“Una fe práctica”- Lo que pasa cuando te confiesas - 5- ¡Cuidado con los tropezones!

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Confesarse es un deber. Así de claro. Y eso quiere decir, sencillamente, que estamos obligados a hacerlo.

Se podría decir que sostener eso es llevar las cosas demasiado lejos en cuanto a nuestra fe católica. Sin embargo, si decimos que confesarse es un deber es porque hay un para qué y un porqué.

Debemos confesarnos para limpiar nuestra alma. Y eso no es tema poco importante. Y es que debemos partir de nuestra fe, de lo que creemos. Y creemos, por ejemplo, que después de esta vida, la que ahora vivimos, hay otra. ¡Sí, otra! También estamos seguros que la otra vida ha de ser mejor que esta (alguno podrá decir que para eso tampoco debe hacerse mucho…) pero que el más allá no tiene un único sentido. Es decir, que hay, eso también lo creemos, Cielo, Purgatorio e Infierno. Así, de mejor a peor lo decimos para que nos demos cuenta de la escala de cosas que pasan tras caminar por este valle de lágrimas.

Pues bien, lo fundamental en nuestra confesión es que nos sirve para limpiara el alma. Tal es el porqué. Pero ¿tan importante es limpiarla?

Bueno. Preguntar esto es ponerse muy atrás en la fila de los que entran en el Cielo o, como mal menor, en el Purgatorio. Y es que si no la limpiamos suficientemente de lo que la mancha es más que posible que las puertas que custodia san Pedro no nos vean en un largo tiempo.  Tal es así porque si no nos hemos limpiado del todo la parte espiritual de nuestro ser y nuestras manchas no nos producen la muerte eterna (ir al Infierno de forma directa tras nuestra muerte) es seguro que el Purificatorio lo habitaremos por un periodo de tiempo (bueno, de no-tiempo porque allí no hay tiempo humano sino, en todo caso, un pasar) que será más o menos largo según la limpieza que necesitamos recibir. Y es que ante Dios (en el Cielo) sólo podemos aparecer limpios de todo pecado, blancos como la nieve limpia nuestra alma.

Y decimos eso de ponerse atrás en la fila de los que quieren tener la Visión Beatífica (ver a Dios, en suma) porque no saber que es necesaria tal limpieza no ha de producir en nosotros muchos beneficios. Es más, no producirá más que un retraso en la comprensión del único negocio que nos importa: el de la vida eterna. ¡Sí, negocio, porque es algo contrario al ocio!: es lo más serio que debemos tener en cuenta y, en suma, un trabajo esforzado y gozoso.

Lo bien cierto es que somos pecadores. Lo sabemos desde que somos conscientes de que lo somos pero, en realidad, lo somos desde que nacemos. Es algo que debemos (des)agradecer a nuestros Primeros Padres, Adán y Eva y a su fe manifiestamente mejorable, a sus ansias de un poder que no podían alcanzar y, en fin, a no haber entendido suficientemente bien qué significaba no cumplir con determinado mandato de Dios. Es más, con el único mandato del Creador que no consistía en hincarle el diente a una fruta sino en no hacer caso a lo claramente dicho por Quien les había puesto en el Paraíso, les había librado de la muerte y les había entregado, nada más y nada menos, que el mando sobre toda criatura, planta o cosa que había creado. Pero ellos, como se nos ha enseñado a lo largo de los siglos desde que el autor inspirado escribiese aquel Génesis del Principio de todos los principios, hicieron caso omiso a lo dicho por Dios y siguieron las instrucciones de un Ángel caído que había tomado la forma, muy apropiada, de un animal rastrero.

En fin. El caso es que podemos pecar. Vamos, que caemos en más tentaciones de las que deberíamos caer y se nos aplica más bien que mal aquello que dijo san Pablo acerca de que hacía lo que no quería hacer y no hacía lo que debía. Y es que el apóstol, que pasó de perseguidor a perseguido, no queriendo hacer un trabalenguas con aquello dejó todo claramente concretado: pecamos y tal realidad es tozuda con absoluta nitidez.

