Meditaciones sobre el Credo – 11.- La resurrección de la carne
Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.
……………………..
Enlace a Libros y otros textos.
……………………..
Explicación de la serie
El Credo representa para un católico algo más que una oración. Con el mismo se expresa el contenido esencial de nuestra fe y con él nos confesamos hijos de Dios y manifestamos nuestra creencia de una forma muy concreta y exacta.
Proclamar el Credo es afirmar lo que somos y que tenemos muy presentes en nuestra vida espiritual y material a las personas que constituyen la Santísima Trinidad y que, en la Iglesia católica esperamos el día en el que Cristo vuelva en su Parusía y resuciten los muertos para ser juzgados, unos lo serán para una vida eterna y otros para una condenación eterna.
El Credo, meditar sobre el mismo, no es algo que no merezca la pena sino que, al contrario, puede servirnos para profundizar en lo que decimos que somos y, sobre todo, en lo que querríamos ser de ser totalmente fieles a nuestra creencia.
La división que hemos seguido para meditar sobre esta crucial y esencial oración católica es la que siguió Santo Tomás de Aquino, en su predicación en Nápoles, en 1273, un año antes de subir a la Casa del Padre. Los dominicos que escuchaban a la vez que el pueblo aquella predicación, lo pusieron en latín para que quedara para siempre fijado en la lengua de la Iglesia católica. Excuso decir que no nos hemos servido de la original sino de una traducción al castellano pero también decimos que las meditaciones no son reproducción de lo dicho entonces por el Aquinate sino que le hemos tomado prestada, tan sólo, la división que, para predicar sobre el Credo, quiso hacer aquel Doctor de la Iglesia.
11.- La resurrección de la carne
Es bien cierto que nacemos pero que, también, morimos. Es un principio y realidad de la vida del ser humano que no podemos olvidar y que, sobre todo, no debemos esconder: estamos hechos para otra vida, la eterna y, por eso mismo, morir es, por así decirlo, un paso necesario para subir a la Casa del Padre y gozar de su Reino Eterno.
Tal es así, que el apóstol de los gentiles escribió que “para mí la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21) y mostraba, a la perfección, lo que un discípulo del Mesías debe entender acerca de esta vida y de la que tiene que venir. Vale la pena, pues, reconocerse en el mundo como hijos de Dios y actuar, en consecuencia, sabiendo que Cristo nos está preparando estancias en la Casa de su Padre (cf. Jn 14, 2) y que, cuando sea la voluntad del Creador, allí estaremos de acuerdo a nuestro ser en este mundo (Cristo dijo que “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará”, en Mc 16, 16).
¿Pero qué sentido tiene para el cristiano la muerte?
Por muy brusco que pueda parecer decirlo de esta manera, el discípulo de Cristo sabe que es llamado por Dios y que, por eso mismo, anhela ir con el Padre. No es que quiera morirse ahora mismo para estar en el definitivo Reino de Dios sino que acepta ser llamado cuando tenga que ser llamado. Por eso San Pablo escribió, en la Epístola a los Filipenses (1, 23) “Deseo partir y estar con Cristo”. Y esto lo dice quien entregó su vida, sin querer acortarla por nada, al servicio de la predicación y del Reino de Dios que trajo Cristo. Morir, sí pero mientras tanto, servir.
Padres de la Iglesia como San Ignacio de Antioquía entendieron a la perfección el sentido de la muerte para un cristiano que no es horror o miedo sino, al contrario, gozo de querer estar donde siempre es siempre, siempre, siempre. Así, dijo que “Mi deseo terreno ha desaparecido…; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí ‘ven al Padre’” pues se sentía llamado, tras una vida de donación de sí a los demás y a Dios, a habitar las praderas del Reino.
