“Una fe práctica”- ¿Sirve para algo orar?- Estar en Babia

 

Una vez concluido con el texto del libro “Lo que pasa cuando te confiesas” pasamos a otro, ahora de título “¿Sirve para algo orar?

 “En esto está la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo  según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que hayamos pedido.

1 Jn 5, 14-15

Cuando nos reconocemos hijos de Dios, y nos damos cuenta de que eso ha de suponer algo en nuestra vida, acude a nuestro corazón algo sin lo cual no podemos vivir bien nuestra fe: la oración.

Orar es, se suele decir, no siempre fácil porque abunda en nuestra vida mucho que nos distrae de tan sana práctica espiritual. Es decir, repetir oraciones que hemos aprendido cuando, de niños, se nos enseñaron o, ya de mayores si se trata de una conversión posterior, no encierra problema alguno. Otra cosa es lo que eso pueda significar para nosotros. Pero, en verdad, si bien es fácil decir muchas veces oraciones como el Padre nuestro, el Ave María o el Gloria (la básica trilogía espiritual del Creyente católico) no es tanto profundizar en la oración, ir más allá, llegar más lejos con y en ella.

Sin embargo, sabemos más que bien que la oración es muy necesaria. Es más, una vida sin oración viene a ser como un querer y no poder o, mejor, un saber y no querer ejercer de lo que somos. 

Hay grandes maestros que han escrito sobre la oración. En ellos podemos inspirarnos para llevar una vida de fe profunda y adecuada a nuestro corazón que ama a Dios, Quien lo creó y mantiene.

Por ejemplo, San Francisco de Sales, en su importante obra de título “Introducción a la vida devota” nos dice, en la Segunda parte de la Introducción (Capítulo I) esto que sigue:

“La oración al llevar nuestro entendimiento hacia las claridades de la luz divina y al inflamar nuestra voluntad en el fuego del amor celestial, purifica nuestro entendimiento de sus ignorancias, y nuestra voluntad de sus depravados afectos; es el agua de bendición que, con su riego, hace reverdecer y florecer las plantas de nuestros buenos deseos, lava nuestras almas de sus imperfecciones y apaga en nuestros corazones la sed de las pasiones.”

También podemos traer aquí lo dicho, a tal respecto, por Santa Teresa de Jesús. Es bien cierto que los escritos de la Doctora de la Iglesia (El 27 de septiembre de 1970 Pablo VI le reconoció este título), nacida en Ávila hacen especial hincapié en el espíritu de oración, en cómo practicarlo y, sobre todo, en los frutos que produce una buena práctica orante. Es más, teniendo en cuenta el tiempo que le tocó vivir y la labor que desempeñó en lo tocante a la fundación de conventos, tal espíritu de oración (que reflejan sus obras escritas) muestra el propio vigor de la santa y, más que nada, su capacidad de recogimiento. 

Pues bien, en las “Moradas del castillo interior” (Moradas Primeras, capítulo 1, 7) dice esto:                                                                                

“Porque, a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración, no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración; porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios; porque aunque algunas veces sí será, aunque no lleve este cuidado, mas es habiéndole llevado otras.”

La oración, para un creyente católico, ha de ser un instrumento espiritual sobre el que construir su vida. Sin oración, en verdad, no hay vida cristiana porque la misma supone ponernos en comunicación directa con nuestro Creador como muy bien nos dice los tres autores traídos aquí.

Pero también podemos acogernos a las Sagradas Escrituras donde la oración es puesta, muchas veces, en práctica por aquellos que, inspirados por Dios, han sabido dejar escrito lo que tanto bien nos hace.

Así, con el Salmo 139 también pedimos algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón, 
ponme a prueba y conoce mis sentimientos, 
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que nos lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios. Y con la oración lo recorremos en la seguridad de no ser nunca abandonados por nuestro Creador.