Pues bien. Ante todo este panorama (del cual, por cierto, no debemos dudar ni por un instante) ¿qué hacer? Y es que pudiera parecer que deberíamos perder toda esperanza porque si somos pecadores desde que nacemos (aunque luego se nos limpie la mancha original con el bautismo) ¿podemos remediar tan insensato comportamiento?

¡Sí! Ante esto que nos pasa Dios ha puesto remedio. A esto también ha puesto remedio. Y es que conociendo, primero, la corrupción voluntaria de nuestra naturaleza y, luego, nuestro empecinamiento en el pecado, tuvo que hacer algo para que no nos comiese la negrura de nuestra alma que, poco a poco, podía ir tomando un tinte más bien oscuro.

Sabemos, por tanto, el para qué y, también, el porqué. Es decir, no podemos ignorar, no es posible que digamos que nada de esto sabemos porque es tan elemental que cualquier católico, formado o no, lo sabe. Y, claro, también sabemos, a ciencia y corazón ciertos, lo sabemos, que remedio, el gran remedio, se encuentra en una palabra que, a veces, nos aterra por el miedo que nos produce enfrentarnos a ella. Pero digamos que la misma es “confesión”. Es bien cierto que, teológicamente hablando decimos que se trata de un Sacramento (materia, pues sagrada, por haber sido instituido por Cristo) y que lleva por nombre uno doble: Reconciliación y Penitencia. La primera de ella es porque, confesándonos nos reconciliamos con Dios pero, no lo olvidemos, también con la Iglesia católica a la que pertenecemos porque a ella, como comunidad de hermanos en la fe, también afectan nuestros pecados (alguno habrá dicho algo así como “¿eso es posible? Y lo es, vaya si lo es); la segunda porque no debemos creer que nuestras faltas y pecados, nuestras acciones y omisiones contrarias a un mandato divino nos van a salir gratis. Es decir, que al mismo tiempo que reconocemos lo que hemos hecho (o no, en caso de pecados de omisión) manifestamos un acuerdo tácito (no dicho pero entendido así) acerca de lo que el sacerdote (Cristo ahora mismo que nos confiesa y perdona) nos imponga como pena. Y es que, en efecto, esto es una pena: la sanción y el hecho mismo de haber pecado contra Dios.

Conviene pues, nos conviene, saber qué nos estamos jugando con esto de la confesión. No se trata de ninguna obligación impuesta por la Iglesia católica como para saber qué hacemos ni, tampoco,  algo que nos debe pesar tanto que no seamos capaces de llevar tal peso y, por tanto, no acudamos nunca a ella. No. Se trata, más bien, de reconocer que todo esto consta o, mejor, contiene en sí mismo, un proceso sencillo y profundo: sencillo porque es fácil de comprender y profundo porque afecta a lo más recóndito de nuestro corazón y a la limpieza y blancura de nuestra alma. Así y sólo así seremos capaces de darnos cuenta de que está en juego algo más que pasar un mal momento cuando nos arrodillamos en el confesionario y relatamos nuestros pecados a un hombre que, en tal momento sólo es como nosotros en cuanto a hombre pero, en lo profundo, Cristo mismo. Lo que, en realidad, nos estamos jugando es eso que, de forma grandilocuente (porque es algo muy grande) y rimbombante (porque merece tal expresión) denominamos “vida eterna”. ¡Sí!, de la que santa Teresa de Jesús dice que dura para siempre, siempre, siempre.

¿Lo ven, ustedes?, hasta una santa como aquella que anduvo por los caminos reformando conventos y fundando otros sabía que lo que hay tras la muerte es mucho más importante que lo que hay a este lado del definitivo Reino de Dios. Y, claro está, tal meta, tal destino, no se va a conseguir de una manera sencilla o fácil, sin esfuerzo o sin nada que suponga poner de nuestra parte. Y es que ahora, ahora mismo, acude a nuestra memoria otro santo grande, san Agustín, que escribió aquello acerca de que Dios, que nos creó sin que nosotros dijéramos que queríamos ser creados (pero nos gusta haber sido creados) no nos salvará sin nosotros (y más que nos gusta ser salvados).

