“Una fe práctica”- Lo que pasa cuando te confiesas - Un necesario Epílogo

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Confesarse es un deber. Así de claro. Y eso quiere decir, sencillamente, que estamos obligados a hacerlo. 

Se podría decir que sostener eso es llevar las cosas demasiado lejos en cuanto a nuestra fe católica. Sin embargo, si decimos que confesarse es un deber es porque hay un para qué y un porqué. 

Debemos confesarnos para limpiar nuestra alma. Y eso no es tema poco importante. Y es que debemos partir de nuestra fe, de lo que creemos. Y creemos, por ejemplo, que después de esta vida, la que ahora vivimos, hay otra. ¡Sí, otra! También estamos seguros que la otra vida ha de ser mejor que esta (alguno podrá decir que para eso tampoco debe hacerse mucho…) pero que el más allá no tiene un único sentido. Es decir, que hay, eso también lo creemos, Cielo, Purgatorio e Infierno. Así, de mejor a peor lo decimos para que nos demos cuenta de la escala de cosas que pasan tras caminar por este valle de lágrimas. 

Pues bien, lo fundamental en nuestra confesión es que nos sirve para limpiara el alma. Tal es el porqué. Pero ¿tan importante es limpiarla? 

Bueno. Preguntar esto es ponerse muy atrás en la fila de los que entran en el Cielo o, como mal menor, en el Purgatorio. Y es que si no la limpiamos suficientemente de lo que la mancha es más que posible que las puertas que custodia san Pedro no nos vean en un largo tiempo.  Tal es así porque si no nos hemos limpiado del todo la parte espiritual de nuestro ser y nuestras manchas no nos producen la muerte eterna (ir al Infierno de forma directa tras nuestra muerte) es seguro que el Purificatorio lo habitaremos por un periodo de tiempo (bueno, de no-tiempo porque allí no hay tiempo humano sino, en todo caso, un pasar) que será más o menos largo según la limpieza que necesitamos recibir. Y es que ante Dios (en el Cielo) sólo podemos aparecer limpios de todo pecado, blancos como la nieve limpia nuestra alma. 

Y decimos eso de ponerse atrás en la fila de los que quieren tener la Visión Beatífica (ver a Dios, en suma) porque no saber que es necesaria tal limpieza no ha de producir en nosotros muchos beneficios. Es más, no producirá más que un retraso en la comprensión del único negocio que nos importa: el de la vida eterna. ¡Sí, negocio, porque es algo contrario al ocio!: es lo más serio que debemos tener en cuenta y, en suma, un trabajo esforzado y gozoso. 

Lo bien cierto es que somos pecadores. Lo sabemos desde que somos conscientes de que lo somos pero, en realidad, lo somos desde que nacemos. Es algo que debemos (des)agradecer a nuestros Primeros Padres, Adán y Eva y a su fe manifiestamente mejorable, a sus ansias de un poder que no podían alcanzar y, en fin, a no haber entendido suficientemente bien qué significaba no cumplir con determinado mandato de Dios. Es más, con el único mandato del Creador que no consistía en hincarle el diente a una fruta sino en no hacer caso a lo claramente dicho por Quien les había puesto en el Paraíso, les había librado de la muerte y les había entregado, nada más y nada menos, que el mando sobre toda criatura, planta o cosa que había creado. Pero ellos, como se nos ha enseñado a lo largo de los siglos desde que el autor inspirado escribiese aquel Génesis del Principio de todos los principios, hicieron caso omiso a lo dicho por Dios y siguieron las instrucciones de un Ángel caído que había tomado la forma, muy apropiada, de un animal rastrero. 

En fin. El caso es que podemos pecar. Vamos, que caemos en más tentaciones de las que deberíamos caer y se nos aplica más bien que mal aquello que dijo san Pablo acerca de que hacía lo que no quería hacer y no hacía lo que debía. Y es que el apóstol, que pasó de perseguidor a perseguido, no queriendo hacer un trabalenguas con aquello dejó todo claramente concretado: pecamos y tal realidad es tozuda con absoluta nitidez.

Pues bien. Ante todo este panorama (del cual, por cierto, no debemos dudar ni por un instante) ¿qué hacer? Y es que pudiera parecer que deberíamos perder toda esperanza porque si somos pecadores desde que nacemos (aunque luego se nos limpie la mancha original con el bautismo) ¿podemos remediar tan insensato comportamiento? 