En realidad, la oración, orar, para nosotros los hijos de Dios, debe ser como el alimento que hace crecer nuestro corazón y nuestro espíritu. Es decir, que a menor oración, menor será el crecimiento de los mismos y, por tanto, la falta de desarrollo de la relación que debemos mantener con nuestro Creador. Y al contrario: a más oración, más profunda y cercana será la que mantengamos con el Todopoderoso.

Arriba hemos dicho que desde que somos niños llegan a nuestro corazón unas palabras que, nos dicen, nos ponen en contacto con Dios. Eso, así dicho y al principio, no solemos comprenderlo. Sin embargo, nos sirve para ir creyendo que nuestra fe tiene su base en una práctica que debemos tener como gozosa y no como actuación aburrida o, en exceso, repetitiva.

Luego, cuando crecemos físicamente también debemos hacerlo espiritualmente. Eso supone que aquellas oraciones aprendidas en la infancia han de haber sido practicadas muchas veces. Pero eso no es suficiente. Y es que ha de aparecer en nuestra vida una oración, digamos, extensiva. Es decir, no debemos olvidar que el contenido de la oración puede ser, es, muy diverso: la oración de alabanza o adoración, la que es de petición (o de súplica) y  de intercesión (si pedimos para otros), la de acción de gracias y la oración de alabanza.

Así, por ejemplo, alabamos a Dios cuando le manifestamos que agradecemos su especial miramiento por su descendencia y que tenemos por muy de tener en cuenta lo que ha hecho por cada uno de nosotros. Así adoramos, así alabamos a Quien todo lo ha hecho y mantiene.

Y pedimos, suplicamos. Es, seguramente, la forma con la que más nos dirigimos a Dios. Y es que tenemos mucho por lo que hablar con el Creador en este sentido. A este respecto podemos pedir, digamos, cosas materiales (a cualquiera se le ocurren algunas) o cosas espirituales (vencer un defecto, acercarnos más al Padre, a rezar mejor…)

Siempre es importante no olvidarse nunca del prójimo. Es decir, debemos tener por bueno y verdad que Dios ha de recibir con alegría que un ser humano no pida para sí mismo siempre sino que tenga en cuenta a quien pueda necesitar ayuda. Y es que así se muestra una escasez de egoísmo que, en orden a acumular para la vida eterna, nos viene la mar de bien.

Y podemos pedir perdón. Sí, en la oración podemos decirle a Dios que hemos pecado. Es cierto que ya lo sabe pero no por eso vamos a dejar de cumplir una obligación básica como es reconocer lo que somos: nada y pecadores. Eso, de todas formas, no quita ni disminuye la necesidad de acudir al Sacramento de la Reconciliación o, por decirlo de otra forma, no nos hace innecesaria la confesión.

Hay, sin embargo, una forma de orar, un sentido de darle a la oración, que tiene que ver, lo que más tiene que ver, con nuestra propia realidad. Nos referimos a la oración de acción de gracias.

Tenemos por verdad el dicho que refiere que es “de bien nacidos ser agradecidos”. Y nosotros, que hemos nacido por voluntad de nuestro Creador, ¿no vamos a agradecer, al menos, eso?

Sin embargo, hay mucho más que agradecer. A cualquiera se le ocurrirían, ahora mismo, decenas de realidades y circunstancias por las que dar gracias a Dios.

En primer lugar, porque nos ama. Dios nos ama y eso lo sabemos tan sólo con mirarnos a nosotros mismos: nos ha hecho así, como somos y, como diría san Juan, ¡lo somos!

Pero también podemos darle gracias por aquello que tenemos. Y es que solemos creer que nuestras cosas materiales son nuestras por nuestra actividad laboral. Es cierto que eso es así pero todo viene, como diría Jesús a Pilatos refiriéndose a su poder, de “arriba”. Y arriba ya sabemos Quién está.