Pero muchos otros han entendido el sentido de la muerte como debe entenderla un hijo de Dios. Así, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús, cuando expresó
“Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir”
U otra Teresa, ahora del Niño Jesús, teresita, que expresó que
“Yo no muero, entro en la vida”
Por eso, bien podemos decir que la muerte, para un cristiano, es el fin de una etapa para la que fue creado por Dios: el de peregrinación por el valle de lágrimas que suele ser la vida. Por eso la Iglesia católica nos anima a prepararnos para un momento tan importante como el de la muerte y poder. La preparación se pide, por ejemplo, desde las Letanías de los santos cuando se pide que “De la muerte repentina e imprevista líbranos Señor” pues nos impide estar debidamente preparados para tan crucial momento de nuestra vida-muerte. Y es que por eso nos recomienda Tomas de Kempis (Imitación de Cristo 1, 23) lo siguiente:
“Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temería mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?
Por lo tanto, recomienda no pecar porque es una forma de asegurar la no muerte espiritual que es, en definitiva la que debería importarnos porque el cuerpo, como sabemos, se convierte en polvo que es, exactamente, de donde vino para ser creado por Dios.
Decimos, pues, que creemos en la resurrección de la carne. Pero, antes de seguir, conviene decir que La reencarnación y la resurrección no son lo mismo. Y esto, que es de una claridad meridiana parece no ser entendido por personas que dicen profesar la fe católica. Debido al batiburrillo religioso que en occidente se ha difundido con la premisa del “todo vale” más de un católico ha asumido que, en realidad, la reencarnación es posible. Sin embargo ya decía la Epístola a los Hebreos (9, 27) que “está establecido que los hombres mueran una sola vez”. Tampoco podemos olvidar aquello tan maravillo que expresa el Salmo 77 cuando, en un momento determinado dice, refiriéndose a Dios, que
Él sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía;
una y otra vez reprimió su cólera
y no despertaba todo su furor,
acordándose de que eran de carne,
un aliento fugaz que no torna.
Dice, pues, el Salmo, que el ser humano, cuando muere no vuelve a la vida terrena porque “no torna”. Y lo dice con toda claridad y, ante esto, no cabe duda alguna para un católico que se precie de serlo.
A este respecto, dice el el número 1013 del Catecismo de la Iglesia Católica dice que
La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9, 27). No hay “reencarnación” después de la muerte.
Es más, la Constitución Lumen Gentium (48)(Vaticano II) nos informa de lo que llama “el único plazo de nuestra vida terrena” y que tampoco es creación de tal documento sino que tiene su razón de ser en la Epístola a los Hebreos que, en un momento determinado (9, 27) dice que “está establecido que los hombres mueran una sola vez”. Y esto, lo que lisa y llanamente quiere decir, es que Dios ha establecido que así sea.
Por tanto aquello que entendemos ser doctrina de la resurrección final no puede admitir aquello que tiene que ver con la teoría de reencarnación mediante la cual el alma humana, cuando ha muerto el cuerpo, emigra a otro cuerpo y lo hace varias veces hasta que se ha purificado.
Podemos preguntarnos, entonces, por qué el cristiano, aquí católico, no cree en la reencarnación, porque no debe creer…
Como respuesta traemos aquí la intervención del teólogo Michael F. Hull el cual en una videoconferencia de fecha 29 de abril de 2003 y en el marco de una que lo fue de teología organizada por la Congregación vaticana para el Clero, dijo esto:
La integridad de la persona humana (cuerpo y alma en la vida presente y la futura) ha sido y sigue siendo uno de los aspectos de la revelación divina más difíciles de entender. Son todavía actuales las palabras de san Agustín: «Ninguna doctrina de la fe cristiana es negada con tanta pasión y obstinación como la resurrección de la carne» («Enarrationes in Psalmos», Ps. 88, ser. 2, § 5). Dicha doctrina, afirmada constantemente por la Escritura y la Tradición, se encuentra expresada de la manera más sublime en el capítulo 15 de la Primera carta de San Pablo a los Corintios. Y es declarada continuamente por los cristianos cuando pronuncian el Credo de Nicea: «Creo en la resurrección de la carne». Es una expresión de la fe en las promesas de Dios.
