La Iglesia Siríaca (y XI)
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La situación de la Iglesia siríaca al comienzo de la Primera guerra mundial
En diciembre de 1914, el sultán otomano entró en la Gran Guerra del lado de las potencias del Eje, esperando recuperar algunos de sus territorios perdidos a manos de dos viejos enemigos (ahora en el bando aliado): Rusia y Grecia. El plan resultó un desastre, y salvo la exitosa defensa de la península de Gallípoli frente a los británicos, los turcos fueron derrotados en el resto de los frentes. Su preeminencia en el Oriente Próximo árabe tocaba a su fin.
La caída otomana, tras cuatro siglos de predominio, sorprendió a la comunidad cristiana más dividida que nunca. En 1915, la Iglesia siríaca era la más fragmentada de toda la Cristiandad.
En primer lugar, estaba la diferencia litúrgica entre aquellos que practicaban el rito siríaco occidental (los siríacos propiamente dichos), y el siríaco oriental, llamados asirios o caldeos. Esta distinción se remontaba a las primeras comunidades cristianas, y se había convertido en separación cuando los asirios abrazaron el difisismo (inexactamente conocido como nestorianismo). Sobre la historia de estos últimos, se puede consultar este artículo y los subsiguientes. Al oriente del Tigris predominaban los caldeos, y al occidente del Éufrates los siríacos, pero en la llanura entre ambos ríos en su curso superior, convivían ambas comunidades, no siempre armoniosamente.
Una segunda separación se produjo tras el concilio de Calcedonia, en 451, cuando la mayoría de los obispos sirios se opusieron a sus conclusiones teológicas, defendiendo el miafisismo (Cristo tenía dos naturalezas, pero la divina sumergía a la humana, siendo imposible distinguirlas en la práctica). Estos formaron una comunidad propia, conocida como Iglesia Siríaca (ortodoxa, según su propia nomenclatura), con apoyo mayoritario en la Siria interior y oriental, y fuerte en el área de Damasco. Sus enemigos les llamaron jacobitas por ser el monje Jacobo Baradeo quien la reorganizó en el siglo VI. Esta comunidad tenía un reconocimiento del sultán otomano relativamente reciente. Su línea ininterrumpida de patriarcas antioquenos tenía a su representante en Ignacio Elías III, sucesor de Aloho II, que había sido elevado 2 años después de la muerte de su predecesor, en 1917, durante un turbulento interregno marcado por la guerra. Durante su etapa como presbítero, había vivido en primera persona las matanzas de Diyarbakir, en 1896, donde miles de cristianos armenios, y también asirios fueron asesinados por los turcos. Dio cobijo a casi 7.000 refugiados armenios en el monasterio de Mor Quryaqos (san Ciriaco), y por tanto tenía dolorosa experiencia cuando se produjo el gran genocidio cristiano (sobre todo armenio) en los límites del imperio en los años 1915-1917.
La acción de los frailes misioneros católicos tuvo su influencia en Oriente, y también en esta Iglesia. En 1659 el papa había aprobado la validez del rito siríaco occidental, y en 1662 por vez primera, esta comunidad elevó a un patriarca católico. A su muerte, la Iglesia siríaca volvió al miafisismo, pero un siglo después, en 1783, un nuevo patriarca católico provocó una reacción, y finalmente surgió una Iglesia siríaca católica, separada de la miafisista, en comunión con el papa, y empleando el rito siríaco occidental. Su titular era Ignacio Efrén II Rahmani desde 1894, y había trasladado la sede patriarcal desde Mardin a Beirut en 1910.
Los obispos que habían firmado las actas del II Concilio de Calcedonia permanecieron en la ortodoxia, y fueron motejados por sus adversarios como melquitas, la palabra siria para los “monárquicos” o fieles al emperador de Constantinopla. Tanto la mayoría de sus fieles como su orientación general evocaba el mundo de pensamiento y política griegos, sobre todo por la adopción de la liturgia bizantina a partir del siglo IX, lo cual les separó formalmente de los siríacos, por lo que pronto fue llamada la Iglesia greco-ortodoxa. Tras la caída definitiva del Imperio de Oriente sufrieron una larga crisis, de la que habían salido en el siglo XIX, sobre todo con apoyo del gobierno imperial ruso, que se sentía heredero del antiguo emperador en el apoyo a los cristianos ortodoxos de Oriente. El patriarca melquita era Gregorio IV Haddad.
