Constitución. Objeción. Conciencia
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El tribunal
El día 9 de mayo se hacía eco este portal de la sentencia del pleno del tribunal constitucional de España que rechaza el recurso presentado en 2010 por un grupo de senadores del partido popular contra la ley de “salud sexual y reproductiva” del gobierno de Rodríguez Zapatero del mismo año, precisamente a propósito de la parte más polémica, aquella en la que el aborto provocado dejaba de considerarse delito despenalizado en algunos supuestos para convertirse en derecho regulado por unos plazos. Siete componentes del tribunal votaron a favor (una de ellos con voto particular) y cuatro en contra.
Cabe recordar que, pese al nombre, este tribunal es un órgano de garantías constitucionales, formado al margen de la administración de justicia, y cuyos doce componentes son designados por el poder legislativo (ocho), por el ejecutivo (dos) y por el judicial (dos). Sus miembros, aunque tengan el tratamiento de magistrados, no necesitan ser jueces, sino sólo “juristas de reconocido prestigio”, y todos son conocidos por su pertenencia ideológica según el partido que les propone. Su función es dictaminar si una ley se ajusta a los principios de la constitución española de 1978.
En su momento, ya dediqué un artículo a esa modificación de la ley del aborto provocado, y otro a la hipocresía del Partido Popular, que tras esta denuncia, no derogó la ley durante sus cuatro años de gobierno en mayoría absoluta en las cámaras, ni aceptó el recurso en el tribunal constitucional durante los diez más que ha durado su dominio de los magistrados del constitucional, dejándolo en el limbo.
En el momento de escribir este artículo, no se ha publicado íntegra la sentencia que rechaza el recurso aludido, sino únicamente una “nota informativa” (o de prensa). Debo pues opinar en base a esa nota, presuponiendo que reflejará fielmente (aunque quizá no completamente) lo que dicha sentencia vaya a argumentar.
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La sentencia
La ponente de esta sentencia ha sido la magistrada (esta sí, de carrera) Inmaculada Montalbán Huertas, miembro y cargo en varias ocasiones de la minoritaria asociación “Jueces y Juezas para la Democracia” (apenas el 8% de los jueces afiliados a alguna asociación, pero excelentemente representada en los órganos legislativos de los partidos llamados “de izquierdas”, entre ellos los actualmente gobernantes). Es experta en políticas jurídicas relacionadas con la nefasta ideología de género, y desde el 11 de enero (apenas dos meses después de tomar posesión como miembro del mismo), vicepresidente del Tribunal Constitucional. Se puede esperar perfectamente qué tipo de argumentación contendría una ponencia presentada por esta juez.
La sentencia desestima completamente el recurso de inconstitucionalidad presentado. Un borrador previo, cuyo ponente era un magistrado “conservador”, y que nunca se llegó a votar, pese a que los “conservadores” (de todo lo malo) ostentaban mayoría en el Tribunal Constitucional, estimaba parcialmente el recurso.
La nota centra muy certeramente el debate en su tercer párrafo al admitir que la objeción del recurso a propósito del paso del sistema de supuestos al de plazos (del delito despenalizado al derecho al infanticidio, aclaro yo) supone:
El cuestionamiento global del sistema de plazos, que se fundamenta por los recurrentes en el incumplimiento del deber estatal de protección de la vida prenatal protegido por el artículo 15 de la Constitución, afecta a uno de los aspectos capitales del sistema constitucional, y hace particularmente necesario un pronunciamiento del Tribunal acerca del mismo.
La argumentación subsiguiente gira en torno a conceptos correspondientes a la libertad negativa, concepto típicamente liberal: que no exista coacción (ni externa ni interna) alguna a la voluntad autónoma (o autodeterminación) de la madre, sin entrar a valorar la bondad o no del fin de la acción, que queda confinada (como veremos más adelante) a la conciencia personal.