¡Sí! Ante esto que nos pasa Dios ha puesto remedio. A esto también ha puesto remedio. Y es que conociendo, primero, la corrupción voluntaria de nuestra naturaleza y, luego, nuestro empecinamiento en el pecado, tuvo que hacer algo para que no nos comiese la negrura de nuestra alma que, poco a poco, podía ir tomando un tinte más bien oscuro. 

Sabemos, por tanto, el para qué y, también, el porqué. Es decir, no podemos ignorar, no es posible que digamos que nada de esto sabemos porque es tan elemental que cualquier católico, formado o no, lo sabe. Y, claro, también sabemos, a ciencia y corazón ciertos, lo sabemos, que remedio, el gran remedio, se encuentra en una palabra que, a veces, nos aterra por el miedo que nos produce enfrentarnos a ella. Pero digamos que la misma es “confesión”. Es bien cierto que, teológicamente hablando decimos que se trata de un Sacramento (materia, pues sagrada, por haber sido instituido por Cristo) y que lleva por nombre uno doble: Reconciliación y Penitencia. La primera de ella es porque, confesándonos nos reconciliamos con Dios pero, no lo olvidemos, también con la Iglesia católica a la que pertenecemos porque a ella, como comunidad de hermanos en la fe, también afectan nuestros pecados (alguno habrá dicho algo así como “¿eso es posible? Y lo es, vaya si lo es); la segunda porque no debemos creer que nuestras faltas y pecados, nuestras acciones y omisiones contrarias a un mandato divino nos van a salir gratis. Es decir, que al mismo tiempo que reconocemos lo que hemos hecho (o no, en caso de pecados de omisión) manifestamos un acuerdo tácito (no dicho pero entendido así) acerca de lo que el sacerdote (Cristo ahora mismo que nos confiesa y perdona) nos imponga como pena. Y es que, en efecto, esto es una pena: la sanción y el hecho mismo de haber pecado contra Dios. 

Conviene pues, nos conviene, saber qué nos estamos jugando con esto de la confesión. No se trata de ninguna obligación impuesta por la Iglesia católica como para saber qué hacemos ni, tampoco,  algo que nos debe pesar tanto que no seamos capaces de llevar tal peso y, por tanto, no acudamos nunca a ella. No. Se trata, más bien, de reconocer que todo esto consta o, mejor, contiene en sí mismo, un proceso sencillo y profundo: sencillo porque es fácil de comprender y profundo porque afecta a lo más recóndito de nuestro corazón y a la limpieza y blancura de nuestra alma. Así y sólo así seremos capaces de darnos cuenta de que está en juego algo más que pasar un mal momento cuando nos arrodillamos en el confesionario y relatamos nuestros pecados a un hombre que, en tal momento sólo es como nosotros en cuanto a hombre pero, en lo profundo, Cristo mismo. Lo que, en realidad, nos estamos jugando es eso que, de forma grandilocuente (porque es algo muy grande) y rimbombante (porque merece tal expresión) denominamos “vida eterna”. ¡Sí!, de la que santa Teresa de Jesús dice que dura para siempre, siempre, siempre.

¿Lo ven, ustedes?, hasta una santa como aquella que anduvo por los caminos reformando conventos y fundando otros sabía que lo que hay tras la muerte es mucho más importante que lo que hay a este lado del definitivo Reino de Dios. Y, claro está, tal meta, tal destino, no se va a conseguir de una manera sencilla o fácil, sin esfuerzo o sin nada que suponga poner de nuestra parte. Y es que ahora, ahora mismo, acude a nuestra memoria otro santo grande, san Agustín, que escribió aquello acerca de que Dios, que nos creó sin que nosotros dijéramos que queríamos ser creados (pero nos gusta haber sido creados) no nos salvará sin nosotros (y más que nos gusta ser salvados). 

Y esto, se diga lo que se diga, es bastante sencillo y simple de entender.

Un necesario Epílogo

 

Es conveniente que todo lo que empieza, acabe. Eso es lo que pasa con nuestra vida: nacemos, vivimos más o menos años y, cuando Dios quiere, nos llama a su Casa.

Es bien cierto que no siempre estamos preparados para presentarnos en la puerta de su corazón y llamar con la seguridad de no tener nada de qué pedir perdón. Pero también es cierto que sí tenemos un instrumento espiritual, del que aquí hemos hablado, del que podemos hacer abundante uso antes de que eso pase. No se gasta ni desgasta y es una de las cosas de las cuales a más uso, más brillo tiene y produce en nosotros.