Pero también podemos dar gracias por aquello que, no teniendo carácter positivo, nos acaece. ¡Sí!, también debemos dar gracias a Dios por la enfermedad o por los malos momentos por los que estemos pasando. Y no se trata de manifestar actitud masoquista alguna ante nuestra realidad sino de saber ser capaces de sobrenaturalizar tales sufrimientos y llevarlos al corazón de Dios manifestando fidelidad a nuestro Creador.

Y, por supuesto, y muy relacionado con lo que hemos dicho arriba, podemos dar gracias a Dios por perdonarnos siempre. Y, aunque eso no suponga para nosotros una especie de patente de corso para hacer lo que nos plazca, no podemos negar que tener tal esperanza hecha realidad es algo más que bueno.

Y ofrecernos. También, en la oración, podemos ofrecer a Dios, por ejemplo, algo que nos cuesta hacer. Se lo regalamos en la oración, lo entregamos a su corazón para que lo acaricie y lo transforme en dones para sus hijos; también le podemos ofrecer que no volveremos a pecar (a modo de voto particular o privado) o que vamos a hacer determinado sacrificio que sabemos, por nuestra forma de ser, que nos cuesta mucho llevar a cabo.

Eso en cuanto al contenido de la oración. Pero tampoco podemos olvidar que una tal práctica espiritual tiene una forma de hacerse. Es decir, nosotros podemos orar de una forma o de otra.

Dice, a tal respecto, el Catecismo de la Iglesia católica (2699) que “La tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración.

Vemos, pues, que la oración puede ser de tres tipos: vocal, meditada o contemplativa.

Si nos referimos a la primera de ellas es la que se expresa mediante palabras articuladas o pronunciadas. Sin embargo, se tiene por este tipo de oración aquella que hace uso de fórmulas preestablecidas y conocidas por todos los creyentes (el Padrenuestro o el Avemaría) porque están tomadas de la Biblia o las que vienen de la tradición espiritual como, por ejemplo, el Beni Sancte Spiritus, la Salve, el Señor mío Jesucristo, etc. o, por último, aquellas que, como la jaculatoria, expresan de forma breve un pensamiento espiritual y de fe.  

En cuanto a la oración a la que se aplica el término de “meditación” supone la orientación del pensamiento hacia Dios y, desde el Creador, mirar hacia el propio existir para valorarlo y acomodarlo a la propia vida y a la comunión que la une con el Todopoderoso. También se la llama “mental”.

Es bien cierto que la meditación supone la realización de un esfuerzo interior que va más allá del que se realiza para orar vocalmente. Por eso el Catecismo (2705) dice de ella que es “sobre todo, una búsqueda” y toda búsqueda supone, siempre, un esfuerzo a llevar a cabo.

Y, por último, la llamada “oración contemplativa” es una forma de llevar a cabo la experiencia cristiana de relacionarse con Dios a la que también se denomina “oración interior” u “oración del corazón”. Lo que se pretende con este tipo de oración es buscar silencio para estar con Dios pues, como dijo san Pablo “somos templo del Espíritu Santo” (cf. 1 Cor 3, 16).

Es bien cierto que este tipo de oración, para poder llevarlo a cabo, se necesita un esfuerzo mayor que para las otras dos formas. Sin embargo, no se trata de una que sólo esté destinada a ser llevada a cabo por personas religiosas en sus claustros y comunidades contemplativas. No. Ciertamente, no es fácil contemplar, en el sentido interior a que nos referimos. Sin embargo, este tipo de oración es, al contrario de lo que gusta al Enemigo suscitar en nuestro corazón, para todo aquel creyente que anhele buscarla pues, como dice Santa Teresa de Jesús la oración contemplativa es la “Fuente de Agua Viva” de la que Jesús habla a la samaritana junto al pozo de Jacob. Y ya sabemos, a tal respecto, lo que le dijo Cristo: “todo el que beba de esta agua no volverá a tener sed” (Jn 4, 13).

