Serie Mandamientos de la Ley de Dios - 8º No dirás falso testimonio ni mentirás
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RAZÓN DE LA SERIE:
Los Mandamientos de la Ley de Dios vienen siendo, desde que le fueron entregados a Moisés (Éxodo 20, 1-17) en aquella tierra inhóspita por la que deambulaban hacia otra mejor que los esperaba, una guía, no sólo espiritual, que el ser humano ha seguido y debe seguir. Quien quiera ser llamado hijo del Creador ha de responder afirmativa a Cristo cuando le diga, como al joven rico (Mc 10, 19) “ya sabes los mandamientos…” y ha de saber que todo se resumen en aquel “Quien ama, ha cumplido toda la ley” que dejara escrito San Pablo en su Epístola a los Romanos (13,8).
Por otra parte, los Mandamientos, doctrinalmente así se entiende, están divididos, o podemos así entenderlo, en dos grandes grupos: el primero de ellos abarca los tres primeros que son referidos, directamente a Dios y que se resumen en el “amarás a Dios sobre todas las cosas”; el segundo abarca el resto, 7, referidos, exactamente, a nuestra relación con el prójimo y que se resumen en el “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Tenemos, pues, que traer a nuestra vida ordinaria, el espíritu y el sentido exacto de los 10 Mandamientos de la Ley de Dios para no caer en lo que San Josemaría refiere en “Amar a la Iglesia” (El fin sobrenatural de la Iglesia, 11) cuando escribe que “Se rechaza la doctrina de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, se tergiversa el contenido de las bienaventuranzas poniéndolo en clave político-social: y el que se esfuerza por ser humilde, manso, limpio de corazón, es tratado como un ignorante o un atávico sostenedor de cosas pasadas. No se soporta el yugo de la castidad, y se inventan mil maneras de burlar los preceptos divinos de Cristo.”
Seamos, pues, de los que son llamados humildes, mansos y limpios de corazón y traigamos, aquí, el sentido que la norma divina tiene para nosotros, hijos del Creador. Sabemos lo que nos espera, en la vida eterna, en tal caso.
8º No dirás falso testimonio ni mentirás
Seis cosas hay que aborrece Yahvéh, y siete son abominación para su alma: ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que fragua planes perversos, pies que ligeros corren hacia el mal, testigo falso que respira calumnias, y el que siembra pleitos entre los hermanos (Prov. 6, 16-19).
El comportamiento que, como personas, tenemos con nuestro prójimo puede distar mucho de ser aceptable y, por eso mismo, decir sí donde es sí y no donde es no (cf. Mt 5, 37) es lo que corresponde a cada uno de los que nos decimos hijos de Dios.
Lo demás, como bien dice Cristo, “viene del Maligno” (Mt. 5, 37) y, por lo tanto, debemos evitarlo siempre que podamos. Por eso decir falso testimonio o mentir es dar cabida, en nuestro corazón, al Príncipe de la mentira.
En primer lugar, nos deberíamos plantear las siguientes preguntas:
¿Has mentido con perjuicio grave para el prójimo?
¿Has murmurado? ¿De cosas de importancia? ¿También de dignidades eclesiásticas, autoridades políticas, superiores, etc.?
¿Has oído murmurar con gusto?
¿Has defendido la fama del prójimo, pudiendo?
¿Has descubierto sin causa faltas graves, aunque fueran verdaderas, de los otros?
¿Has levantado falso testimonio o calumniado?
¿Has juzgado mal del prójimo sin suficiente motivo?
¿Has revelado o descubierto secretos de importancia?
¿Has leído cartas ajenas, sabiendo que lo llevarían a mal?
¿Has querido enterarte de secretos, escuchando o de otro modo?
¿Has traído cuentos o chismes de unos a otros?
¿Has exagerado los defectos ajenos?
¿Has difamado o ridiculizado al prójimo? (De palabra, por escrito, por insinuaciones, infundiendo sospechas…)
¿Has restituido la fama pudiendo?
¿Has permitido murmurar cuando tenías obligación de impedirlo?
¿Has actuado de testigo falso?
Vemos, pues, que se puede incumplir el octavo Mandamiento de la Ley de Dios de muchas formas y que, por tanto, podemos incurrir en dar falso testimonio y en mentir de muchas y diversas formas.
Dice el P. Jorge Loring, en su “Para Salvarte” (70.1 y 70.2) que
Este mandamiento manda no mentir, ni contar los defectos del prójimo sin necesidad, ni calumniarlo, ni pensar mal de él sin fundamento, ni descubrir secretos sin razón suficiente que lo justifique.