Y esto, se diga lo que se diga, es bastante sencillo y simple de entender.

5 - ¡Cuidado con los tropezones!

 

Pudiera parecer que estamos salvados para siempre. Es decir, que una vez hemos confesado y nos hemos librado de la pesada carga que suponía saber que no habíamos actuado según quiere Dios, la mejor de la vida (la eterna) se abre ante los ojos del corazón. Pero, como suele pasar con otras cosas de la semejanza de Dios, ni todo el monte es orégano ni es oro todo lo que reluce. Es decir, que es más que posible que podamos tropezar.

Sin embargo, no deberíamos pensar que es imposible no caer en las muchas tentaciones que se nos van a presentar o que, incluso, nosotros mismos nos fabriquemos. Es posible, al contrario, no caer en ellas aunque eso suponga una lucha interior no escasa.

Hablemos, pues, de lo que podemos hacer porque podemos hacer algo. Es decir, no nos atemos de manos y de corazón ante las asechanzas del Maligno porque, espiritualmente hablando, tenemos medios que eviten nuestro pecado.

Podemos, por ejemplo:

1.     Hacer un plan para evitar la tentación

2.     Hacer frente a la tentación de una voluntad positiva

3.     Mantenerse fiel a Dios frente a la tentación.

Pasemos, ahora, a ver, sencillamente, cada uno de estos pasos.

1.      Hacer un plan para evitar la tentación      

Empecemos. Somos conscientes de  de nuestra naturaleza pecadora. Es decir, no es que Dios nos cree pecadores sino que, por generación, recibimos el pecado original de nuestros Primeros Padres, Adán y Eva. ¡Qué más le hubiera gustado al Creador que aquellos que creó, de algo ya existente (llamado barro por las Sagradas Escrituras) que en el Paraíso siguieran estando ellos y sus descendientes sin la gran mancha que supuso su deseo de ser como el Todopoderoso! Luego se nos limpia con el bautizo pero, como bien sabemos, volvemos a las andadas en cuanto somos capaces de darnos cuenta de lo que hacemos y lo que podemos hacer excede, en mucho, nuestras ansias de hijos de Dios. Y, claro está, traspasamos la línea que separa una vida fiel al Creador de una infiel. Y pecamos.

Pues bien, es posible, en este estadio de conocimiento de cómo somos, prepararnos para, después de la confesión, no volver a pecar o, en todo caso, limitar el pecado todo lo que podamos. Nuestro objetivo, de todas formas, es no pecar. Así, exigiéndonos lo más hasta es posible que sólo caigamos en lo poco.

Lo más curioso es que, si bien el pecado creemos que nos aporta algún tipo de bien, de gozo momentáneo, parece que no nos demos cuenta de que eso supone a nivel espiritual. Y es que supone, como aquí se sostiene, algo demasiado importante como para dejarlo olvidado o escondido debajo de los muchos celemines bajo los que escondemos lo que no creemos no nos conviene.

Seguramente no hay persona que no conozca cuál es su defecto primordial. Es decir, que todo ser humano sabe que hay determinada realidad que es superior a sus fuerzas y en la que cae las más de las veces sin casi lucha por su parte.

Este defecto es, sin duda alguna y sin olvidar los demás, al que debemos poner coto pues es el que nos puede hacer incurrir en un pecado que, a lo mejor, se ha vuelto habitual para nosotros y al que no le damos la importancia que tiene.

A nivel práctico y como ejemplo:

-Es posible que nunca estemos seguros de nosotros mismos y nos dejemos llevar por la tentación.

-Es posible que nunca estemos satisfechos con nosotros mismos.

-Es posible que pueda más, en nosotros, el placer que lo verdaderamente importante.