De todas formas, el fruto que debemos querer obtener de la oración es triple:

1. Descubrir la voluntad de Dios para nuestra vida.

2. Hacernos dóciles a la voluntad de Dios.

3. Que se la voluntad de Dios la que rija nuestra existencia.

Ya vamos viendo que orar, lo que se dice orar, se puede hacer de muchas formas o, mejor, hay muchos tipos o clases de oración. No podemos decir, por tanto, que el campo sea poco amplio y que no sepamos a qué atenernos.

Acabemos, ya, esta introducción con algo dicho por San Agustín que tiene todo que ver con la oración y con lo que con ella pretendemos. Nos nuestra el converso africano algo muy importante como es que una cosa es lo que queremos y otra, muy distinta, lo que nos conviene:

A veces no tenemos lo que pedimos en la oración porque: oramos mal, o sea sin atención o sin fe. U oramos siendo malos, o sea sin querer mejorar nuestra conducta. O pedimos cosas que nos hacen mal, por ejemplo bienes materiales que podrían hacer más mal que bien a nuestra eterna salvación. Pero toda oración es escuchada, y si Dios no nos da lo que pedimos, nos dará algo que será mucho mejor.

Confianza, pues, en Dios, es lo que nos corresponde tener cuando oramos al Padre Todopoderoso. Él siempre sabe lo que nos corresponde tener o alcanzar.

 

1- Estar en Babia   

 

Si acudimos a lo establecido por aquellos que hacen del lenguaje su labor y trabajo, la expresión “estar en Babia” quiere decir “Estar distraído y como ajeno a aquello de que se trata”. En nuestro tema sería como querer no atender a lo que, en materia de oración, nos corresponde atender. 

Resulta curioso que los católicos, muchas veces, no tengamos en cuenta lo que nos importa. Lo hacemos, eso de no tener en cuenta, en demasiadas materias morales o, propiamente dichas, de fe y de doctrina. Pero en lo tocante a la oración es lo más absurdo que podemos hacer porque nos puede costar la mismísima relación con Dios, Creador nuestro. 

Es bien cierto que Dios nos crea. Que creó y mantiene la creación. Y para eso baste mirar alrededor nuestro o, más cerca aún, a nosotros mismos. Nos daremos cuenta de que resulta de todo punto ridículo que lo que hay, lo que vemos y tocamos y, es más, lo que no conocemos siquiera pero existe o estar por descubrir, haya aparecido por azar o, como suele decirse también, por casualidad. 

Pues bien, la forma más directa que tenemos de establecer una fluida relación con Aquel que nos creó es, precisamente, el canal abierto de la oración. 

¡Sí! La oración es la forma pero también es el medio con el que nos comunicamos con Dios: es la forma en cuanto a distintas posibilidades de llevarla a cabo: es el medio porque son nuestras palabras (dichas o pensadas) las que nos llevan al Padre. 

Esto, que no es demasiado difícil de entender ni constituye alta teología, es lo que causa extrañeza (su falta de puesta en práctica queremos decir) a quien vea, por una parte, que al otro lado del “hilo” de la oración está Dios y a éste, nosotros mismos y que con excesiva alegría (¿?) nos dedicamos a cortarlo como si nos molestara que el Todopoderoso supiera de nosotros a través de una tal conexión espiritual. 

Resulta, también, poco alentador para mantener una fe firme que queramos ignorar que el Padre lo sabe todo de nosotros y que si conoce lo más secreto de nuestro corazón mucho mejor va a conocer lo que hay a simple vista. Y siendo la vista, muchas veces, tan triste (en cuanto a corazón de piedra y no de carne o en cuanto a falta de amor por el necesitado, por ejemplo) a lo mejor por eso no hacemos uso abundante de la oración. 

“Al fin al cabo, por eso que antes se ha dicho, Dios lo sabe todo… ¿para qué molestarlo?” ¿No es suficiente con que conozca cada segundo de nuestra existencia y tenga cumplida información de nuestras necesidades? 