También la iglesia greco-melquita sufrió una escisión cuando los misioneros católicos llamaron la atención de no pocos obispos melquitas desde principios del siglo XVII, como una oportunidad de sacudirse el gobierno del patriarca de Constantinopla. Tras la elección alternativa de patriarcas favorables y contrarios a la unión con Roma durante 90 años, finalmente en 1724 la elevación de Cirilo VI, pro-católico, terminó de romper la comunión greco-melquita siria, cuando el patriarca ecuménico Jeremías III elevó a un patriarca alternativo. La comunidad en torno a Cirilo VI y sus sucesores formó la Iglesia greco-católica melquita. En estas fechas, el patriarca era Cirilo VIII Geha, que convocó un sínodo en 1909 en el seminario de Ain Traz (Beirut) para desarrollar la legislación disciplinaria de la Iglesia greco-católica, pero no tuvo la aprobación del papa Pío X. A su muerte en 1916, la situación era tan caótica, que el sínodo no pudo elevar un sucesor hasta tres años después, a la finalización de la primera guerra Mundial,en la persona de Demetrio I Qadi,. Esta comunidad estaba en comunión con los siríacos católicos, de los que únicamente les separaba el rito empleado, y con todas las iglesias greco-católicas de otras naciones que empleaban el rito bizantino.
También estaban en comunión con los maronitas, la última de las comunidades cristianas de Siria. Fundada por san Marón en el siglo V como grupo ortodoxo ascético en el monte Líbano, había obtenido un reconocimiento precoz del papa en el siglo VII, por lo que se mantuvieron apartados de las autoridades de Constantinopla tras el cisma de Oriente. Desde las cruzadas, cuando apoyaron a los francos, mantuvieron mucha vinculación con Occidente (sobre todo con el reino de Francia), siendo la minoría cristiana más perseguida por los otomanos. No obstante, habían sobrevivido y prosperado. Junto a los drusos, constituían las dos minorías específicas del Líbano, única región de Siria donde los cristianos alcanzaban más de la mitad de la población. Aunque su cabeza espiritual se autodenominaba patriarca de Antioquía, en la práctica ejercía de primado de los maronitas. En 1914, ocupaba dicha sede el enérgico Elías Pedro Hoayek, auténtico valladar contra el gobernador otomano, y que durante la guerra sufrió persecución y amenazas de exilio en dos ocasiones. La comunidad maronita fue sostenida con aportaciones desde Francia.
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Siria tras el fin del dominio otomano
Las derrotas otomanas frente al ejército ruso en el Cáucaso durante 1915, provocaron la reacción nacionalista de los “jóvenes turcos” en el gobierno, a cargo de Ismail Enver. Este desencadenó una auténtica limpieza étnica en las regiones más orientales y septentrionales de Anatolia, que debían ser “purificadas” de cristianos, y repobladas por turcos. Los más afectados fueron los armenios (en el terrible episodio conocido como el genocidio armenio), pero también la sufrieron importantes poblaciones de griegos pónticos y asirios, estos últimos en la Alta Mesopotamia.
Un caso particularmente sangrante ocurrió en la ciudad de Gazarta (actualmente Cizre, alto Tigris), en el Kurdistán turco, donde todos los cristianos, tanto armenios como siríacos, fueron asesinados, y sus mujeres violadas y vendidas como esclavas. Los obispos católicos siríaco (Flaviano Miguel Melke) y caldeo (Felipe Jacob Abraham) fueron detenidos y se les dio la opción de convertirse al islam o morir. Ambos rechazaron apostatar. Abraham fue tiroteado en ese momento, y Melke, apaleado hasta su muerte por los musulmanes.
