“Una fe práctica”- "¿Sirve para algo orar?" – Un necesario Epílogo
Una vez concluido con el texto del libro “Lo que pasa cuando te confiesas” pasamos a otro, ahora de título “¿Sirve para algo orar?
“En esto está la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que hayamos pedido.”
1 Jn 5, 14-15
Cuando nos reconocemos hijos de Dios, y nos damos cuenta de que eso ha de suponer algo en nuestra vida, acude a nuestro corazón algo sin lo cual no podemos vivir bien nuestra fe: la oración.
Orar es, se suele decir, no siempre fácil porque abunda en nuestra vida mucho que nos distrae de tan sana práctica espiritual. Es decir, repetir oraciones que hemos aprendido cuando, de niños, se nos enseñaron o, ya de mayores si se trata de una conversión posterior, no encierra problema alguno. Otra cosa es lo que eso pueda significar para nosotros. Pero, en verdad, si bien es fácil decir muchas veces oraciones como el Padre nuestro, el Ave María o el Gloria (la básica trilogía espiritual del Creyente católico) no es tanto profundizar en la oración, ir más allá, llegar más lejos con y en ella.
Sin embargo, sabemos más que bien que la oración es muy necesaria. Es más, una vida sin oración viene a ser como un querer y no poder o, mejor, un saber y no querer ejercer de lo que somos.
Hay grandes maestros que han escrito sobre la oración. En ellos podemos inspirarnos para llevar una vida de fe profunda y adecuada a nuestro corazón que ama a Dios, Quien lo creó y mantiene.
Por ejemplo, San Francisco de Sales, en su importante obra de título “Introducción a la vida devota” nos dice, en la Segunda parte de la Introducción (Capítulo I) esto que sigue:
“La oración al llevar nuestro entendimiento hacia las claridades de la luz divina y al inflamar nuestra voluntad en el fuego del amor celestial, purifica nuestro entendimiento de sus ignorancias, y nuestra voluntad de sus depravados afectos; es el agua de bendición que, con su riego, hace reverdecer y florecer las plantas de nuestros buenos deseos, lava nuestras almas de sus imperfecciones y apaga en nuestros corazones la sed de las pasiones.”
También podemos traer aquí lo dicho, a tal respecto, por Santa Teresa de Jesús. Es bien cierto que los escritos de la Doctora de la Iglesia (El 27 de septiembre de 1970 Pablo VI le reconoció este título), nacida en Ávila hacen especial hincapié en el espíritu de oración, en cómo practicarlo y, sobre todo, en los frutos que produce una buena práctica orante. Es más, teniendo en cuenta el tiempo que le tocó vivir y la labor que desempeñó en lo tocante a la fundación de conventos, tal espíritu de oración (que reflejan sus obras escritas) muestra el propio vigor de la santa y, más que nada, su capacidad de recogimiento.
Pues bien, en las “Moradas del castillo interior” (Moradas Primeras, capítulo 1, 7) dice esto:
“Porque, a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración, no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración; porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios; porque aunque algunas veces sí será, aunque no lleve este cuidado, mas es habiéndole llevado otras.”
La oración, para un creyente católico, ha de ser un instrumento espiritual sobre el que construir su vida. Sin oración, en verdad, no hay vida cristiana porque la misma supone ponernos en comunicación directa con nuestro Creador como muy bien nos dice los tres autores traídos aquí.
Pero también podemos acogernos a las Sagradas Escrituras donde la oración es puesta, muchas veces, en práctica por aquellos que, inspirados por Dios, han sabido dejar escrito lo que tanto bien nos hace.
Así, con el Salmo 138 también pedimos algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:
“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”
Porque el camino que nos lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios. Y con la oración lo recorremos en la seguridad de no ser nunca abandonados por nuestro Creador.
En realidad, la oración, orar, para nosotros los hijos de Dios, debe ser como el alimento que hace crecer nuestro corazón y nuestro espíritu. Es decir, que a menor oración, menor será el crecimiento de los mismos y, por tanto, la falta de desarrollo de la relación que debemos mantener con nuestro Creador. Y al contrario: a más oración, más profunda y cercana será la que mantengamos con el Todopoderoso.
Arriba hemos dicho que desde que somos niños llegan a nuestro corazón unas palabras que, nos dicen, nos ponen en contacto con Dios. Eso, así dicho y al principio, no solemos comprenderlo. Sin embargo, nos sirve para ir creyendo que nuestra fe tiene su base en una práctica que debemos tener como gozosa y no como actuación aburrida o, en exceso, repetitiva.