… ámbito razonable de autodeterminación que requiere la efectividad de su derecho fundamental a la integridad física y moral[…] derecho a la dignidad y libre desarrollo de su personalidad […] respeto y reconocimiento de un ámbito de libertad en el que la mujer pueda adoptar razonablemente, de forma autónoma y sin coerción de ningún tipo, la decisión que considere más adecuada en cuanto a la continuación o no de la gestación.
El texto repite punto por punto los mismos tópicos abortistas, da a entender que por el hecho de estar gestando una mujer ve amenazada de alguna forma su “integridad física y moral” (¡moral, Dios mío! ¿pero qué significa esto en la pluma de estos magistrados?), o el desarrollo de su personalidad. ¿Qué concepto de la maternidad tiene un sistema jurídico que presupone semejantes riesgos para la mujer por el hecho de ser madre?
Y, por supuesto, la “interrupción de la gestación” olvida el pequeño detalle de que incluye asesinar premeditadamente al propio hijo.
¿Y sobre el artículo 15, que debe garantizar la vida prenatal?
… el sistema de plazos garantiza el deber estatal de protección de la vida prenatal -desestimando de esta manera la queja nuclear de los recurrentes- ya que existe una limitación gradual de los derechos constitucionales de la mujer en función del avance de la gestación y el desarrollo fisiológico-vital del feto.
Ante todo, tomen nota mis lectores de que el Tribunal Constitucional reconoce que existe un deber del estado en proteger la vida prenatal, lo cual está muy bien. ¿Y cómo la protege? Pues poniendo límites a los homicidas de dicha vida, básicamente en función de plazos temporales según lo avanzado del embarazo.
¿La señora Montalbán entendería que se garantiza el derecho estatal a la protección de las mujeres si sus maridos pudiesen apalizarlas libremente (“razonablemente” y “sin coacción de su voluntad”) hasta los dos años de matrimonio, únicamente si concurren circunstancias como el adulterio, el engaño o el insulto entre los dos y cinco años de matrimonio, y sólo en caso de riesgo de la integridad del marido a partir de esa fecha? Querría yo oírla a ella y a las feministas si alguien propusiera semejante ley “constitucional” para regular la violencia doméstica, fenómeno que siempre ha existido, por cierto, como el aborto (otra de esas geniales argumentaciones de los feticidas, la de que como siempre ha existido, hay que regularlo). Y sin embargo, es exactamente lo mismo que proponen contra el ser humano no nacido.
Lo del desarrollo fisiológico-vital del feto es otra frase hueca que quiere vestir de científico un argumento que no lo es. Llevó décadas preguntando cuál es el hito fundamental del desarrollo uterino que convierte a un feto en la semana catorce de “no-persona” a “persona”. Jamás he recibido un argumento mínimamente coherente, mucho menos biológico. Porque no lo hay. Cualquier inteligencia comprende que conforme avanza el embarazo la “masa de células” se parece sospechosamente a un niño, y por el mínimo pudor que todavía queda en los legisladores, había que poner un límite. Y se puso uno tan arbitrario o válido como cualquier otro.
Es evidente, porque al hijo no se le nombra como tal, ni se le cita siquiera indirectamente apenas. Es una ley y una consecuente sentencia que protege los derechos del verdugo y se olvida de los de la víctima. Porque una “interrupción del embarazo” es el homicidio de un miembro de la especie humana. A mayor escarnio, por orden de su madre.
Nuestra legislación y nuestra administración de (in)justicia amparan y estimulan este crimen puesto que, como dije al principio, la sustancia de la reforma de 2010 es que un delito (algo malo) despenalizado se convierte en un derecho (algo bueno) regulado, sancionado por el Tribunal Constitucional de forma tácita (el recurso de los senadores del Partido Popular no entraba en esa consideración).