Este mandamiento prohíbe manifestar cosas ocultas que sabemos bajo secreto. Hay cosas que caen bajo secreto natural. No se puede revelar, sin causa grave, algo de lo que tenemos conocimiento, que se refiere a la vida de otra persona, y cuya revelación le causaría un daño. Esta obligación subsiste aunque no se trate de un secreto confiado, y aunque no se haya prometido guardarlo.
Para tratar de evitar el daño que podemos causar con nuestra forma de comportarnos, deberíamos siempre tener en cuenta que Jesucristo es la Verdad (cf. Jn 14,6) y que, además, es la “luz del mundo” (Jn 8,12) y que, por eso mismo, tal luz debe servirnos de faro con el que dirigir nuestra vida. Todo esto sin olvidar que seguir a Jesús, Hijo de Dios, es vivir del “Espíritu de verdad” (Jn 14,17) y que nos conduce a la “verdad completa” (Jn 16, 13).
Es Cristo, pues, el espejo donde debemos mirarnos para tratar, al menos, de imitar su forma de ser y tratar de ser “Otros Cristos” en el mundo.
Dice, a tal respecto, el Catecismo de la Iglesia católica, en su número 2464 que
“El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza.
Así, no se trata de un comportamiento que tenga, digamos, consecuencias en exclusiva para las personas que incurran en tales procederes sino que es la misma base de la Alianza entre el Dios y el hombre la que se viene abajo cuando se miente o se da falso testimonio.
Al respecto del daño que se puede utilizar, por ejemplo, con el hecho de acudir al falso testimonio y a la mentira, Santiago (3, 5-10) nos pone al corriente de lo que suele pasar:
“La lengua, con ser un miembro pequeño, se gloria de grandes cosas. Ved que un poco de fuego basta para quemar todo un gran bosque. También la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad. Colocada entre nuestros miembros, la lengua contamina todo el cuerpo, e inflamada por el infierno, inflama a su vez toda nuestra vida. Todo género de fieras, de aves, de reptiles y animales marinos es domable y ha sido domado por el hombre, pero a la lengua nadie es capaz de domarla; es un mal turbulento y está llena de mortífero veneno. Con ella bendecimos al Señor y Padre nuestro y con ella maldecimos a los hombres, que han sido hechos a imagen de Dios. De la misma lengua proceden la bendición y la maldición. Y esto, hermanos, no debe ser así”.
Pero son otros los vicios en los que se puede incurrir:
-La murmuración
-La calumnia
-La adulación
-El juicio temerario
-La susurración
-La burla
En realidad, mentir o dar falso testimonio es incurrir en lo que nos hace ver la Declaración Dignitatis Humanae, a la sazón referida a la libertad religiosa. Lo hace en su punto 2:
‘Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas…, se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias’.
Actuar en contra de la obligación que expresa la Declaración citada es, en realidad, actuar directamente contra la verdad; poder llevar a error a quien escucha lo que es una mentira o un falso testimonio; lesionar lo que es el fundamento de la comunicación entre seres humanos; fomentar la soberbia; perder, quien así actúa, la propia reputación y la fama; lesionar gravemente la caridad que debemos al prójimo y con el prójimo tener; faltar a la justicia al mentir en perjuicio del prójimo; sembrar la desconfianza en las relaciones sociales.
Por eso es condenable la mentira y, por eso mismo, decir falso testimonio es incurrir en pecado grave y, por eso mismo, se nos pide que, en caso de estar realmente arrepentidos de haber incurrido en tales conductas no sólo nos limitemos a pedir perdón haciéndoselo saber al sacerdote en el Sacramento de Reconciliación sino que, en la medida de lo posible, reparemos el daño que hayamos podido causar sabiendo, eso sí, que cuando una mancha de aceite se extiende, siempre va a quedar algo de rastro al limpiarla.
Leer Primer Mandamiento: Amarás a Dios sobre todas las cosas.
Leer Segundo Mandamiento: No tomárás el nombre de Dios en vano.
Leer Tercer Mandamiento: Santificarás las fiestas.
Leer Cuarto Mandamiento: Honrarás a tu padre y a tu madre.
Leer Quinto Mandamiento: No matarás.
Leer Sexto Mandamiento: No cometerás actos impuros
Leer Séptimo Mandamiento: No hurtarás
Eleuterio Fernández Guzmán
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Para leer Fe y Obras.
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1 comentario
¿Cierto?
:)
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EFG
Es bien cierto que como somos pecadores, es más que posible que muchas veces pequemos contra este Mandamiento.
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