Luego, cuando crecemos físicamente también debemos hacerlo espiritualmente. Eso supone que aquellas oraciones aprendidas en la infancia han de haber sido practicadas muchas veces. Pero eso no es suficiente. Y es que ha de aparecer en nuestra vida una oración, digamos, extensiva. Es decir, no debemos olvidar que el contenido de la oración puede ser, es, muy diverso: la oración de alabanza o adoración, la que es de petición (o de súplica) y de intercesión (si pedimos para otros), la de acción de gracias y la oración de alabanza.
Así, por ejemplo, alabamos a Dios cuando le manifestamos que agradecemos su especial miramiento por su descendencia y que tenemos por muy de tener en cuenta lo que ha hecho por cada uno de nosotros. Así adoramos, así alabamos a Quien todo lo ha hecho y mantiene.
Y pedimos, suplicamos. Es, seguramente, la forma con la que más nos dirigimos a Dios. Y es que tenemos mucho por lo que hablar con el Creador en este sentido. A este respecto podemos pedir, digamos, cosas materiales (a cualquiera se le ocurren algunas) o cosas espirituales (vencer un defecto, acercarnos más al Padre, a rezar mejor…)
Siempre es importante no olvidarse nunca del prójimo. Es decir, debemos tener por bueno y verdad que Dios ha de recibir con alegría que un ser humano no pida para sí mismo siempre sino que tenga en cuenta a quien pueda necesitar ayuda. Y es que así se muestra una escasez de egoísmo que, en orden a acumular para la vida eterna, nos viene la mar de bien.
Y podemos pedir perdón. Sí, en la oración podemos decirle a Dios que hemos pecado. Es cierto que ya lo sabe pero no por eso vamos a dejar de cumplir una obligación básica como es reconocer lo que somos: nada y pecadores. Eso, de todas formas, no quita ni disminuye la necesidad de acudir al Sacramento de la Reconciliación o, por decirlo de otra forma, no nos hace innecesaria la confesión.
Hay, sin embargo, una forma de orar, un sentido de darle a la oración, que tiene que ver, lo que más tiene que ver, con nuestra propia realidad. Nos referimos a la oración de acción de gracias.
Tenemos por verdad el dicho que refiere que es “de bien nacidos ser agradecidos”. Y nosotros, que hemos nacido por voluntad de nuestro Creador, ¿no vamos a agradecer, al menos, eso?
Sin embargo, hay mucho más que agradecer. A cualquiera se le ocurrirían, ahora mismo, decenas de realidades y circunstancias por las que dar gracias a Dios.
En primer lugar, porque nos ama. Dios nos ama y eso lo sabemos tan sólo con mirarnos a nosotros mismos: nos ha hecho así, como somos y, como diría san Juan, ¡lo somos!
Pero también podemos darle gracias por aquello que tenemos. Y es que solemos creer que nuestras cosas materiales son nuestras por nuestra actividad laboral. Es cierto que eso es así pero todo viene, como diría Jesús a Pilatos refiriéndose a su poder, de “arriba”. Y arriba ya sabemos Quién está.
Pero también podemos dar gracias por aquello que, no teniendo carácter positivo, nos acaece. ¡Sí!, también debemos dar gracias a Dios por la enfermedad o por los malos momentos por los que estemos pasando. Y no se trata de manifestar actitud masoquista alguna ante nuestra realidad sino de saber ser capaces de sobrenaturalizar tales sufrimientos y llevarlos al corazón de Dios manifestando fidelidad a nuestro Creador.
Y, por supuesto, y muy relacionado con lo que hemos dicho arriba, podemos dar gracias a Dios por perdonarnos siempre. Y, aunque eso no suponga para nosotros una especie de patente de corso para hacer lo que nos plazca, no podemos negar que tener tal esperanza hecha realidad es algo más que bueno.
Y ofrecernos. También, en la oración, podemos ofrecer a Dios, por ejemplo, algo que nos cuesta hacer. Se lo regalamos en la oración, lo entregamos a su corazón para que lo acaricie y lo transforme en dones para sus hijos; también le podemos ofrecer que no volveremos a pecar (a modo de voto particular o privado) o que vamos a hacer determinado sacrificio que sabemos, por nuestra forma de ser, que nos cuesta mucho llevar a cabo.
Eso en cuanto al contenido de la oración. Pero tampoco podemos olvidar que una tal práctica espiritual tiene una forma de hacerse. Es decir, nosotros podemos orar de una forma o de otra.
Dice, a tal respecto, el Catecismo de la Iglesia católica (2699) que “La tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración.”
Vemos, pues, que la oración puede ser de tres tipos: vocal, meditada o contemplativa.