Y en este tema, tan crucial para los hijos de Dios que caminamos hacia el definitivo Reino de Dios en el seno de la Iglesia católica, resulta de todo punto esencial que consideremos lo aquí dicho.

El caso es que hemos tratado de reflejar, en estos artículos, el proceso que supone la confesión. No es algo que se haga sin tener relación con alguna o algunas realidades. Es más, viene a ser el final de un caminar que se inicia con una voluntad, sigue con una perseverancia y termina con un arrodillarse. Y es que porque ponerse de rodillas es ser capaz de mostrar humildad y sometimiento a la voluntad de Dios y hacerlo ante el sacerdote que, en tal momento, representa a Jesucristo, actúa en nombre suyo, es muestra de tal virtud. Es más, aquí no termina la cosa porque tras la confesión y la correspondiente sanación de nuestra alma, el propósito de no volver a caer en las trampas del Maligno o en las que nosotros mismos nos preparamos, resulta esencial. De no tener eso claro nada de lo hecho habrá servido para nada o, en todo caso, habría supuesto un rescate de nuestra alma meramente puntual. Y nosotros no queremos lo que es momentáneo sino lo que es para siempre. Por eso es tan importante no volver a caer en el pecado pues, aunque sepamos que siempre podemos, debemos, acudir a la confesión, tampoco es plan estar, erre que erre, tropezando con la misma piedra… o con otra de distinta especie o condición pecaminosa. Y es que hay muchas a lo largo del camino. Eso bien que lo sabemos.

A lo largo de estas páginas hemos tratado de abrir los ojos. Es bien cierto que muchos hermanos en la fe los tienen bien abiertos pero también lo es que no es escasa la voluntad de taparse alguno de ellos. Así la visión no es total y se dejan de lado muchas cosas. Y eso es lo que pasa en materia espiritualmente tan importante como es la confesión.

Hemos visto que confesarse no es una tragedia sino, siempre, una tabla de salvación para cuando estamos en las aguas tormentosas del mundo y creemos vamos a hundirnos definitivamente hacia el fondo del olvido de Dios. Así, a punto de convertirnos en náufragos del espíritu, este gozoso Sacramento nos permite coger aire y respirar el que es puro y propio de la salvación eterna. ¿Puede haber algo mejor?

Pues sí. Aun hay algo que supera a nuestra propia superación y que tiene mucho que ver con lo que Dios quiere para nosotros, creación suya que ama y mima con sus misericordias y manifestaciones de amor eterno: el Amor del Todopoderoso.

Gracias a la voluntad expresa, de parte de Dios, de perdonarnos y de hacerlo tantas veces como seamos capaces de presentarnos ante el sacerdote y decir lo mal que lo hemos hecho, podemos decir que nuestra condenación no está asegurada. Es decir, las mismas veces que acudamos a la confesión sacramental (no ante Dios directamente sino como está establecido por el mismo Jesucristo) serán las que saldremos limpios de alma y de corazón. No vale, pues, engañar a quien nos quiere echar una mano bien grande de cara a nuestra salvación eterna. Y es que eso, además, es imposible porque Dios todo lo ve y todo lo sabe. Por tanto, a decir la verdad de aquello que, con franqueza, nos acordemos una vez nos hayamos arrodillado ante el sacerdote, es a lo único que debemos dedicarnos. Y así es porque la confesión, como hemos ido viendo a lo largo de las páginas precedentes, tiene un fin muy bien determinado (lo ha establecido Dios) que tiene mucho que ver con nosotros pero, sobre todo, con lo que será de nosotros una vez dejemos este valle de lágrimas. Entonces sabremos si hemos hecho bien las cosas o no.

Al menos, ahora mismo, tratemos de sembrar buena semilla de arrepentimiento. Ya llegará la cosecha cuando Dios quiera y que será, seguramente, cuando más nos convenga.

De todas formas durante un par de semanas continuaremos con algunas, digamos, “instrucciones” relacionadas con la confesión.

  

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Por la libertad de Asia Bibi. 

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Por el respeto a la libertad religiosa.

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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Decir que somos pecadores no es tan mal. Es más, nos es muy conveniente.

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Para leer Fe y Obras.

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.

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1 comentario

  
Oscar Pedro López Juanas
Simplemente, Muchas Gracias.
06/04/16 9:29 AM

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