Sí, ciertamente eso es así. De todas formas, ningunear al Padre no queriendo establecer relación directa a través de la oración no es, precisamente, ejemplo de bondad en la filiación que nos mantiene unidos a Adonai. 

Y es que estamos, demasiadas veces, distraídos. 

Si la distracción tuviera origen en una mayor inclinación a otro aspecto de nuestra espiritual, podríamos decir que la cosa podría compensarse. Sin embargo, las distracciones que nos impiden orar con la asiduidad que deberíamos tienen un origen menos santo y están menos unidas a nuestra espiritualidad. Es más, que tienen relación con el mundo es una verdad tan grande como la más grande de las catedrales. 

Estamos en Babia porque hay quien nos atrae hacía sí y no quiere soltarnos. El Príncipe de este mundo  (al que también podemos llamar, por ejemplo, Satanás, Maligno, Enemigo, etc.) tiene mucho trabajo que hacer para alejarnos de la oración. Y ha construido una tela de araña demasiado fuerte a nuestro alrededor para que seamos capaces, las más de las veces, de romperla y ver que, al otro lado de la misma, se encuentra un mundo mucho mejor porque es el mundo de Dios, el Reino del Padre, la Palabra santa del Único Santo. 

El Enemigo nos tienta con todo aquello que, bien sembrado en nuestro corazón, provoca en nosotros el síndrome de “tampoco” y su consecuencia de “¿Y qué?”: tampoco porque llegamos a creer que tampoco es para tanto si abandonamos la oración: y qué porque acabamos creyendo que no nos va a suceder nada. 

Y eso es cierto. De repente no nos va a caer sobre nuestra cabeza ninguna espada de Damocles. Es decir, si dejamos de orar no va Dios a enviarnos una legión de ángeles a darnos una paliza. Tampoco va a hacer que caiga un huracán sobre nuestra vivienda. Sin embargo, ni siquiera actuando de tal forma podemos creer que Dios va dejarnos de lado. Es decir, no va a olvidar a los hijos que, díscolos, no quieren hablar con Él mediante la oración. Sí procurará que su Espíritu, Santo, nos haga llegar unos gemidos inefables con la sana intención de darnos a entender que el camino así emprendido sólo puede terminar en un precipicio no, precisamente, para admirar las vistas sino para darnos cuenta de que estamos al borde de uno de las fosas que tanto impresionaron al salmista que las nombra muy a menudo. 

En resumidas cuentas ¿qué hará Dios cuando da la impresión de que no nos interesa relacionarnos con Él a través de la Oración? 

Alguno podrá decir que, simplemente, se olvidará de nosotros porque tiene demasiado de lo que ocuparse. Sin embargo, debemos estar más que seguros que eso no ha de ser así. 

Como Padre de todo ser humano tenemos por fe que, de forma misteriosa (no sabemos cómo y, en todo caso, sólo lo sabremos de ir al Cielo donde todo se nos revelará definitivamente) nos conoce a todos. Por eso en caso de nos afecte el virus de Babia no se olvidará de nosotros. Y no lo hará porque no quiere y porque, como Padre, no puede hacer eso. Simplemente esperará el momento oportuno en el que salgamos de una situación tan negativa, espiritualmente hablando, como es la de no querer orar, hablar con Él. Pero eso no implica olvido. 

Para que se entienda, Dios es como el padre de la parábola del hijo pródigo. Este se va y abandona a su progenitor. Parece que quiere olvidarse de él porque, a lo mejor, prefería otras costas, otros mundos; otras, en realidad, cosas que le parecían más interesantes que vivir junto a una persona mayor que no le ofrecía “más” que amor… y bienes, que son los que le pide, vía herencia, para marcharse. 

