“Una fe práctica”- Lo que pasa cuando te confiesas - 2- Paso a paso hacia la reconciliación
Confesarse es un deber. Así de claro. Y eso quiere decir, sencillamente, que estamos obligados a hacerlo.
Se podría decir que sostener eso es llevar las cosas demasiado lejos en cuanto a nuestra fe católica. Sin embargo, si decimos que confesarse es un deber es porque hay un para qué y un porqué.
Debemos confesarnos para limpiar nuestra alma. Y eso no es tema poco importante. Y es que debemos partir de nuestra fe, de lo que creemos. Y creemos, por ejemplo, que después de esta vida, la que ahora vivimos, hay otra. ¡Sí, otra! También estamos seguros que la otra vida ha de ser mejor que esta (alguno podrá decir que para eso tampoco debe hacerse mucho…) pero que el más allá no tiene un único sentido. Es decir, que hay, eso también lo creemos, Cielo, Purgatorio e Infierno. Así, de mejor a peor lo decimos para que nos demos cuenta de la escala de cosas que pasan tras caminar por este valle de lágrimas.
Pues bien, lo fundamental en nuestra confesión es que nos sirve para limpiara el alma. Tal es el porqué. Pero ¿tan importante es limpiarla?
Bueno. Preguntar esto es ponerse muy atrás en la fila de los que entran en el Cielo o, como mal menor, en el Purgatorio. Y es que si no la limpiamos suficientemente de lo que la mancha es más que posible que las puertas que custodia san Pedro no nos vean en un largo tiempo. Tal es así porque si no nos hemos limpiado del todo la parte espiritual de nuestro ser y nuestras manchas no nos producen la muerte eterna (ir al Infierno de forma directa tras nuestra muerte) es seguro que el Purificatorio lo habitaremos por un periodo de tiempo (bueno, de no-tiempo porque allí no hay tiempo humano sino, en todo caso, un pasar) que será más o menos largo según la limpieza que necesitamos recibir. Y es que ante Dios (en el Cielo) sólo podemos aparecer limpios de todo pecado, blancos como la nieve limpia nuestra alma.
Y decimos eso de ponerse atrás en la fila de los que quieren tener la Visión Beatífica (ver a Dios, en suma) porque no saber que es necesaria tal limpieza no ha de producir en nosotros muchos beneficios. Es más, no producirá más que un retraso en la comprensión del único negocio que nos importa: el de la vida eterna. ¡Sí, negocio, porque es algo contrario al ocio!: es lo más serio que debemos tener en cuenta y, en suma, un trabajo esforzado y gozoso.
Lo bien cierto es que somos pecadores. Lo sabemos desde que somos conscientes de que lo somos pero, en realidad, lo somos desde que nacemos. Es algo que debemos (des)agradecer a nuestros Primeros Padres, Adán y Eva y a su fe manifiestamente mejorable, a sus ansias de un poder que no podían alcanzar y, en fin, a no haber entendido suficientemente bien qué significaba no cumplir con determinado mandato de Dios. Es más, con el único mandato del Creador que no consistía en hincarle el diente a una fruta sino en no hacer caso a lo claramente dicho por Quien les había puesto en el Paraíso, les había librado de la muerte y les había entregado, nada más y nada menos, que el mando sobre toda criatura, planta o cosa que había creado. Pero ellos, como se nos ha enseñado a lo largo de los siglos desde que el autor inspirado escribiese aquel Génesis del Principio de todos los principios, hicieron caso omiso a lo dicho por Dios y siguieron las instrucciones de un Ángel caído que había tomado la forma, muy apropiada, de un animal rastrero.
En fin. El caso es que podemos pecar. Vamos, que caemos en más tentaciones de las que deberíamos caer y se nos aplica más bien que mal aquello que dijo san Pablo acerca de que hacía lo que no quería hacer y no hacía lo que debía. Y es que el apóstol, que pasó de perseguidor a perseguido, no queriendo hacer un trabalenguas con aquello dejó todo claramente concretado: pecamos y tal realidad es tozuda con absoluta nitidez.