-Es posible que no nos demos cuenta de lo que hacemos con relación a nuestra propia vida o, lo que es lo mismo, lo que eso puede suponer para la misma.

-Es posible que no seamos capaces de apreciar dónde se origina el tal defecto primordial y no podamos atajarlo correctamente.

-Es posible que estemos ciegos a base de no saber mirar lo que nos pasa.

A este respecto, y dado que podemos no ser capaces de darnos cuenta de lo que nos pasa, es más que posible que un sacerdote o director espiritual podría ayudarnos a apreciar lo que parece inapreciable a nuestros ojos y corazón. De todas formas, lo que no podemos hacer es seguir, como si nada, ante el pecado.

Incluso en nuestra situación, precaria de cara a conocernos, podemos tratar de detectar aquello que nos causa entristecimiento. Es más que posible que lleguemos a una conclusión que nos provea una solución satisfactoria al pecado en el que solemos caer. Así, si tenemos una relación matrimonial en la que vemos que causan estragos en nosotros los coqueteos con otras mujeres (u hombres) es posible que concluyamos que, al no sentirnos tan atractivos como nos creíamos antes, eso nos haga caer en un pecado tan grave como es el adulterio (ya dijo Jesús que quien mira a otra mujer deseándola, ya comete adulterio en su corazón). Entonces… habremos encontrado el origen de un posible pecado y, así, tratar de corregir lo que sólo puede ser una visión defectuosa de nuestra naturaleza.

Está claro, según estamos viendo, que no va a ser fácil conseguir no pecar. Sin embargo, debemos fijarnos una meta que no sea absolutamente imposible de conseguir. Así, por ejemplo, no sería conveniente decir algo así como “Nunca más voy a….” porque tal forma de planteamiento sí puede ser inalcanzable, en un principio, para nosotros. Es mejor decir algo así como “La próxima vez que se me presente tal tentación voy a oponerme a ella con todas mis fuerzas”. Y, luego, la otra y la otra y la otra…

Ahora bien, cuando se trata de pecados tan graves como, por ejemplo, el adulterio o, incluso, el asesinato, lo que suponga en nosotros de tolerancia ha de ser ninguna, nada de nada. Ahí, en este tipo de pecados, no puede haber otra vuelta de hoja: nunca caeré en ellos, distinguiendo, claro está, que una cosa es caer en adulterio y otra, muy distinta, matar a otra persona.

Lo que, en verdad, importa en el tema del pecado es darnos cuenta de que hacemos, actuamos (no no) con una responsabilidad: la nuestra. Es decir, somos responsables de lo que hacemos y no podemos imputar a otros la culpa de nuestras acciones. Por eso ante la tentación hemos de responde con un ¡No! rotundo porque sabemos lo que puede suponer un sí aunque sea condicionado.

Algo, pues, que podemos hacer es decir, de forma contundente, que de ninguna de las maneras vamos a caer en la tentación que se nos presente: como nosotros somos responsables de lo que hacemos según nuestra voluntad… con las mismas características de responsabilidad decimos lo que debemos decir. Ahora bien, lo que nunca debemos hacer es mirar para otro lado cuando seamos tentados o huir del Mal.

Nuestro plan es, pues, plantar cara a la tentación y el mismo consiste, por tanto en: analizar cómo somos-ver nuestros puntos flacos-oponernos con todas nuestras fuerzas al peso, en nosotros, de determinadas tentaciones.

Digamos, algo, sobre nuestro pasado pecador.

Sabemos, lo hemos dicho muchas veces, que somos pecadores. Aquí estamos hablando de lo que pasa cuando nos confesamos. El caso es que al habernos confesado hemos limpiado nuestra alma… del pasado.

Queremos decir que una vez dichos y perdonados los pecados, salvo para no volver a caer en los mismos, no deberíamos tenerlos en cuenta nunca más. Esto es lo mismo que decir que los remordimientos por los pecados cometidos no han de tener asiento en nuestro corazón. Lo pasado, y perdonado, pasado y perdonado está.