Dado que la persecución era fundamentalmente étnica, Siria (donde la población turca era escasa) no sufrió graves disturbios, pero todas las poblaciones de cristianos sirios que viviesen en Anatolia (había muchas en Capadocia) hubieron de evacuarla, y junto a muchos cientos de miles de refugiados armenios o asirios en pésimas condiciones, huyeron a refugiarse a territorio sirio, en su mayor parte de tránsito hacia Europa o América. Los cristianos sirios socorrieron a sus hermanos de fe (sin consideraciones teológicas) como buenamente pudieron, teniendo en cuenta la ya precaria situación debida a la guerra. En efecto, el bloqueo naval británico y el acaparamiento de las cosechas por el alto mando turco para alimentar a los soldados, unido a una plaga de langostas, provocó una terrible hambruna en Monte Líbano en los años 1914-1915 (200.000 muertos de 400.000 habitantes, la mayoría cristianos), ante la indiferencia de las autoridades otomanas.
Con estos antecedentes, no es de extrañar que la derrota del Eje en 1919, y la retirada de las tropas turcas, tras cuatro siglos de dominio, fueran recibidas como una auténtica liberación por los cristianos sirios, discriminados tanto por ser árabes como por no ser musulmanes. El Oriente próximo recibió una especial atención de Reino Unido y Francia. Los británicos tenían un mayor interés en los pozos petrolíferos del sur de Mesopotamia y en Palestina-Transjordania, territorio que la conectaba con Egipto, un país virtualmente avasallado al gobierno de Londres. Francia, por su parte, orientó su política hacia la protección de los cristianos de Siria y Asiria, con los que tenía una secular relación, como forma de penetrar en aquellos territorios. Así, al finalizar la guerra, y como mandato de la Sociedad de Naciones, se puso en práctica el acuerdo secreto Sykes-Picot, firmado entre ambas potencias en 1917. Siria y Líbano (así como Cilicia y Capadocia en Anatolia) pasarían a regencia francesa. Irak y Palestina-Transjordania, a inglesa.
En la conferencia de paz de Versalles de 1919, el patriarca maronita Elías Hoayek encabezó la delegación libanesa (patrocinada por Francia) que se opuso terminantemente a la pretensión del príncipe Faisal ibn Hussein (hijo del Jerife hachemita de la Meca, y cabecilla de la revuelta árabe) para que se creara un enorme estado árabe en Oriente Próximo, desde el Sinaí hasta los montes Zagros, gobernado por su familia, según la promesa hecha a los árabes por el célebre Lawrence de Arabia, a cambio de obtener su ayuda en la guerra contra turcos y germanos. Francia no estaba dispuesta a ceder su mandato, y los británicos (que tampoco deseaban un poder centralizado en un área tan rica en petróleo y gas) sacrificaron sin escrúpulos las aspiraciones de sus antiguos aliados. Así, pues, los cristianos salieron reforzados de la conferencia, y en 1920 se proclamó el estado del Gran Líbano (que además del Monte Líbano incluía el fértil valle de la Bekaá, para evitar una nueva hambruna como la de 1914), unido al mandato francés de Siria pero independiente del mismo. En él, los maronitas constituían no sólo una parte importante de la población, sino la mayoría de las élites del pensamiento, la educación y la política, siempre sostenidos por los franceses. El patriarca maronita se convirtió en una figura relevante para el nuevo país como jamás lo había sido antes. Y desde entonces el Líbano fue una especie de santuario para los cristianos de Oriente: no únicamente los maronitas, sino el resto de confesiones, establecieron seminarios e incluso sedes patriarcales en sus fronteras.
Menos suerte tuvieron otros cristianos. La delegación de los asirios, encabezada por Mor Severius, metropolitano siro-ortodoxo de Mosul, no logró protección de sus intereses por los británicos, nuevos gestores de Mesopotamia (Irak), que les trataron con gran indiferencia, sin distinguirlos del resto de los árabes.
Faisal aparentó aceptar las decisiones de la conferencia, pero secretamente alentó una gran revuelta árabe musulmana en toda Siria, y formó un Congreso nacional árabe, leal a su persona. Antes de la llegada de las tropas francesas, el Congreso tomó el poder en Damasco y levantó un ejército, proclamando rey de Siria a Faisal. Unas semanas más tarde, en la batalla de Maysalun (entre el Monte Líbano y Damasco), las tropas árabes fueron aplastantemente derrotadas por el ejército francés, y Faisal se avino a respetar el mandato, marchando al exilio (aunque un año después los británicos le compensarían nombrándolo rey de su mandato en Iraq, aunque la relación entre ambos poderes siempre fue conflictiva).