Pues bien. Ante todo este panorama (del cual, por cierto, no debemos dudar ni por un instante) ¿qué hacer? Y es que pudiera parecer que deberíamos perder toda esperanza porque si somos pecadores desde que nacemos (aunque luego se nos limpie la mancha original con el bautismo) ¿podemos remediar tan insensato comportamiento?
¡Sí! Ante esto que nos pasa Dios ha puesto remedio. A esto también ha puesto remedio. Y es que conociendo, primero, la corrupción voluntaria de nuestra naturaleza y, luego, nuestro empecinamiento en el pecado, tuvo que hacer algo para que no nos comiese la negrura de nuestra alma que, poco a poco, podía ir tomando un tinte más bien oscuro.
Sabemos, por tanto, el para qué y, también, el porqué. Es decir, no podemos ignorar, no es posible que digamos que nada de esto sabemos porque es tan elemental que cualquier católico, formado o no, lo sabe. Y, claro, también sabemos, a ciencia y corazón ciertos, lo sabemos, que remedio, el gran remedio, se encuentra en una palabra que, a veces, nos aterra por el miedo que nos produce enfrentarnos a ella. Pero digamos que la misma es “confesión”. Es bien cierto que, teológicamente hablando, decimos que se trata de un Sacramento (materia, pues sagrada, por haber sido instituido por Cristo) y que lleva por nombre uno doble: Reconciliación y Penitencia. La primera de ella es porque, confesándonos nos reconciliamos con Dios pero, no lo olvidemos, también con la Iglesia católica a la que pertenecemos porque a ella, como comunidad de hermanos en la fe, también afectan nuestros pecados (alguno habrá dicho algo así como “¿eso es posible? Y lo es, vaya si lo es); la segunda porque no debemos creer que nuestras faltas y pecados, nuestras acciones y omisiones contrarias a un mandato divino nos van a salir gratis. Es decir, que al mismo tiempo que reconocemos lo que hemos hecho (o no, en caso de pecados de omisión) manifestamos un acuerdo tácito (no dicho pero entendido así) acerca de lo que el sacerdote (Cristo ahora mismo que nos confiesa y perdona) nos imponga como pena. Y es que, en efecto, esto es una pena: la sanción y el hecho mismo de haber pecado contra Dios.
Conviene pues, nos conviene, saber qué nos estamos jugando con esto de la confesión. No se trata de ninguna obligación impuesta por la Iglesia católica como para saber qué hacemos ni, tampoco, algo que nos debe pesar tanto que no seamos capaces de llevar tal peso y, por tanto, no acudamos nunca a ella. No. Se trata, más bien, de reconocer que todo esto consta o, mejor, contiene en sí mismo, un proceso sencillo y profundo: sencillo porque es fácil de comprender y profundo porque afecta a lo más recóndito de nuestro corazón y a la limpieza y blancura de nuestra alma. Así y sólo así seremos capaces de darnos cuenta de que está en juego algo más que pasar un mal momento cuando nos arrodillamos en el confesionario y relatamos nuestros pecados a un hombre que, en tal momento sólo es como nosotros en cuanto a hombre pero, en lo profundo, Cristo mismo. Lo que, en realidad, nos estamos jugando es eso que, de forma grandilocuente (porque es algo muy grande) y rimbombante (porque merece tal expresión) denominamos “vida eterna”. ¡Sí!, de la que santa Teresa de Jesús dice que dura para siempre, siempre, siempre.
¿Lo ven, ustedes?, hasta una santa como aquella que anduvo por los caminos reformando conventos y fundando otros sabía que lo que hay tras la muerte es mucho más importante que lo que hay a este lado del definitivo Reino de Dios. Y, claro está, tal meta, tal destino, no se va a conseguir de una manera sencilla o fácil, sin esfuerzo o sin nada que suponga poner de nuestra parte. Y es que ahora, ahora mismo, acude a nuestra memoria otro santo grande, san Agustín, que escribió aquello acerca de que Dios, que nos creó sin que nosotros dijéramos que queríamos ser creados (pero nos gusta haber sido creados) no nos salvará sin nosotros (y más que nos gusta ser salvados).