Si nos referimos a la primera de ellas es la que se expresa mediante palabras articuladas o pronunciadas. Sin embargo, se tiene por este tipo de oración aquella que hace uso de fórmulas preestablecidas y conocidas por todos los creyentes (el Padrenuestro o el Avemaría) porque están tomadas de la Biblia o las que vienen de la tradición espiritual como, por ejemplo, el Beni Sancte Spiritus, la Salve, el Señor mío Jesucristo, etc. o, por último, aquellas que, como la jaculatoria, expresan de forma breve un pensamiento espiritual y de fe.
En cuanto a la oración a la que se aplica el término de “meditación” supone la orientación del pensamiento hacia Dios y, desde el Creador, mirar hacia el propio existir para valorarlo y acomodarlo a la propia vida y a la comunión que la une con el Todopoderoso. También se la llama “mental”.
Es bien cierto que la meditación supone la realización de un esfuerzo interior que va más allá del que se realiza para orar vocalmente. Por eso el Catecismo (2705) dice de ella que es “sobre todo, una búsqueda” y toda búsqueda supone, siempre, un esfuerzo a llevar a cabo.
Y, por último, la llamada “oración contemplativa” es una forma de llevar a cabo la experiencia cristiana de relacionarse con Dios a la que también se denomina “oración interior” u “oración del corazón”. Lo que se pretende con este tipo de oración es buscar silencio para estar con Dios pues, como dijo san Pablo “somos templo del Espíritu Santo” (cf. 1 Cor 3, 16).
Es bien cierto que este tipo de oración, para poder llevarlo a cabo, se necesita un esfuerzo mayor que para las otras dos formas. Sin embargo, no se trata de una que sólo esté destinada a ser llevada a cabo por personas religiosas en sus claustros y comunidades contemplativas. No. Ciertamente, no es fácil contemplar, en el sentido interior a que nos referimos. Sin embargo, este tipo de oración es, al contrario de lo que gusta al Enemigo suscitar en nuestro corazón, para todo aquel creyente que anhele buscarla pues, como dice Santa Teresa de Jesús la oración contemplativa es la “Fuente de Agua Viva” de la que Jesús habla a la samaritana junto al pozo de Jacob. Y ya sabemos, a tal respecto, lo que le dijo Cristo: “todo el que beba de esta agua no volverá a tener sed” (Jn 4, 13).
De todas formas, el fruto que debemos querer obtener de la oración es triple:
1. Descubrir la voluntad de Dios para nuestra vida.
2. Hacernos dóciles a la voluntad de Dios.
3. Que se la voluntad de Dios la que rija nuestra existencia.
Ya vamos viendo que orar, lo que se dice orar, se puede hacer de muchas formas o, mejor, hay muchos tipos o clases de oración. No podemos decir, por tanto, que el campo sea poco amplio y que no sepamos a qué atenernos.
Acabemos, ya, esta introducción con algo dicho por San Agustín que tiene todo que ver con la oración y con lo que con ella pretendemos. Nos nuestra el converso africano algo muy importante como es que una cosa es lo que queremos y otra, muy distinta, lo que nos conviene:
“A veces no tenemos lo que pedimos en la oración porque: oramos mal, o sea sin atención o sin fe. U oramos siendo malos, o sea sin querer mejorar nuestra conducta. O pedimos cosas que nos hacen mal, por ejemplo bienes materiales que podrían hacer más mal que bien a nuestra eterna salvación. Pero toda oración es escuchada, y si Dios no nos da lo que pedimos, nos dará algo que será mucho mejor.”
Confianza, pues, en Dios, es lo que nos corresponde tener cuando oramos al Padre Todopoderoso. Él siempre sabe lo que nos corresponde tener o alcanzar.
Un necesario Epílogo
La oración, según hemos visto en estas páginas, es una práctica espiritual que centra nuestra vida de fe en algo esencial: Dios mismo con el que establecemos una profunda relación. No es, como a veces se sugiere, una pérdida de tiempo.
¿Es posible que se pueda sostener eso?
El caso es que cuando el ser humano carece de fe o la tiene, digamos, por obligación (porque, por ejemplo, fue bautizado) es posible que no se sienta urgido a orar. Esto, claro está, no puede suceder con aquellos creyentes católicos que saben que sin oración su vida espiritual está, sencillamente, vacía.
Aquí hemos visto algo de lo que, con relación a la oración, tiene lugar en el corazón del creyente. Así, desde que nos hacemos los despistados cuando deberíamos permanecer la mar de abiertos al hecho mismo de orar hasta cuando nos damos cuenta que Quien nos creó y espera que nos dirijamos a Él porque nos escucha.
Ciertamente, cuando oramos solemos utilizar la intercesión, por ejemplo, de la Virgen María, nos dirigimos a Dios dando gracias o pidiendo alguna gracia especial; también nos fijamos en los santos y beatos que en el Cielo gozan de la bienaventuranza y de la visión beatífica.