A menudo, aun sin el auxilio de la gracia, la razón humana llega a vislumbrar la inmortalidad del alma, pero no alcanza a concebir la unidad esencial de la persona humana, creada según la “imago Dei". Por ello, a menudo, la razón no iluminada y el paganismo han visto «a través de un cristal, borrosamente» el reflejo de la vida eterna revelada por Cristo y confirmada por su misma resurrección corporal de los muertos, pero no pueden ver «la dispensación del misterio escondido desde siglos en Dios, creador del universo» (Ef 3,9). La noción equivocada de la metempsícosis (Platón y Pitágoras) y la reencarnación (hinduismo y budismo) afirma una transmigración natural de las almas humanas de un cuerpo a otro. La reencarnación, que es afirmada por muchas religiones orientales, la teosofía y el espiritismo, es muy distinta de la resurrección de la fe cristiana, según la cual la persona será reintegrada, cuerpo y alma, el último día para su salvación o su condena.
Antes de la parusía, el alma del individuo, entra inmediatamente, con el juicio particular, en la bienaventuranza eterna del cielo (quizá después de un período de purgatorio necesario para las delicias del cielo) o en el tormento eterno del infierno (Benedicto XII, «Benedictus Deus»). En el momento de la parusía, el cuerpo se reunirá con su alma en el juicio universal. Cada cuerpo resucitado será unido entonces con su alma, y todos experimentarán entonces la identidad, la integridad y la inmortalidad. Los justos seguirán gozando de la visión beatífica en sus cuerpos y almas unificados y también de la impasibilidad, la gloria, la agilidad y la sutileza. Los injustos, sin estas últimas características, seguirán en el castigo eterno como personas totales.
La resurrección del cuerpo niega cualquier idea de reencarnación porque el retorno de Cristo no fue una vuelta a la vida terrenal ni una migración de su alma a otro cuerpo. La resurrección del cuerpo es el cumplimiento de las promesas de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento. La resurrección del cuerpo del Señor es la primicia de la resurrección. «Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida» (1 Cor 15,21–23). La reencarnación nos encierra en un círculo eterno de desarraigo corporal, sin otra certidumbre más que la renovación del alma. La fe cristiana promete una resurrección de la persona humana, cuerpo y alma, gracias a la intervención del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para la perpetuidad del paraíso.
En la carta apostólica Tertio millennio adveniente (14 de noviembre de 1994), escribe Juan Pablo II: «¿Cómo podemos imaginar la vida después de la muerte? Algunos han propuesto varias formas de reencarnación: según la vida anterior, cada uno recibirá una vida nueva bajo una forma superior o inferior, hasta alcanzar la purificación. Esta creencia, profundamente arraigada en algunas religiones orientales, indica de por sí que el hombre se rebela al carácter definitivo de la muerte, porque está convencido de que su naturaleza es esencialmente espiritual e inmortal. La revelación cristiana excluye la reencarnación y habla de una realización que el hombre está llamado a alcanzar durante una sola vida terrenal» (n° 9).
Por lo tanto, se entiende claramente que la reencarnación no es posible sea tenida por posible por un católico. Y es que, además, como bien dice San Pablo, si Cristo no resucitó (y nosotros, en consecuencia, no resucitaremos) nuestra fe es vana ( cf. 1 Cor 15, 14) y bien sabemos que de vana no tiene nada.
Volvamos, ahora y tras el tema de la reencarnación a lo que verdaderamente importa para un cristiano y que es la resurrección de la carne pues, como dice el Catecismo de la Iglesia católica (989)
Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:
«Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
Pues bien, a este respecto es interesante, como planteamiento siquiera al tema de la resurrección de la carne, plantear tres preguntas que deben estar en la mente de todo cristiano, aquí católico, a la hora de tratar el tema del que tratamos:
¿Quién resucitará?
Lo dice expresamente el evangelista Juan en el versículo 29 del capítulo 5 de su Evangelio:
“Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación".
Nos cabe, pues, a cada uno, encontrarnos en uno u otro grupo de personas.
¿Cómo?