Y esto, se diga lo que se diga, es bastante sencillo y simple de entender.
2- Paso a paso hacia la reconciliación
No podemos dejar de reconocer que cuesta un poco. O, sin rodeo alguno… que nos cuesta mucho dar el paso hacia la reconciliación. Y no es que no comprendamos que es muy importante para nosotros estar a bien con Dios y limpiar todo lo posible nuestra alma por si somos llamados de repente a su santo Tribunal. Pero, se diga lo que se diga, hay que tener un corazón muy blando para abajarse, humillarse y, en fin, arrodillarse en el confesionario.
Pues bien, ya hemos reconocido que somos pecadores ¿Ahora qué?
El caso es que reconocer eso supone tener en cuenta hasta dónde hemos pecado y qué significa eso para nosotros. De ser así, de saber apreciar la totalidad del pecado y de sus consecuencias estaremos en la mejor situación para dar el paso siguiente que es la confesión y de la que luego hablaremos.
En esto debemos ir poco a poco porque un mal paso puede dar al traste con esta fase de la limpieza del alma. Por eso debemos seguir un pequeño esquema que nos sirva de base para este especial análisis de nuestra situación espiritual.
En primer lugar, nos preguntaremos qué hemos hecho mal. En realidad, se trata del conocido como “examen de conciencia” y nos ha de servir para presentarnos ante el sacerdote con la cartilla bien leída a nosotros mismo o, por decirlo de otra forma, con una buena lucha interior para vencer el egoísmo de no confesarse por vaya a usted a saber qué motivo.
Esta fase de nuestra reconciliación es especialmente puntillosa. Es más, tiene que ser lo más puntillosa posible porque de salir bien de ella nos habremos examinado correctamente. Pecamos, sí, pero ¿de qué?
Cualquiera católico sabe que hay pecados veniales y pecados mortales, que no son lo mismo una clase y otra y que, por tanto, las consecuencias para nuestra alma no son las mismas. Pero nos conviene conocer muy bien si es que hemos cometido unos y otros pues no es lo mismo algo ligero que algo grave que nos lastre el caminar hacia el definitivo Reino de Dios.
Aquí y ahora no nos valen disimulos ni nada por el estilo. Y quizá recordar, en este momento, que de lo que hagamos ahora depende mucho nuestra vida eterna (podemos ser llamados, como hemos dicho arriba, ahora mismo a presentarnos ante Dios) será un buen remedio ante lo que podría ser una actitud en exceso simuladora de que no pasa nada, de que no nos pasa nada.
Ciertamente es posible, y más que seguro, que hayamos pecado sin conciencia de haber pecado. Sobre eso poco podemos hacer y dejamos en manos de Dios un desconocimiento tan grande de nuestra fe pero que, ciertamente, posible tener porque estamos seguros que sabrá ser misericordioso en ese aspecto de nuestra vida espiritual.
Sin embargo, sí hay mucho sobre lo que pecamos y sí tenemos conciencia. Es más, podemos dar un paso más y acudir donde se nos puede decir qué es y qué no es pecado. Y no es que se trate de una especie de lista donde se recoge qué es lo que se puede y qué es lo que no se puede hacer sino que se trata de una herramienta espiritual de gran ayuda. A esto bien lo podemos llamar, simplemente, formación y para llegar a ella es imprescindible tener una correcta información sobre el pecado.
La formación espiritual acerca del pecado no resulta muy difícil de conseguir. Es decir, aquí podemos decir aquello de que “quien quiere, puede”. Y es que son demasiados los medios a través de los cuales podemos conocer los límites de nuestra actuación espiritual y qué es la línea que no debemos pasar para no pecar.
Podemos acudir, por ejemplo, a nuestro sacerdote. Bueno, decimos “nuestro” en el sentido de sea quien tiene asignada la Parroquia a la que asistimos habitualmente aunque, en realidad, nos valdría cualquiera que supiéramos que no anda errado por el mundo de la fe que transitamos; nuestra propia diócesis también puede ser objeto de nuestras pesquisas espirituales.