Esto pudiera parecer cosa de poca importancia. Sin embargo, recaer en el recuerdo de lo mal que lo hicimos antes de confesar lo hecho atraerá, primero, la tentación sobre lo que hicimos y, en segundo lugar, puede hacernos creer que somos incapaces de no sucumbir a lo mismo.

2.      Hacer frente a la tentación de una voluntad positiva

Digámoslo con toda claridad: el Demonio es malo del todo pero no podemos negar que hace gala de una virtud (en su caso desvirtuada) que ejercita con gran tesón: la perseverancia. Es decir, que es duro de pelar en cuanto a lo que quiere para nosotros y no va a dejar fácilmente que nos alejemos de su influencia. No le gusta Dios y, menos aún, los que dicen que lo aman y quieren cambiar sus malos actos. En fin y en resumidas cuentas: no va a parar de tentarnos haciendo pasar, además y en muchas ocasiones, por bueno para nosotros lo que no es más que pecado sobre pecado.

Seremos, pues, tentados y no deberíamos creer que, por habernos confesado una especie de aceite espiritual nos va cubrir y va a evitarnos ciertas caídas. No. Somos como somos y eso lo sabemos (¿O no?). Y depende de nosotros (recordemos aquello de san Agustín acerca de que Dios, que nos creó sin nosotros, no nos salvará sin nosotros) que el Ángel caído no salga vencedor de su lucha particular (en nosotros) y general, contra Dios.

Antes hemos dicho que podemos trazar un plan para evitar pecar. Además, lo que hagamos ha de tener un sentido bien determinado que tiene todo que ver con una sana intención espiritual: nuestra lucha espiritual ha de ser bien provechosa para nosotros.

Ciertamente sabemos, ya lo hemos dicho antes, qué es aquello que más nos afecta de cara a poder pecar. Es decir, no caminamos por el mundo ignorantes de nuestra realidad sino que somos más que conscientes de la misma.

En esto, en el pecado, tiene mucho que ver todo lo que lo rodea. Es decir, no pecamos, por decirlo así, en el espacio exterior sino a nuestro alrededor, en unas circunstancias y un ambiente muy determinado. Y debemos hacer todo lo posible e imposible para evitar eso.

Antes que nada, pues, debemos huir como del agua ardiendo de aquello que nos puede provocar caer en el pecado. Y es que, aunque es bien cierto que del corazón salen las obras, las mismas tendrían difícil ser construidas sino hubiera instrumentos que las hicieran posible.

A lo mejor nos sirven unos ejemplos:

-Si nuestro pecado tiene que ver con la drogadicción, lo primero que debemos hacer es evitar las zonas donde puedan adquirirse las drogas.

-Si nuestro pecado tiene que ver con la adicción a la pornografía, debemos huir de todo aquello que la fomente y facilite.

-Si nuestro pecado tiene que ver con la siembra de cizaña, a lo mejor deberíamos empezar a no pensar mal del resto de mortales que nos rodean.

-Si nuestro pecado tiene que ver que un sometimiento excesivo a bienes materiales, deberíamos plantearnos vivir con lo que tenemos durante un periodo más o menos largo.

-Si nuestro pecado tiene que ver con unas amistadas muy dadas a procurar el daño ajeno, lo mejor es que nos vayamos apartando poco a poco de las mismas.

Vemos, por tanto, que sí que podemos hacer algo aunque, claro está, cada cual, dándose cuenta de cuál es su mayor defecto (también, a ser posible, los menores) debe poner remedio al mismo según sean sus propias circunstancias, las características propias de su persona y, en fin, de lo que quiera, de verdad, conseguir.

De todas formas, sobre este tema de tratar de mantener una actitud positiva (que queremos evitar el pecado) vale la pena tener en cuenta que será difícil hacer esto si nos limitamos a valernos de nosotros mismos. Si en las tentaciones juegan un papel fundamental, además de nuestro corazón las propias situaciones en las que nos podamos poner, no es poco cierto que para evitarlas nos conviene mucho tener en cuenta a otras personas. Queremos decir que hay quien pueda echarnos una mano.