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Los discrepantes
Los cuatro magistrados que discreparon de la sentencia, en sus votos particulares (aparte de ciertas cuestiones formales), advierten que esta, no solo se aparta de la doctrina del propio Tribunal Constitucional en sus sentencias previas sobre la protección del derecho a la vida del nasciturus (53/1985, 212/1996 y 116/1999)- es lo que tiene armar un tribunal de garantías corrompido por el partidismo desde su nacimiento, que según cambian los vientos vienen las contradicciones-, sino que define un “derecho de la mujer a su autodeterminación en la interrupción del embarazo [asesinato de su hijo no nato, esto es mío]” que no le corresponde, sino a los poderes legislativos, por lo que invade competencias. Tranquilizo a sus señorías al respecto: pronto un legislativo dominado por “las izquierdas” promulgará dicho derecho, y otro dominado por “las derechas” no lo modificará, para que todos puedan dormir tranquilos de que no se han invadido competencias en el infanticidio.
Todo esto ya lo he debatido ampliamente en artículos precedentes sobre el aborto, y se resume sumariamente en que para lograr la autonomía y el control de la mujer con respecto a su embarazo se ha despersonalizado previamente al hijo no nacido, para que su madre deje de verlo como carne de su carne, como un pedazo de ella al que su naturaleza ya alimenta, protege y cuida antes incluso de saber que existe. El objeto de esa despersonalización es anestesiar la conciencia de la mujer al respecto del asesinato de su hijo. Táctica vieja, ya empleada desde los antiguos imperios primitivos con los que llamaban bárbaros (para esclavizarlos o exterminarlos impunemente) hasta los totalitarismos modernos, que hacen lo propio con los contrarrevolucionarios, las razas inferiores o los enemigos del pueblo, según corresponda.
Los cuatro magistrados discrepantes tienen, al menos, la decencia de recordar algo que en la sentencia es olímpicamente ignorado: que el nasciturus es un bien jurídico constitucionalmente protegido según el artículo 15 de la Constitución y las sentencias del propio tribunal constitucional que lo interpretan, y que los derechos de la madre no pueden tener primacía absoluta sobre el derecho a la vida del no nacido. Una magistrada (Concepción Espejel), recusó además de apariencia de parcialidad el hecho de que varios de los magistrados votantes de la sentencia hubiesen ejercido cargos públicos en los que influyeron sobre la ley que enjuicia la sentencia. Es la única que critica abiertamente el “inexistente derecho al aborto” de la madre, y la desprotección en que deja a los no natos con minusvalía, inconstitucional según el artículo 49 de la “carta magna”.
Por cierto, ni en la ley, ni en el recurso, ni en la sentencia del tribunal constitucional, ni en los votos discrepantes, se cita en absoluto al padre de ese nasciturus que se va a matar y que, de momento, es biológicamente imprescindible. En la práctica legal, el hijo pertenece en propiedad a la madre, pese a que ella sola no puede tenerlo. Aquel llamado por la biología y la ley natural a compartir la mitad de la crianza de ese nuevo ser humano es excluido de la legislación al respecto. Se le exime tanto de obligaciones como de derechos. En otras palabras, el padre que quiere ser responsable y asumir su fundamental papel en la vida que viene es marginado; el padre irresponsable que se quiere desentender de las consecuencias de sus actos es premiado.
Uno de los logros más importantes en los albores de la comunidad humana fue el de que los varones cooperen con las mujeres en el sostenimiento y educación de los hijos que aquellas paren. No tiene nada de casual que se les aparte de esa función, si lo que se persigue es precisamente desarticular la familia.
Aquí no se da puntada sin hilo.
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La objeción
Como bien resalta el citado artículo de Infocatólica, el Tribunal Constitucional aprueba las restricciones a la objeción de conciencia al aborto provocado que la ley de 2010, confirmando que
…el derecho a la libertad ideológica no es suficiente, por sí mismo, para liberar a los ciudadanos del cumplimiento de los deberes constitucionales y legales por razones de conciencia.
Es decir, que según la ley “los ciudadanos” vienen obligados a auxiliar a la mujer que quiere asesinar a su propio hijo. Porque eso es lo que dice la sentencia con “deberes legales”. Admite la objeción como excepcionalidad respecto de un deber concreto, el del personal sanitario que lleva a cabo acciones directamente relacionadas con el asesinato del nasciturus. Igualmente, esa excepcionalidad exige que el objetor manifieste su objeción por anticipado y por escrito… e imagino que de ello se deriva que son constitucionales las sanciones que se establezcan al profesional que no haya manifestado por escrito su renuncia a cooperar con el infanticidio legal.