Existen, de todas formas muchos otros medios de formación a los que podemos acceder con mucha facilidad. La denominada red de redes es un instrumento válido que nos puede echar una mano bien grande. A sólo unos cuantos clics del ratón de nuestro ordenador personal se encuentra todo aquello que necesitamos saber sobre el pecado: sobre lo que es y sobre lo que supone y, sobre todo, en aquello en lo que no debemos incurrir. Y todo ello respondiendo a una frase bíblica que, bien entendida y bien llevada a cabo, facilita mucho las cosas: “lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis”.
Sin embargo, tenemos que decir que el examen de conciencia también tiene sus formas. Es decir que si bien lo podemos hacer, simplemente, viéndonos a nosotros mismos (por ejemplo, cada noche, antes de dormir) es bien cierto que existe un cómo. Resulta, pues, importante, atender al mismo porque nos puede ayudar a ser conscientes de lo importante que es el paso que estamos dando de reconocer que somos pecadores.
Hacer bien el examen de conciencia no es imposible
A veces pensamos que algo tan crucial como un examen de conciencia es dificultoso o casi imposible de llevar a cabo. Eso, por decirlo con misericordia, puede ser una excusa, mala, para no hacerlo pero, la verdad es que es todo lo contrario. Se necesita, eso es cierto, conocer cómo pero una vez conocido el cómo el qué es cosa de cada cual. Pero imposible, lo que se dice imposible, no es.
Digamos algo sobre esto porque no es poca importancia. Dar, aquí, un paso en falso, bien puede frustrar el resto de este camino que estamos empezando a recorrer y que es esencial para nuestra salvación eterna.
Bien. Debemos hacer examen de conciencia. Eso lo sabemos pero ¿cómo? Pues como aquí decimos, recordando que las oraciones que aquí ponemos son, simplemente, orientativas pues cada cual, según su espíritu, puede presentarse ante Dios como mejor sepa o entienda y que el Creador, que es un Dios personal, nos entiende a la perfección. Estos pasos que aquí ponemos nos llevarán, con pie y espíritu firme, a los pies del confesionario o, mejor, a los de Dios.
Invocación al Espíritu Santo
Sabemos que a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad se la conoce como “el gran desconocido”. Es más, aquellos que nos dedicamos a labores catequéticas bien conocemos la dificultad de hacer comprender que el Espíritu Santo tiene un templo que es nuestro corazón y que habita en el mismo para conducirnos por el buen camino hacia el definitivo Reino de Dios.
Sin embargo, Aquel que surge del amor entre el Padre y el Hijo es absolutamente necesario en nuestro examen de conciencia y, aunque reconocemos que es mucho más fácil tener en cuenta a Dios, como Creador y Padre, y a Jesús, como Hijo y hermano nuestro, no podemos olvidar a quien envió Cristo cuando subió al Todopoderoso como prometió en la Cruz.
Pues bien, debemos invocar, llamar, al Espíritu Santo.
Alguien puede decir que para qué lo vamos a llamar si está en nuestro corazón. Pues debemos llamarlo porque, como es más que evidente, demasiadas veces lo tenemos tan escondido que apenas se nota que es nuestro guía y sus gemidos, inefables según la Escritura, nos parecen palabras lejanas, demasiado lejanas, que apenas oímos y, menos, escuchamos.
Invoquemos, pues, al Espíritu Santo. Es lo primero que debemos hacer en el examen de conciencia porque es lo que Dios quiere que hagamos: llamarlo a Él mismo.
Podemos decir, por ejemplo:
Espíritu Santo, Espíritu de Dios,
acude en mi auxilio en estos momentos de necesidad;
ilumina mi alma para que alcance a conocer en qué he pecado; sé mi luz y allana el camino hacia el Padre.
Como ya hemos dicho, esta invocación es un, a modo, de idea, porque se pueden utilizar las muchas oraciones que nuestra fe católica tiene dedicadas al Espíritu Santo. Es más, cada uno de nosotros, puede dirigirse a la Tercera Persona como le dé a entender su corazón.
Digamos que hemos llamado al Espíritu Santo. Ahora sólo nos falta ser capaces de escucharlo. Y eso, con un poco de paciencia y perseverancia espiritual, no debe ser, tampoco, imposible.