Pero aquel padre, verdadero protagonista de esta parábola (porque representa a Dios que se ve dejado de lado por uno de sus hijos) no deja de amar a quien se ha marchado. Es más, todos los días sale a mirar para ver si vuelve. Y es que entonces no había mensajes electrónicos ni aparatos móviles ni nada por el estilo que adelantaran la vuelta con un “regreso padre, me he equivocado”. No, el padre, a pesar del tiempo pasado no puede (ni quiere) olvidar a su hijo. Y a pesar de todo, sale a esperarlo hasta que, al final, acaba volviendo de donde nunca debería haber salido. 

Aquel padre es, representa a Dios (que es lo que Jesucristo quiere decir cuando dice eso de “El Reino de Dios es como…”); el Reino es Dios; aquel hombre, aquel padre, es Dios mismo que espera sin desesperanza a que su hijo quiera volver a hablarle para Él contestarle a como dé lugar que eso se pueda producir para ser entendido por el creyente católico. 

Todo esto, a lo mejor, lo tenemos claro. Es decir, la teoría nos la sabemos. Nos han enseñado desde pequeños (¡Ay qué lejos quedan, seguramente, aquellos años de la infancia en la que, en tiempos de catequesis, se nos decían cosas que olvidamos con demasiada facilidad!) lo que es importante para nosotros: tenemos un Padre que es Dios; Dios quiere que no lo olvidemos; nos regala la oración como un medio a través del cual poder establecer una relación directa con su corazón; su corazón siempre escucha… luego nos escucha a nosotros cuando oramos… 

Sin embargo, por “x” circunstancias personales permanecemos muchas veces muy alejados de lo que supone orar.   

De todas formas, estamos de acuerdo con  el hecho de que, a veces, estamos en Babia; sabemos lo que eso supone no de cara a Dios (que tiene una impaciencia infinita con nosotros) sino a nuestra misma realidad porque tal actitud puede terminar en un alejamiento definitivo de nuestra fe. Entonces, deberíamos preguntarnos, ¿qué pretendemos con eso? 

Podemos, por ejemplo, querer pasar inadvertidos para Dios. Si no oramos, no sabrá que estamos aquí, podemos pensar. 

Error grave. Tal forma de pensar muestra ignorancia total sobre lo esencial y fundamental de la existencia del ser humano: Dios nos ha creado.

Pero también podemos hacer ver a nuestro prójimo que somos modernos y que, al fin y al cabo, somos católicos porque hemos sido bautizados pero que también somos eso que se da en llamar “no practicantes”. 

Eso es, más que lo otro, un error. Y lo es porque por mucho que queramos aparentar eso por respeto humano o comportamiento políticamente correcto la verdad es la que es: somos hijos de Dios y eso ha de querer decir algo. Y una tal forma de actuar (con una falta de unidad de vida tan grande) sólo puede llamarse de una forma muy utilizada por Jesucristo contra cierto tipo de creyentes judíos: hipócrita. Decir una cosa y hacer otra es eso, hipocresía. Pero es que, además, supone actuar de una forma muy tibia en materia de fe. 

En realidad, no queremos orar y preferimos estar en ese estado de cosas que supone un sí pero no porque somos tibios y preferimos no decantarnos por algo tan elemental como es estar con Dios mediante la oración. Es decir, algunas veces sí queremos (cuando tenemos que pedir algo) pero, en la mayoría de las ocasiones basculamos entre esto y lo otro… y somos tibios. 

Por desgracia (y es que lo es y bien grande) sabemos, porque lo dice el Apocalipsis, lo que hace Dios con los tibios: los vomita de su boca.

¿A eso queremos arriesgarnos con nuestra actitud? 

Veamos, por otra parte, la segunda referencia que contiene la definición de estar en “Babia”.

Se dice, dice la misma, que es estar “como ajeno a aquello de que se trata”.

Esto nos habla no ya de la distracción mundana en la que vivimos que nos aleja de la oración sino de la misma oración. Y es que eso es de lo que se trata. 