Queremos decir que oramos, pidiendo o agradeciendo, con una premisa clara y sencilla. Es más, huyendo todo lo posible de la supuesta espontaneidad en la oración, todo está más que fijado y no tenemos que poner de nuestra parte nada más, y nada menos, que una santa y sana intención y una voluntad de acercarnos a Dios.
Sin embargo, la oración, lo que supone la misma, tiene mucho que ver, como hemos visto en estas páginas, con el sentido espiritual que tenemos y que nos emociona y conmociona nuestro corazón y, a través del mismo, nuestra vida común y ordinaria. Podemos, pues, orar sobre el mismo hecho de orar, sobre lo que supone no ya pedir o dar gracias por algo concreto y bien determinado sino por lo que hay antes de eso, sobre el origen del orar.
Decir, por eso, algo del orar, de la oración, ha de resultar esencial para la comprensión que tengamos de una tal relación con Dios. Así, a través de la oración podemos aceptar en nuestro corazón el buen Odor Christi, lo que nos muestra hasta dónde nuestro hermano puede influenciar en nuestra vida y, a través de la oración, llevarla al padre. Pero la oración también nos atrae hacia Dios porque con ella nos acercamos al Creador y el dulce sabor del contacto con Quien, con su Amor, quiso que existiéramos.
La oración da, por eso, la medida justa de lo que, a nivel espiritual, somos. Si poco hacemos… poco somos; si mucho… mucho amamos a Quien nos dio la vida.
El caso es que la oración, aunque a alguien pudiera parecer imposible esto, tiene una vertiente eminentemente práctica. Y es que orar vale para mucho más que sólo para pedir o dar gracias (con ser esto ya bastante)
Orar no es lo que hacemos porque queremos y eso en nada influye en todo nuestro ser. Oramos como somos y, por eso, si necesitamos que nuestra alma se levante (por estar caída o hundida en alguna fosa espiritual) debemos orar para que se levante; si no se ha hundido pero se encuentra alicaída, como venida a ser nada en nuestra vida… también debemos orar para que eso se remedie; si anda perdida en un mundo de carnalidad o de vacío espiritual… orar sacará de ahí.
Todo eso, y todo lo que cada cual pueda tener por bueno y verdad al respecto de su oración, nos sirve para ir cerca de Dios pues el Padre, que siempre espera, mira a sus hijos porque nos ama. Y oramos porque nosotros también lo amamos y, por eso, nos dirigimos a su corazón. Y por eso oramos.
La oración, como muchas veces se ha dicho aquí mismo, es el hilo conductor de nuestra relación con el Padre. A través de ella nos mantenemos alerta ante las asechanzas del Maligno y prevenimos de todo aquello que pueda hacernos daño.
El caso es que la oración es mucho para nosotros. No es o, mejor, no supone, simplemente, el establecimiento de una relación con Dios (siendo eso importante) sino que nos permite crecer, espiritualmente hablando, y nos lleva por caminos rectos hacia el definitivo Reino de Dios.
Sin embargo, no debería tenerse por buena la especie según la cual la oración es algo que llevamos a cabo en determinados momentos… como acotados. Es decir, que oramos únicamente cuando tenemos establecido hacerlo y el resto del tiempo… si te he visto no me acuerdo, como dice el dicho popular. No, orar es cosa no ya de cada día sino, y en todo caso, de todo momento. Y es que podemos ofrecer a Dios aquello que hacemos. Eso también es oración porque, al fin y al cabo, no media entre nosotros y el Creador nada ni nadie: estamos solos con el Señor y a Él nos dirigimos.
Pero hay algo más. Y es que la oración, el orar mismo, tiene una consecuencia más que es buena para nosotros y nuestra vida ordinaria. Tal es así porque los momentos felices pueden contener, en sí mismos, especies las cuales sólo se pueden sacar con oración (como en una ocasión dijo Jesús) o, lo que es lo mismo, el germen de algo no tan bueno como aquello de lo que estamos disfrutando.
Pues bien, entonces, en tales momentos que sabemos y creemos gozosos, pedir a Dios por aquello escondido que no conocemos pero que está ahí, agazapado, puede ser un buen remedio ante lo que desconocemos. Por eso la oración, entonces, es crucial. Es decir, no gozar sin tener en cuenta lo que eso nos puede costar sino, gozar y, por decirlo así, guardar la ropa de nuestro espíritu.
En realidad, la oración es algo más que un decirle a Dios; es, sencillamente, un entregarse al Creador. Y eso, cada día, cada momento, cada pensamiento.
Hago oración, luego tengo fe. Seguramente ha de ser eso.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa.
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Enlace a Libros y otros textos.
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Orar no es sólo, importante sino muy conveniente.
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Para leer Fe y Obras.
Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.
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