Digamos, antes que nada, que a Dios siempre lo tenemos en cuenta para evitar el pecado. Nos referimos a otros hermanos en la fe.

Bien. ¿Quién nos puede echar una mano?

En primer lugar, sabemos que el sacerdote siempre está dispuesto a ayudarnos. Es más, ha sido él quien nos ha confesado y por eso podemos dirigirnos a su persona para dar nuevos pasos en este sentido. También si el mismo es nuestro Director espiritual (¡Los hay!) y con más razón entonces.

La intervención del sacerdote en esta fase de nuestra concreta dirección espiritual está más entendida. Sus especiales características de formación le hacen más que apto para ayudarnos a no caer en las tentaciones que se nos presenten.

No deberíamos tener vergüenza (que, a lo mejor, tuvimos en la confesión) para acercarnos a la parroquia (a la nuestra o a otra) y plantear al sacerdote qué es lo, a tal respecto, queremos de él. Estamos seguros, además, que no pondrá objeción alguna a eso.

Pero también podemos acudir a otros hermanos en la que fe que sabemos muy preparados para un menester tan importante como es conducirnos por el camino recto hacia el definitivo Reino de Dios sin caer en tentaciones y manchar nuestra alma. Es más, podemos requerir del sacerdote información a tal respecto.

Por otra parte, si bien nuestra intención es resistirnos todo lo que podamos al pecado, debemos perseverar en eso. Es decir, no basta con querer salir vencedores de esta lucha interior y ya está sino que nuestra actitud ha de hacer gala de eso que no siempre somos capaces de mostrar: una santa cabezonería católica.

Debemos ser duros de cabeza en esto. Aquí no nos van a servir melindres ni disimulo alguno. Si la tentación se vuelve a presentar (que se volverá a presentar porque el Maligno no se deja vencer fácilmente) a ella debemos oponer una clara perseverancia en el ¡No! Y es que sólo tal respuesta va a ayudarnos de verdad en esta encrucijada.

Decimos que la tentación es una encrucijada porque nos plantea una serie de caminos a seguir. En general son dos: el del pecado, por un lado; el de Dios, por otro. Y escoger entre uno u otro es esencial para el resto de nuestra vida espiritual.

Ciertamente, ni siquiera la perseverancia va a conseguir, en un principio, que la tentación nos abandone. Sí si la misma cumple su función, digamos, continua. Sólo así, poco a poco, podremos acabar por dominar nuestro defecto principal o, simplemente, los pequeños pecados o posibilidades de cometerlos que se nos puedan presentar.

Nunca, de todas formas, podemos rendirnos ante la tentación. Conversar, con ella, no puede ser una opción. Como poco, mirar para otro lado; como normal, oponerse firmemente.

3.      Mantenerse fiel a Dios frente a la tentación

A estas alturas del análisis sobre la confesión sabemos que, tras confesarnos debemos plantar cara a la tentación. Y es que, de no hacerlo, de poco habrá servido lo hecho.

En este aspecto, en el plantar cara, vale mucho. Ya hemos dicho antes que debemos perseverar con santa cabezonería católica. Y a esto bien le podemos llamar mantenerse fiel a Dios.

Es más que seguro que podemos llegar a pensar que no somos capaces de resistir a la tentación. Sin embargo, tal pensamiento no es más que una trampa del Maligno para que nos demos por vencidos y no nos mantengamos fieles a Dios en este menester. Nosotros, sin embargo, vamos a hacer lo que debemos hacer sin miedos ni nada por el estilo.

Podemos decir, por ejemplo, que debemos:

1. Resistir a la tentación.             

Esto supone, en primer lugar, reconocer lo que somos (pecadores); en segundo lugar, llevar a cabo el plan que hemos dicho antes íbamos a llevar a cabo y cumplirlo todo lo a rajatabla que seamos capaces.