Acto de presencia de Dios
Es bien cierto que necesitamos al Espíritu Santo. Nos marca una senda que seguir y nos hace más fácil nuestra vida espiritual. Y ahora, en el momento en el que nos encontramos (de abajamiento y humildad suma) es básico para nosotros.
Sin embargo hay algo que nunca debemos olvidar y que tiene relación directa con qué estamos procurando llevar a cabo: Dios, que es nuestro Creador y es nuestro Padre, debe estar a nuestro lado o, mejor, debemos creer que está a nuestro lado porque Él, de hecho, está.
Aquí, en este momento, es muy importante darse cuenta de que Dios no nos abandona nunca. Es decir, cuando nos creó no dijo algo así como “ahí te quedas”. No. Nuestro Creador, que nos da la vida a través de nuestros padres, está siempre a nuestro lado y, por decirlo así, nunca ha tenido intención de abandonar a la creación de la dijo que era “muy buena” cuando la creó a su imagen y semejanza. Y si nunca abandonó a su pueblo (por mucho que el mismo lo abandonara a Él y se olvidara de su Señor) menos aun lo hará con cada uno de nosotros.
Dios, por tanto, está a nuestro lado. Eso, sostener eso, es manifestar una creencia elemental y sin la cual nada de lo que pueda seguir al examen de conciencia, tiene sentido. Es decir, que si no creemos que el Todopoderoso nos auxilia siempre, bien podemos dejar de leer ahora mismo.
Pero nosotros, sus hijos, sabemos que la verdad es la contraria: siempre nos echa una mano y ahora, cuando estamos manifestando interés en reconocer en qué hemos fallado, más aun. Continuamos, pues, con nuestra básica labor de limpieza y poda espiritual.
Debemos, pues, esforzarnos en darnos cuenta de que Dios está aquí, con nosotros y, sobre todo, que está escuchando cada una de nuestras palabras. Sólo así el examen de conciencia tendrá el sentido perfecto y será una luz que iluminará, en la tiniebla por la que estemos pasando, el camino para salir de ella.
Es cierto que para este acto de presencia de Dios no necesitamos invocación como en el caso del Espíritu Santo. Basta creer que Dios está aquí. Sin embargo, tampoco estaría de más dirigirnos al Padre con algo como esto:
Padre Dios, de Misericordia infinita y Justicia santa,
sé que estás a mi lado y que nunca me abandonas;
te pido comprensión para mis faltas
y amor para perdonarlas.
Seguramente no puede haber nada mejor que saber, estar en la seguridad, reconocer, que Dios nos urge a acercarnos a su lado no desde una lejanía ininteligible sino desde una cercanía fructífera y amorosa. Sólo así seremos capaces de ser totalmente francos cuando nos acerquemos al confesionario y ahora mismo, ahora que estamos preguntándonos qué hemos hecho contra su Santo Ser, nos veremos urgidos a meter el bisturí en buscar de sanar lo enfermo.
Acción de gracias
Se suele decir que “de bien nacido es ser agradecido”. En verdad, nada hay más lógico de parte de quien ha recibido una gracia que manifestar que se ha recibido y que eso ha supuesto algo importante para su vida y persona. Pues eso pasa al respecto de Dios y nosotros, de nuestro Padre y sus hijos.
De todas formas, hay algo importante en esto y es que para poder dar gracias debemos ser conscientes del bien que nos ha hecho y hace Dios. De otra forma, será difícil que agradezcamos lo que no tenemos por donado por el bondadoso corazón del Padre.
En esto viene muy bien la memoria. Si recordamos lo que, a lo largo de nuestra vida (o en un momento determinado de la misma si ha sido muy importante para nosotros) hemos recibido de parte de Dios y todo lo que, con toda evidencia para nosotros, ha sido regalo suyo, podremos agradecer tales dones. Seguramente cada cual sabe que, en algún momento concreto, el Creador le ha distinguido con su amistad de una forma muy íntima y sólo él sabe eso porque sólo él ha podido gozar de determinada gracia personal. Ahora es el momento de recordarlo y de agradecerlo. Y es que la cercanía al Padre es, en esto, absolutamente crucial y nos puede servir muy bien para sentar una buena base espiritual.
