que nadie entienda erróneamente este modo de presencia, que supera las leyes de la naturaleza y constituye en su género el mayor de los milagros, es necesario escuchar con docilidad la voz de la iglesia que enseña y ora. Esta voz que, en efecto, constituye un eco perenne de la voz de Cristo, nos asegura que Cristo no se hace presente en este sacramento sino por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y de toda la sustancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular, que la Iglesia católica justamente y con propiedad llama transustanciación. Realizada la transustanciación, las especies del pan y del vino adquieren sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, y signo de un alimento espiritual; pero ya por ello adquieren un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que contienen una nueva realidad que con razón denominamos ontológica.
Porque bajo dichas especies ya no existe lo que antes había, sino una cosa completamente diversa; y esto no tan sólo por el juicio de la fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino tan sólo las especies: bajo ellas Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun corporalmente, pero no a la manera que los cuerpos están en un lugar”.
Tal es la presencia real de Cristo en la Eucaristía que, al igual que el alimento natural sustenta al cuerpo, el que lo es espiritual (el eucarístico) da sustento espiritual al alma. También es consecuencia del compartir en la Santa Misa el pan y el vino, Cuerpo y Sangre de Cristo, que constituyamos una unidad llamada a ser formada por el Espíritu Santo en el sentido dicho por San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios (10, 17):
“Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan”.
Es bien cierto, de todas formas, que la presencia real de Cristo en la Eucaristía no es algo que podamos discernir fácilmente. Es, la misma, un misterio de los que hemos dicho arriba constituyen la Santa Misa. Por tanto es cuestión exacta de fe. Y decimos esto porque por la fe creemos lo que nuestras facultades humanas no son capaces de aprehender por sí mismas. Por eso dice San Buenaventura (In IV Sent., dist. X, P. I, art. un., qu. I) que
“No hay dificultad en el hecho de que Cristo esté presente en el sacramento como en un signo: la gran dificultad está en el hecho de que él está realmente en el sacramento, como lo está en el cielo. Y así, creer en esto es especialmente meritorio”.
De todas maneras no es válido creer que basta la fe para que sea real la presencia de Cristo en la Eucaristía. Queremos decir que la falta de fe no anula la tal presencia. De aquí que en el Concilio de Trento se dijera, y quedara dicho que la Cristo está presente en la Eucaristía de forma “verdadera, real y sustancialmente”. Y tal es así porque no depende de la fe que tenga quien asista a la celebración del Sacramento de la Eucaristía sino de la promesa de Cristo y del poder del Espíritu Santo. Por eso la presencia es real con independencia, decimos, de la fe de quien reciba las especies de pan y vino o, mejor, el Cuerpo y la Sangre de Cristo. No dudemos, sin embargo, que es mejor creerlo que no creerlo.
En realidad, lo que sucede es que hay personas creyentes (no católicas) que no creen que pueda ser eso de que Cristo esté presente, que su presencia sea real, en las especies del pan y del vino. A tales personas sólo nos queda aportarles algo que, a lo mejor, abre sus ojos al respecto de la creencia en tal presencia que tenemos los católicos. Y es que dice San Pablo, en su Epístola a los Romanos (8, 24-25) esto que sigue:
“Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia”.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa.
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Santa Misa; Cristo presente. ¿Se puede pedir más?
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