Hace años ya escribí, a propósito de un asunto relacionado, un artículo sobre la objeción de conciencia, en el que ya se advertía, como han hecho muchos autores, que la objeción de conciencia era un escape provisional que se daba en el periodo de transición hasta que se estableciese claramente la obligación del estado, y por medio de la ley, de todos los ciudadanos, de cooperar necesariamente con la madre que quisiera matar a su hijo no nato.
Esta sentencia solo es un jalón en ese camino. Llegará el momento en que la objeción de conciencia se proscribirá.
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La conciencia
En el apartado correspondiente de la serie sobre teología moral de esta bitácora se tratará en su momento, en extensión y profundidad, acerca de la conciencia, pero al hilo de la valoración de esta sentencia, me gustaría hacer un comentario resumido sobre el tema.
La definición clásica de la conciencia (hablamos de la conciencia moral, no la gnoseológica o del mero conocimiento) es la de un saber práctico: el juicio moral que hace la razón de un acto a partir de una norma moral general aplicada a un caso concreto. Es decir, es un razonamiento deductivo, por el cual de unas premisas generales inferimos unas conclusiones actuales (de la norma al objeto a través del sujeto, esto es, un razonamiento subjetivo), tendentes a obrar el bien frente al mal, el bien mayor frente al menor o el mal menor frente al mayor (definición positiva de la libertad).
Una analogía más didáctica que precisa, presentaría a la conciencia como un juez que, en base a una ley general (la norma moral) elabora una sentencia (el juicio moral) aplicable a un caso concreto.
A lo largo de la historia de la filosofía “occidental” se han establecido diversas normas morales:
1) Los autores clásicos consideraban a la Ley natural como la regla de la conciencia.
2) El triunfo del cristianismo estableció la Ley revelada en las Sagradas Escrituras como norma moral.
Como bien saben mis lectores, ambas son de origen divino, y la Iglesia católica estableció como doctrina firme su combinación (origen trascendente) como regla de la conciencia. Así, la conciencia obliga al hombre a seguir fielmente aquello que sabe que es justo y recto, como indagación de aquella ley inscrita en su corazón por su Creador (Véase el Catecismo de la Iglesia Católica, CTC 1776-1778).
La conciencia, además, debe percibir los principios morales con rigor (sindéresis o formación en lo bueno y malo), examinar y ponderar adecuadamente todos los extremos y circunstancias que rodean a la elección, y aplicar con rectitud y prudencia la mejor opción. Estas cualidades se resumen en el concepto de equidad, o intención de buscar activamente la justicia en el dictamen, y en la responsabilidad de las consecuencias de sus actos.
Con la aparición del pensamiento moderno (que habitualmente se sitúa en Descartes y el mecanicismo cartesiano, que comienza a separar el alma y el cuerpo, y por ende el mundo interior del hombre de la realidad de las cosas creadas), progresivamente va adquiriendo más protagonismo la capacidad de juicio de la conciencia, su nomos, cada vez más desvinculada del clásico concepto de verdad entendida como adecuación del intelecto o entendimiento a la realidad.
Tomando una cierta interpretación de la posición agustiniana sobre la interioridad de lo divino, ganó importancia la capacidad de la conciencia para establecer lo bueno o malo sin coacciones externas (concepto negativo de la libertad). Locke o Mallebranche, desde posiciones diferentes, ahondan en ese concepto, que Kant lleva finalmente al triunfo de lainmanencia humanacomo única fuente de la verdad. Esto supone la aparición del subjetivismo filosófico: la conciencia rige autónomamente su moral en función del conocimiento particular de lo externo. Es el iluminismo o Ilustración.