Agradecer es síntoma de tener un corazón limpio porque quien no es capaz de dar gracias por algo que sabe ha recibido muestra una actitud demasiado rácana al respecto de su fe pero, sobre todo, al respecto de Quien es el origen y fin de su creencia. Por eso ha de surgir el agradecimiento de forma natural. Es decir, no nos conviene, para nada, forzar un “gracias Dios” porque el Creador, que conoce nuestro más recóndito pensamiento, sabe perfectamente cuando estamos fingiendo. El agradecimiento ha de ser, por tanto, totalmente franco y sin más intención que manifestar nuestro amor por aquel “que sabemos que nos ama” (como muy dejó dicho Santa Teresa de Jesús).
Agradecemos, pues, en este preciso momento de nuestro examen de conciencia porque, habiendo invocado al Espíritu Santo y dado procurado la presencia de Dios junto a nosotros, nos queda dar el pequeño paso de reconocer lo que hemos sido beneficiados de parte del Todopoderoso.
Y podemos, por ejemplo, decir esto:
Gracias, Padre Dios, por todo el bien que me has hecho
y me haces; por no abandonarme nunca y estar siempre
a mi lado. Te agradezco por todo, te pido por todo y te amo por todo.
Estamos seguros, porque es nuestra fe, que al corazón de Dios ha de llegar muy profundo nuestro agradecimiento y, no lo olvidemos, que se ha de tener en cuenta a la hora de nuestro Juicio particular porque el Creador no olvida nada de lo que hacemos o decimos. Es, esto, ciertamente un gran misterio pero, al mismo tiempo, una gran verdad que confesamos cierta.
Análisis del cumplimiento de la voluntad de Dios en nuestra vida
Y llegó el momento cumbre de este examen de conciencia: qué hemos hecho (o no y deberíamos haber hecho) de lo que pueda predicarse una malversación de nuestra fe, un ataque directo al Creador o, por decirlo pronto, la manifestación de una falta de amor hacia Aquel que nos creó.
De entrada podemos decir que, a la hora de examinarnos para ver si hemos incurrido en algún pecado, es bien cierto que tampoco hace falta mucho. Nosotros sabemos lo que hemos y debería bastar. Sin embargo, no es menos cierto que en este tipo de materia, la del pecado, nuestras acciones y omisiones pueden hacernos caer en más ocasiones de las que nosotros podemos llegar a pensar. Y es que debemos recordar que cuando Jesús decía “Habéis oído que se dice…. pues yo os digo”. Con esto nos decía que debíamos tener cuidado con lo que creíamos saber y conocer al respecto de nuestro actuar porque el contenido, por ejemplo, de los Mandamientos, iba más allá de la simple lectura y contenido de lo aparente de los mismos.
Deberíamos, por tanto, seguir algún tipo de esquema que, por ejemplo, podemos tener escrito (tampoco es necesario que lo sepamos de memoria) para facilitar el examen de conciencia. Podemos, por ejemplo:
1. ¿Cómo somos y actuamos si nos referimos a Dios?:
¿Creo verdaderamente en Dios o confío más en brujerías, amuletos, supersticiones, horóscopos o “energías”?
¿Amo a Dios sobre todas las cosas o amo más a las cosas materiales?
¿Voy a Misa los domingos y trato de descansar ese día para dedicarlo a Dios?
¿Me confieso y comulgo frecuentemente?
¿Hago oración, entendida como un diálogo íntimo con Dios?
¿He usado el nombre de Dios sin respeto? ¿Pido ayuda a la Virgen y al Espíritu Santo? ¿Defiendo a la Iglesia y a sus representantes?
2. ¿Cómo actuamos con relación al prójimo?:
¿Trato bien a mi familia?
¿Busco hacerlos felices o que se haga lo que yo digo?
¿Los respeto o los maltrato?
¿Trato bien a los demás?
¿Soy justo con todos?
¿Ayudo a los necesitados?
¿He matado, robado o mentido?