Hay algo, a tal respecto, que podemos hacer y que puede ser más que útil: tener en cuenta las Sagradas Escrituras.

Quien no sepa a qué nos referimos que piense, por un momento, dónde Dios se dirige a su descendencia en lo que se ha llamado una carta de amor.

¡En efecto! La Biblia es un buen lugar donde buscar una ayuda más que importante. Los católicos, además, tenemos al Magisterio y a la Tradición para echarnos una mano, también en lo referido al pecado y a nuestra resistencia al mismo.

Pues bien, en el texto que los autores inspirados nos han dejado escrito, no es poco lo que nos auxilia para nuestra particular, muy particular, lucha interior con efectos externos. Así, por ejemplo, en los Salmos podemos encontrar momentos en los que su autor se presenta ante Dios como pecador que es y le pide perdón. Sabe que va a ser perdonado pero no por eso deja de reconocer que es lo que es y, por eso mismo, acude a su Creador. Confía en Quien lo creó y mantiene y eso le hace mirar al futuro con un optimismo creyente al que nada se puede oponer.

Sabemos que san Pablo sabía mucho de esto. Por eso, en un momento determinado de su carta a los Romanos nos dice que, muy a pesar de que quiere hacer lo bueno… hace lo malo. Se reconoce, así, pecador y, digamos, pecador empedernido. Y es que sabe que lo malo había en él.

Y qué decir (ya lo hemos dicho arriba) de Adán y Eva: pecadores, los primeros; y el Rey David, pecador de un pecado tan grave como de procurar la muerte de uno de sus mejores soldados para poder tener a su esposa…

Ellos no supieron resistir la tentación. Sin embargo, nosotros, muchos siglos después de que les pasara lo que les pasó sabemos algo más y que es posible resistir, ¡Sí!, porque tenemos instrumentos espirituales que ellos, seguramente, no conocían aunque, en esencia, siga siendo lo mismo: no querer caer en la tentación como expresión de una voluntad fiel a Dios. Y, para eso, nos debe bastar acudir a las Sagradas Escrituras para ver qué fue lo que hizo Jesucristo cuando, conducido por el Espíritu (tras su bautismo en el Jordán) al desierto tuvo que mostrar una fortísima resistencia a la tentación. Y es que no fue una ni dos sino tres las ocasiones en las que el Maligno quiso tentar al Hijo de Dios y tres fueron también, todas, las que salió trasquilado de aquel intento.

2. No rendirse.

Las circunstancias por las que podemos pasar nos pueden abocar a caer en las tentaciones que se nos proponen. Y es que no es muy fácil taparse los sentidos que se sientan concernidos por las mismas. Pero nosotros, los fieles hijos de Dios, sabemos que no vamos a dar nuestro brazo a torcer. En este particular tema nuestra oposición ha de ser perseverante y contundente.

Por eso, cuando creamos que nos supera la situación que nos esté afectando debemos no dar un paso atrás. Aquí, conceder eso es darlo no sólo atrás sino, más bien, hacia abajo, hacia la fosa de la que tanto habla el salmista. Y teniendo en cuenta que de las fosas resulta difícil salir si no tenemos ayuda… ya sabemos cuál ha de ser nuestra actitud ante la tentación.

Sabemos que Jesús dejó dicho que el camino que lleva a la vida eterna es estrecho y que, por tanto, debemos luchar para poder caminar por él. Y en tal sentido, nuestro no rendirnos ante la tentación supone mucho de cara a poder ser aceptados en el camino del que habla el Hijo del hombre. Y es que somos conscientes de que contamos con la gracia de Dios sin la cual nada podemos hacer. Por eso tal fuerza, la de la gracia, hace en nosotros, debería hacer, unos luchadores incombustibles al desaliento. Es más, a más asechanzas del Maligno más debemos mostrar qué significa la gracia del Creador en nosotros porque la gracia siempre vence al pecado.

De todas formas ¿acaso hemos olvidado el papel que juega nuestra fe de cara a esta resistencia?