En la Presentación de esta serie referida a la oración hemos traído a colación una serie de textos de autores llamados clásicos en materia de espiritualidad católica. Todos ellos hablan de qué es la oración y de la importancia que tiene. Pero, para nosotros, ¿es importante la oración? Es más ¿queremos orar porque sabemos que es importante o, al revés, no lo creemos así y, por eso, no oramos? 

La respuesta aparece por sí misma porque cuando nos encontramos con una pulmonía espiritual llamada Babia es bien cierto que no estamos muy seguros de que sirva para nada la oración. Y, aunque de eso hablaremos abajo, no es poco cierto que es un pilar grande sobre el que construimos una fe rácana y muy venida a menos. 

¡Sí! Es bien cierto que no vamos a obtener una respuesta, ni mediata ni inmediata, a lo que pedimos a Dios en la oración. Pero, como dicho arriba, no todo es pedir. Si damos gracias, nos debería bastar eso y no esperar escuchar al oído “de nada” de parte del Creador. Y es que si somos agradecidos nos ha de bastar, eso es, con agradecer. 

Pero es que hay formas de orar en las que, por sí mismas, no requieren respuesta alguna. Entonces,  como es que no hacemos uso abundante de ellas. ¿No tenemos nada que agradecer a Dios nuestro Padre? 

A pesar, de todas formas, de no ser una respuesta física la que obtengamos con la oración, nos debería bastar con saber que somos escuchados y, sobre todo, que Dios, que sabe lo que necesitamos, nos va a conceder (a nosotros o a quien hayamos ofrecido una oración por sus necesidades) lo que, verdaderamente necesitemos. Y, aunque sea bien cierto que no siempre ha de coincidir lo pedido con lo dado, tampoco es menos cierto que lo obtenido es lo que necesitamos. 

Esto es, además, muestra de confianza y de esperanza: confianza en el sentido de dejar a la santa Providencia de Dios que haga lo que su Sabiduría quiera hacer al respecto de nosotros; esperanza en el de saber que, una vez escuchados, se nos responderá de la forma que Dios quiera que sea. 

Claro está que, para que haya respuesta, ha de haber pregunta, proposición, acción de gracias, intercesión, etc. Si no se da nada de esto y no buscamos al Padre de una forma que, además, es la mar de sencilla (no requiere de grandes artificios sino, en todo caso, de la voluntad y el corazón de cada uno de sus hijos que quieran orar) no queramos que, por mucho que Dios conozca el interior (lo más oscuro) de nuestros corazones vaya el Todopoderoso, sin habérsele pedido nada ir concediendo a troche y moche como si se tratase de un reparto de bienes, necesidades y dones sin ton ni son. No. A dar, a responder al agradecimiento o a lo que bien queramos con la oración sólo puede darse si hay, pues, oración. Otra forma de entender las cosas es hacer caso omiso a lo que san Agustín dijo acerca de que Dios, que nos había creado sin que nosotros manifestáramos voluntad de ser creados creía necesaria nuestra voluntad para poder salvarnos. Y, está más que claro, que en una materia tan importante como es la salvación, orar al Padre no puede ser olvidado. 

Algunos pueden sostener que en Babia se está muy bien. Sin embargo, nunca deberían olvidar que alguna vez habrá que salir de tal estado de cosas espirituales. Y, a lo mejor, cuando se quiera salir es ya demasiado tarde y lo siguiente que se puede estar viendo es el tribunal de Dios con ojos como platos y, ¡Ay!, sin remedio alguno para haber merecido un mejor resultado del juicio particular. 

En todo caso, estar en esta Babia en el sentido aquí traído no debería ser, nunca, objetivo de nuestra vida de oración. Por eso deberíamos buscar (en caso de que ahí estemos) el camino mejor para salir de una situación que sólo puede producir en nosotros, en nuestra alma, esterilidad y vacío, olvido de Dios y, al fin y al cabo, sometimiento al Maligno. 

Y es que algo así, creemos, debe ser la Babia espiritual. 

 

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Orar no es sólo, importante sino muy conveniente.

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