¿He hecho daño a alguien?
¿Acostumbro a hablar mal o pensar mal de los demás?
3. ¿Cómo actúo con relación a mí mismo?:
¿Lucho por ser mejor cada día?
¿He controlado mi carácter?
¿He respetado mi cuerpo y el de los demás? ¿He alejado de mi mente los malos pensamientos?
¿He sido fiel en mi matrimonio?
¿Siento envidia de los demás, por lo que son o lo que tienen?
Pero también podemos seguir la relación que, de los Mandamientos, se hace en la Sagrada Biblia. Así, por ejemplo, iríamos uno a uno: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”… y veríamos si, en efecto, hemos amado a Dios sobre todas las cosas. Y así, poco a poco, veríamos si hemos pecado aunque, en principio no nos diéramos cuenta de tal pecado. Ahora, a la luz de la presencia del Espíritu Santo y haber dado gracias a Dios por lo que nos ha regalado y donado, seguramente será más fácil apreciar lo que antes era inapreciable para nosotros.
Arriba ya hemos hecho mención a la existencia, a nivel de pecados, de los veniales y los mortales que, como sabemos, no tienen la misma consecuencia de cara a la salvación de nuestra alma. Así, por ejemplo, para que cometamos un pecado mortal debemos violar un mandamiento de forma muy grave, debemos conocer que eso es así y debemos consentir en cometerlo. Es grave, mortal, por eso: no tenemos excusa alguna porque conocíamos perfectamente lo que hacíamos y, a pesar de eso… pecamos. Y, recordemos que si no es borrado a través del arrepentimiento y el perdón de Dios, nos veta la entrada en el Cielo y, entonces, nos procura la muerte en el Infierno.
Por otra parte, el pecado venial, con ser menos grave que el mortal (como es lógico pensar) no es poco importante. Y es que, aunque no nos procure la muerte eterna ofende a Dios, impide el progreso del alma. Pero es que, además, quien comete pecados veniales sin darle importancia le está preparando el camino al pecado mortal que, como hemos dicho, es más que grave e importante. De todas formas, aunque el pecado venial no rompe nuestra amistad con Dios ni nos priva de la gracia santificante ni de la amistad o caridad al respecto de Dios y, por tanto, de la bienaventuranza y la Visión Beatífica, no podemos negar que puede retardar (más o menos) la entrada en el Cielo porque, de no limpiar del todo nuestra alma, deberíamos purificarla en el Purificatorio.
Petición de perdón
De haber hecho de la forma más pormenorizada posible el análisis de nuestra vida sabemos en qué hemos fallado. Entonces, también, y de forma inmediata, podremos darnos cuenta de la gran diferencia existe entre nuestra actitud y el amor de Dios.
Una cosa y la otra son bien distintas y diferentes. Es decir, nos damos cuenta de que pecamos y que, por otra parte, el Creador, que nos perdona siempre, nos ama sobre todo porque somos hijos suyos. Eso nos ha de hacer ver que, en realidad, somos poca cosa ante el Todopoderoso.
Este es un momento importante. Vemos lo que somos y qué es Dios. Lo único que podemos hacer en este momento y, además, lo necesitamos, es pedir perdón a Quien nos ha creado.
El perdón nos sirve, además, para situarnos ante los pies de Dios con humildad y sabiendo que seremos escuchados en esta petición de una gracia tan especial como es la de que sea aceptada tal petición por el Todopoderoso.
En realidad, una gran luz hay en nuestro corazón que nos hace ver que, al equivocarnos, debemos dirigir nuestra mirada espiritual hacia el Creador. No nos hunde darnos cuenta de los pecados cometidos sino que nos facilita la relación con Dios saber que, aunque los hayamos cometidos hemos sido perdonados y, por eso, pedimos perdón. Y podemos pedirlo, por ejemplo, así:
Padre Dios; reconozco que he pecado y que he traicionado a tu corazón y a tus ansias de Creador.
Padre Dios; te pido perdón por mis pecados y reconozco que soy nada ante Ti.
Padre Dios; imploro tu misericordia porque necesito limpiar mi alma.