En la transición de sistemas, apareció una tercera norma moral:
3) La ley positiva, elaborada por la potestad legítima, que proviene del derecho divino de los reyes cristianos (pues el absolutismo aparece tanto en monarquías católicas como luteranas o anglicanas), hereda por su medio la autoridad del Creador, y es imperativa a una conciencia que va liberándose de lo trascendente. El positivismo moral fue continuado por los sistemas liberales, que sencillamente trasladaron la autoridad divina de los monarcas a la humana de las asambleas
Fischte, discípulo de Kant y uno de los padres del idealismo, formula explícitamente la teoría del subjetivismo moral: la conciencia, por su naturaleza, sencillamente no puede errar en el juicio del bien y del mal, puesto que no existe conocimiento fuera de sí, todo es fenomenológico. Hegel o Rousseau no harían sino continuar este camino hasta sus consecuencias.
Vemos así que en el curso de apenas un par de siglos, la adecuación de la conciencia a una norma moral superior se transforma en una conciencia autónoma, y aparece un cuarto sistema
4) La autonomía moral. La conciencia escoge cuál sistema moral quiere seguir en función de su autenticidad.
Es como si el juez de nuestro ejemplo, en vez de atenerse a un código de leyes considerado normativo (y verdadero), inicialmente divino y posteriormente humano, escogiese para cada proceso el que más le acomodara (aunque fuesen diversos y hasta contradictorios), o incluso dentro de cada uno la ley o precepto conveniente para cada momento. El juez elegiría al legislador que tuviese por más adecuado, en vez de someterse a él.
Nietzsche individualista y Marx clasista primero; Sartre y Heiddeger posteriormente, todos ellos van a llevar a término esa negación de la naturaleza y la verdad, en el existencialismo (la existencia prima sobre la esencia) y el triunfo de la conciencia como expresión de la voluntad autónoma (recordemos que con frecuencia se emplea el término “libre” pero entendido únicamente en la noción negativa que citábamos antes), y secundariamente el concepto de “libertad de conciencia”, en un sentido pleno de inerrancia del juicio moral de la conciencia. Ha nacido el pensamiento postmoderno.
El juez de la analogía, finalmente, no escoge ya el sistema legal al que ajustarse, sino que directamente se convierte en legislador, aplicando o inventando normas morales en cada circunstancia para decidir sobre lo bueno y lo malo. Se ha producido la traslación definitiva de la cualidad divina desde Dios al hombre.
En términos bíblicos, el hombre ha digerido ya el fruto del árbol del bien y del mal, y está preparado para ser como Dios. Naturalmente, el concepto de pecado original está desterrado en este pensamiento, y la concupiscencia o el error de juicio de la razón sencillamente no se contemplan: toda determinación moral de la conciencia (interna) será invariablemente cierta, siempre que juzgue sin coacción externa. Nuestro juez metafórico tiene la cualidad de infalible en sus dictámenes.
No se puede hablar de un sistema en esta concepción paranihilista, que niega cualquier realidad externa a la conciencia individual, y no existen, de hecho normas morales, ni externas ni internas. Todo se resume a un actuar continuo, y queda abocado casi invariablemente a una filosofía del poder.
Este resumen histórico muestra que el concepto de libertad de conciencia (y por tanto, de la objeción de conciencia) proviene directamente del principio de la conciencia como juicio autónomo, desligado de toda norma superior, particularmente la trascendente. Esta proposición es plenamente anticatólica, y ha sido formalmente condenada (Pío IX la llamó “libertad de perdición” en la carta encíclica Quanta Cura, basándose en una expresión de san Agustín).
Ningún cristiano puede adherir cordialmente un sistema de pensamiento que rechace, no ya la idea de Dios, sino la mera aprehensión de la Verdad, o una norma objetiva. Como dice el dicho, la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero.
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El actuar
Por tanto, la autonomía de conciencia frente a norma externa es un postulado que jamás puede emplear un católico en su moral ni argumentación. Pío XI, en la carta encíclica Non abbiamo bisogno acerca del fascismo y la Acción católica, establece un nuevo concepto llamado “libertad de la conciencia o de las conciencias”, por el cual la conciencia rectamente formada debe ser capaz de seguir su propio camino en la búsqueda de la verdad y la voluntad divinas sin impedimento externo… es decir, una libertad con un fin, no meramente autodeterminación. Una diferencia nada sutil, sino profunda y fundamental.