Queremos decir que nos sostenemos sobre unos principios, unas doctrinas y unos valores que han de ser más que suficientes como para no rendirse ante las tentaciones. Es más, sin tener en cuenta a unos y a otras difícilmente podremos no rendirnos.

El caso es que nosotros estamos seguros que, al no rendirnos, mostramos una fidelidad palpable a Dios. Y lo hacemos porque sabemos que hemos sido perdonados y, así, salvados. Nos conviene, por tanto, no bajar los brazos o apartar la mirada cuando se presente la tentación: perseverancia y contundencia, como hemos dicho.

3. Formular votos particulares o privados.

Seguramente habrá personas creyentes católicas que no sepan qué son, exactamente, los votos particulares o privados. Pues son un remedio bueno ante la tentación y un ejemplo de cómo podemos mantenernos fieles a Dios.

Conocemos, eso es cierto, los votos religiosos que quienes quieren entrar a formar parte de determinada comunidad de tales características, han de afirmar: castidad, obediencia, pobreza e, incluso, obediencia especial al Santo Padre.

Pues bien los que aquí llamamos, porque así se llaman, particulares o privados son los que podemos llevar a cabo cada uno de los creyentes católicos con Dios. Y obligan, por tanto, a quien los haga.

En lo que corresponde al pecado, a no pecar, podemos formular un voto particular referido a nuestro mayor defecto de cara a caer en las tentaciones. Por ejemplo:

“Me comprometo a no (suponiendo que sea esto) no frecuentar lugares donde se consuma alcohol durante un mes”.

A este respecto resulta muy práctico llevar una relación completa de nuestro voto particular. Queremos decir que podemos apuntar en el medio que queramos (papel, electrónico, etc.) la fecha en la que damos comienzo tal voto particular y la fecha en la que lo damos por terminado.

En caso de salir vencedores de este plazo podemos prorrogarlo otro tiempo más y, de volver a vencer en nuestra tendencia a pecar, podemos muy bien establecer un voto particular perpetuo:

“Me comprometo a no frecuentar nunca lugares donde se consuma alcohol”.

Es posible que esto pueda parecer poco. Sin embargo, para quien tiene fe en Dios, se ha confesado y está luchando contra determinada mala tendencia, será de mucho provecho comprometerse con su Creador en algo en concreto. Es más, el que esto escribe lo ha hecho y lo hace y puede dar fe (nunca mejor dicho) que funciona a las mil maravillas. Es una forma de mantenerse fiel a Dios frente a la tentación con la que se obtienen frutos espirituales y, aún, físicos porque pensemos qué puede suponer para alguien dado a la bebida, o a las drogas, vencer tales tentaciones…

Tal obligación que nos podemos poner tiene, además, una fuerza espiritual grande. Y tal es así porque una vez en este estado de cosas de nuestra alma no vamos a querer defraudar a Dios más de la cuenta. Es decir, si hemos pecado, hemos sido perdonados y hemos venido a establecer esta especie de obligación gozosa (porque es obligado el cumplirlo y porque obtenemos gozo con tal cumplimiento) lo mejor es, simplemente, llevarla a cabo.

De todas formas, no vamos a defender que resistir a la tentación y mantenerse fiel a Dios con este, digamos, instrumento espiritual sea fácil. Dependerá, como siempre, del nivel de desarrollo que tenga la fe en nosotros, de hasta dónde queramos hacer llegar la esperanza en el amor y la misericordia de Dios y, sobre todo, de si somos capaces de mantenernos firmes ante la tentación: a mayor firmeza, mejor resultado espiritual; a menor firmeza, recaída segura.

  

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Por la libertad de Asia Bibi. 

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Por el respeto a la libertad religiosa.

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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Decir que somos pecadores no es tan mal. Es más, nos es muy conveniente.

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1 comentario

  
Grace del Tabor - Argentina
Es del todo cierto lo que usted dice !
¡Pero qué difícil es encontrar un buen maestro espiritual !
22/03/16 9:04 PM

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