En resumidas cuentas: pedir perdón a Dios allana el camino hacia la confesión porque hacer nacer, en nosotros, la necesidad de una limpieza del alma por Quien eso puede hacer.
Propósito de enmienda
Incluso saber que hemos pecado no es suficiente antes de la confesión. Vemos, por tanto, que la preparación para tan importante momento, es crucial.
El caso es que debemos manifestar que, si hemos pecado, no vamos a hacerlo más.
Alguien puede decir que eso es muy difícil. Y no queremos decir que sea difícil proponer que no vamos a pecar sino, simplemente, no pecar más. Sin embargo, lo que ahora hacemos es predicar, de nosotros mismos, una limpieza del alma que queremos se mantengan todo el tiempo que seamos capaces. Por eso proponemos enmendarnos de ciertas actitudes nuestras y de ciertas caídas en las que, según decimos, no vamos a volver a caer.
Proponer eso supone mucho por nuestra parte: reconocer que hemos pecado, primero y, luego, decir a Dios que seremos muy cautos a la hora de actuar en lo tocante a todo lo que pueda concernirnos. Y con no ser el objetivo fácil, no podemos dejar de decir que es una proposición que nos debemos hacer de forma totalmente franca y sin fisuras: proponemos, nos proponemos, enmendarnos o, lo que es lo mismo, corregir nuestra forma de ser de forma que, en el próximo examen de conciencia sea mucho menos lo que podamos encontrar en contra nuestra.
De todas formas, lo que buscamos con el propósito de enmienda es ayudarnos a mejorar espiritualmente y fomentar, en nosotros, una actitud positiva de cara a no pecar más.
Así, por ejemplo, podemos decir:
Dios mío y Padre misericordioso; en este momento propongo enmendar mi forma de ser y procurar no dejar que la tentación me domine y caer en el pecado.
Proponernos una cosa así supone ser consciente de lo que es todo este proceso que estamos siguiendo y que, poco a poco vamos consiguiendo que el confesionario nos reciba con un conocimiento de nosotros mismos adecuado y profundo.
Petición de fuerzas
Somos débiles. Eso lo comprobamos al seguir el esquema aquí traído. Y nos damos cuenta de que, mucho más allá de lo que creíamos, pecamos con demasiada asiduidad y, muchas veces, con excesiva tranquilidad de espíritu.
Entonces, estando en este punto tan importante de nuestro examen de conciencia, nos conviene mucho dirigirnos a Dios para hacer una petición que es, seguramente, más necesaria que nunca: pedir fuerzas.
Aquí, lógicamente, nos referimos a fuerzas espirituales aunque no podamos negar que otras tantas veces las físicas son más que necesarias para no pecar. De todas formas, dirigirse a Dios pidiéndole esto es manifestar confianza en Quien, aunque sepamos que nos va a perdonar y nos va a dar las fuerzas necesarias, al menos cree que debemos pedirlo con perseverancia.
Solicitemos a Dios ayuda para tal menester:
Padre Dios; me dirijo a Ti en la confianza de ser escuchado.
Aunque reconozco que soy pecador he prometido no volver a pecar. Soy, sin embargo, poco perseverante en el cumplimiento de tal intención y te pido ayuda, fuerza de espíritu para llevar a cabo tan buen intención personal.
Estamos a punto, en el camino seguro hacia el perdón que hemos iniciado con la conciencia de ser pecadores, de arrodillarnos en el confesionario. Hemos visto lo que somos, a Quién pedimos auxilio y de Quien reclamamos limpie nuestra alma. Demos, ahora, el paso crucial.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa.
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Enlace a Libros y otros textos.
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Decir que somos pecadores no es tan mal. Es más, nos es muy conveniente.
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Para leer Fe y Obras.
Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.
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1 comentario
Siempre has sido un buen instrumento, aunque de barro como me dijiste hace 3 años, para mi.
Que el Espiritu Santo te siga inspirando !
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EFG
Muchas gracias por tu amable comentario. Uno hace lo que puede y lo que Dios le da a entender (siempre que sea capaz de escuchar sus mociones). Espero que te vaya lo mejor posible. Un abrazo.
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