De hecho, ha sido esta definición de la libertad de las conciencias la que se ha empleado como interpretación continuista con el magisterio católico de la siempre espinosa “libertad de religión” de la que habla la declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II en un contexto de totalitarismos que perseguían la religión cristiana, en la que se defiende el derecho a que la conciencia no sea coaccionada por la ley civil.
Así pues, debemos partir de la base de que una ley que considera lícito y hasta bueno algo intrínsecamente malo (la muerte buscada del inocente, en este caso el propio hijo no nato), es por su naturaleza una ley inicua (es decir, injusta a sabiendas), y por tanto, la conciencia rectamente formada debe resistirla, y no obedecerla es un imperativo.
Una precisa regla católica nos la da Lope de Vega en su adagio “todo lo que manda el rey, que va contra lo que Dios manda, ni tiene valor de ley, ni es rey quien así se desmanda”, por la cual comprendemos que la obediencia que el cristiano debe a las autoridades legítimamente constituidas cesa en aquel punto en que dicha autoridad la ejerce contra los mandamientos divinos, y de hecho, la persistencia en contravenir los mandamientos de la ley divina ponen en cuestión la legitimidad de esa autoridad.
En cierto modo, la sentencia citada manifiesta una discrepancia entre los dos últimos modelos que exponíamos: el de la ley positiva moderna, por la cual la norma democrática tiene fuerza para la conciencia (en este caso, una norma satánica cual es la del aborto provocado libre), plasmada por el tribunal constitucional en un modo bastante estricto (no es suficiente, por sí mismo, para liberar a los ciudadanos del cumplimiento de los deberes constitucionales), frente a la autonomía moral postmoderna, que puede (y debe, para ser auténtica) resistir a cualquier norma externa a su propio juicio.
Nótese que mientras la conciencia católica se resiste a aplicar una ley objetivamente inicua, la autonomía postmoderna no entra en lo justo de la ley, sino meramente en el juicio particular de cada conciencia, es decir, se centra en evitar la coacción personal.
El choque de estos dos modelos es, pues, ajeno a la cosmovisión católica. Más allá de que a efectos pragmáticos y coyunturales una razón se pueda acoger a la objeción de conciencia para no ejercer un mal (cooperar en el asesinato de un inocente), es evidente que todo cristiano viene obligado a denunciar y combatir activamente las leyes injustas (esta resistencia es el ejercicio práctico de la “libertad de las conciencias” a la que aludíamos).
Este deber personal y social no se cumple suficientemente echando mano de una excepcionalidad de la teoría filosófica de la autonomía de la conciencia (como es la objeción)- tan nefasta para el orden de las sociedades cristianas- empleada por aquellos códigos de leyes positivas que han renunciado a fundarse sobre un orden objetivo sobre lo que es justo e injusto, para tratar de salvar una cierta apariencia de justicia. La conciencia así definida se confiesa incapaz de emitir juicios universalmente válidos sobre la verdad, ahondando en el desorden social.
Nuestro pequeño juez interior debe reconocer la verdad divina, y procurar ajustar al caso particular los principios generales de la ley del amor, sometiéndose con alegría y confianza al dulce yugo de Cristo, que es la Verdad (y la vida), por medio de un dictamen equitativo y prudente.
La ley del aborto provocado, sobre todo a partir de la ley de 2010, en la que el homicidio del hijo nasciturus es un bien que merece protección jurídica (un derecho) y se deben eliminar los obstáculos que surjan a su libre ejercicio, es el ejemplo palmario de como un derecho positivo puede oponerse de tal modo del derecho natural, que se erige en ley inicua arquetípica a la que se ha de resistir.