En realidad, aunque cristo resucitó con su propio cuerpo (”Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo“, en Lc 24,39) no volvió el Mesías a una vida terrenal sino que subió a la Casa del Padre donde espera su retorno en la Parusía. Pues del mismo modo, en Cristo “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora“, pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp. 3,21) o, lo que es lo mismo, en “Cuerpo espiritual” (1 Co 15,44)
Es difícil, lógicamente, imaginar cómo será tal momento. Sin embargo, no es poco cierto que nuestra participación en la Santa misa nos ofrece la posibilidad de que tal momento sea un principio de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo. Así lo dice San Irineo de Lyón cuando escribe que
“Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y una celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección”
¿Cuándo?
Solemos pensar en términos de tiempos humanos. Sin embargo, no sabemos cuándo será tan glorioso momento. Sin embargo, dice San Juan (Jn 6, 39-40. 44-45) que será en el “último día” o, lo que es lo mismo, en la Parusía de Cristo. Así lo confirma San Pablo cuando en la Primera Epístola a los de Tesalónica escribe (4, 16) que
“El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar".
Y, entonces, todo se habrá cumplido.
Leer 1.-. Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra
Leer 2.- Creo en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor
Leer 3.- Que fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen María
Leer 4.- Padeció Bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado
Leer 5.- Descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos
Leer 6.- Ascendió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre
Leer 7.- Y de allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos
Leer 8.- Creo en el Espíritu Santo
Leer 9.- En la santa Iglesia católica
Leer 10.- La comunión de los santos, la remisión de los pecados.
Eleuterio Fernández Guzmán
…………………………….
Para leer Fe y Obras.
…………………………….
InfoCatólica necesita vuestra ayuda.
Escucha a tu corazón de hijo de Dios y piedra viva de la Santa Madre Iglesia y pincha aquí abajo:
Y da el siguiente paso. Recuerda que “Dios ama al que da con alegría” (2Cor 9,7), y haz click aquí.
3 comentarios
Tendremos que admitir que la redacción, de los dos credos (sin tener en cuenta el llamado símbolo de San Atanasio), no coincide completamente en las partes comunes y en concreto de la resurrección de la carne o resurrección de los muertos.
El Credo de los Apóstoles, llamado también el Símbolo de los Apóstoles, no porque lo escribieran directamente los 12 apóstoles, sino porque era la fe de los primeros cristianos enseñada por los apóstoles, es considerado, en ese sentido, como el resumen fiel de la fe de los apóstoles. Dice en su estrofa final:
“Creo en el Espíritu Santo,
la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne
y la vida eterna. Amén”
El Credo de Nicea-Constantinopla redactado en el Concilio de Nicea, en el año 325, y ampliado después en el Concilio de Constantinopla, en el año 381. Dice en su estrofa final:
“Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.”
El Símbolo llamado de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros concilios ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.
Jesucristo resucitó al tercer día con el cuerpo glorioso, que no es el cuerpo biológico. Luego la resurrección de los muertos o de la carne se refiere a ese cuerpo glorioso.
Aquí podemos ver la respuesta a la sexta pregunta del SPBXVI:
http://infocatolica.com/?t=noticia&cod=8969
¿Qué es el cuerpo glorioso? Para mí, sin duda, un cuerpo de luz y de energía que se puede revestir con una apariencia muy similar al cuerpo físico.
Un abrazo.
________________
-Y aquí el dilema: ¿En el último día; en la mañana de este día, en el medio día, o la tarde cuando ya no hay día; para quién de este o del otro emisferio será el último día?
- Pues será como el rayo que sale de oriente y se pone por accidente.
-La Parusia sí será: Cuando todo así, muerto y resucitado, sea cambiado para ser juzgado.
-Del cómo en modo y manera sabemos. Mas del cuándo,...solo Dios lo sabe.
-De otro modo sería como gobernar lo que solo Dios puede, su pensamiento.
-Y aquí también los "brotes verdes" de la higuera indican el tiempo de que estamos a punto de caer como brevas maduras.
Dejar un comentario