En la filosofía cristiana la ley inicua es considerada una violencia, su aplicación, coacción, y su legislador, un tirano, con las consecuencias políticas que ello conlleva, independientemente de lo democrática que sea la fundamentación de su autoridad (la mayoría no determina la moralidad, contra lo que sostenga el subjetivismo positivista). Es lo que se llama legitimidad de ejercicio, y que ya formuló en su modo primitivo san Isidoro de Sevilla en el IV Concilio de Toledo (año 633) con la sentencia “Rex eris si recte facias, si non facias, non eris”. Y que continuó en todo el pensamiento hispánico durante siglos, no sólo en Lope de Vega. Recordemos la doctrina de la resistencia al tirano del padre Mariana o de Francisco Suárez, plenamente católica pese al uso interesado y parcial que han querido hacer de ella muchos pensadores liberales.
La recta formación de la conciencia es, pues, fundamental para combatir eficazmente los efectos deletéreos de la autonomía de la conciencia, que elabora su propia moralidad (el übermensch nietzscheano). Comienza con la educación de los menores en la práctica de lavirtud, y conforme madura el entendimiento, en la búsqueda de la Verdad, así como la prevención ante la tentación al pecado por parte de la concupiscencia y la soberbia. La Palabra de Dios y el consejo de los dones el Espíritu Santo son las herramientas principales para dicha formación, sin perjuicio de otros muchos buenos medios y sanas enseñanzas. Una conciencia bien formada será recta, será prudente, será justa y dictaminará hacia lo bueno.
La conciencia, como acto de la razón, está afectada de la misma debilidad que posee cualquier otro atributo de la naturaleza caída (incluso la redimida). Puede formarse juicios erróneos por ignorancia sobre la ley moral o sobre las circunstancias del caso (ignorancia que puede ser vencible o invencible); puede dejarse llevar por impulsos egoístas o por el miedo; puede, en fin, anteponer el interés propio al bien general, cayendo en el pecado de la injusticia. La recta formación y la prudencia auxiliarán a la conciencia para evitar el juicio erróneo.
Una conciencia insuficientemente formada, o peor, formada para escoger lo malo por bueno, y así enseñada, lleva a toda una sociedad a admitir de corazón el homicidio de los hijos propios o ajenos, la pérdida de la dignidad de la persona, el empleo de cualquier medio para obtener un fin deseado, o el uso del odio como arma política. Así la libertad de conciencia se convierte en el mejor medio para servir al Mal.
Esta es la verdadera tragedia de esta ley y esta sentencia, la perversión de la conciencia de toda una comunidad humana (o al menos su mayoría) so capa de su autonomía. Aparentemente suena hermoso (sobre todo si le llaman “libertad”), pero es dramático.
Y la objeción no es en absoluto la respuesta. En el mejor de los casos un parche, un mal menor. En el peor, la coartada que justifica todo el sistema perverso.
El príncipe del mal siempre retribuye a los que le sirven, pero no del modo que esperan.
7 comentarios
Esta sentencia debería estudiarse en el futuro como se estudian hoy las infames sentencias de los tribunales nazis o estalinistas, como ejemplo de corrupción absoluta del noble concepto de derecho, en su faceta formal, material y procedimental. Se entroniza el derecho del fuerte a matar al débil, la mentira de la ideología frente a la verdad de la ciencia, el derecho como herramienta del poder para imponer el terror.
Y con un añadido más miserable aún: ni siquiera han guardado las formas para salvar la imparcialidad que debe tener todo juez. La verguenza les acompañará el resto de su vida, y las víctimas por causa de ella les acusarán en el día del juicio que a todos nos llega.
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LA
Una puntualización meramente formal, que no de fondo: quien sanciona el aborto como un derecho civil (no humano, todavía) es la ley de 2010. Esta sentencia simplemente afirma que esa ley no conculca la constitución española, lo que nos sirve para conocer mejor la constitución y su tribunal de garantías.
https://www.infocatolica.com/blog/matermagistra.php/teologiamoral/
Muchas gracias
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LA
Lo estudiaré. Gracias.
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LA
Por supuesto, siempre que cite la fuente (bitácora y portal donde se publica).
Muchas gracias.
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