Para otros cristianos, no obstante, el fin de la guerra tuvo un sabor agridulce. Los greco-melquitas, que habían logrado en 1909 que el resto de patriarcas ortodoxos reconocieran a su patriarca árabe, acabando con siglos de preeminencia étnica griega, vieron, con la caída de los zares de Rusia a manos de la revolución bolchevique, el fin de sus grandes protectores.
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El mandato francés de Levante. Las comunidades cristianas antes de la segunda guerra mundial
Tras la guerra de independencia turca, en 1922, las potencias occidentales que habían ocupado algunas partes del país se retiraron. Kemal Ataturk, el nuevo hombre fuerte, construyó una Turquía alejada del modelo otomano: derribó el sultanato, y creó una república étnica y religiosamente homogénea de turcos musulmanes sunníes, sustituyendo la sumisión al sultán por el nacionalismo turco. La recuperación de Capadocia y Cilicia de manos francesas, supuso la expulsión de los cristianos, que habían mantenido en aquella región una presencia constante desde las primeras comunidades, y que emigraron hacia Siria en su mayoría. Entre ellos el patriarca siro-ortodoxo, Ignacio Elías III, que hubo de abandonar con toda su curia el monasterio de Mor Hanayo (Capadocia), sede del patriarcado jacobita de Antioquía durante muchos siglos.
Los franceses emplearon en su mandato en Siria el principio latino “divide y vencerás”, y amén del Gran Líbano, crearon dos estados satélites más: el marítimo estado alawita (1920-1936, gobernado por la minoría de una secta chií de ese nombre, con cierta preeminencia demográfica en aquella área) que ocupaba toda la costa Siria desde el Líbano hasta Turquía, que era tanto como decir los puertos y la llave de la riqueza de Siria; y el estado druso, en una comarca al sur de Damasco, lindando con la Transjordania británica. Con ello, favorecían a las minorías religiosas, tanto cristianas como sectas islámicas, con objeto de controlar mejor a la mayoría sunní, que pronto se resintió, postergada porque la influencia política y la riqueza industrial y comercial quedaban en manos de cristianos, alawitas y drusos.
El descontento estalló en la rebelión siria de 1925, que duró hasta mediados de 1927, y que unió drusos y árabes sunníes en un movimiento anticolonialista y nacionalista sirio-árabe. No fue secundada ni por los cristianos ni por los alawíes, marcando una primera separación tanto entre las diversas comunidades étnicas y religiosas, como entre el interior más nacionalista, y la costa, más internacionalista, y dispuesta a aprovechar las ventajas del dominio francés.
El patriarca siro-ortodoxo Ignacio Elías III (que convocó un sínodo en 1930 para reorganizar su comunidad) había muerto en la India en 1932, tratando de mediar entre dos facciones de la Iglesia siro-malankara, y fue canonizado por los jacobitas en 1987. El sínodo elevó en su sustitución a Mor Severius, el metropolitano de Mosul (que había girado visita apostólica a Estados Unidos en representación del patriarca unos años antes), que tomó el nombre de Ignacio Afrem I Barsoum. Durante su gobierno estableció la sede del patriarcado en Homs, y abrió un seminario en Líbano, amén de escribir numerosos tratados de historia de la Iglesia siro-ortodoxa y un diccionario siríaco-árabe. Por su parte, Ignacio Efrén II Rahmani, patriarca de los sirio-católicos, murió en 1929 en El Cairo. El sínodo elevó en su sustitución al arzobispo de Alepo, Teófilo Gabriel Tappouni (que había sido encerrado por los otomanos durante el genocidio cristiano, y por quien intercedió el propio emperador de Austria-Hungría Francisco José), que tomó el nombre de Ignacio Gabriel I Tapounni. Pío XI confirmó su elección un mes después, y en 1935 lo elevó al cardenalato, siendo el primer patriarca siríaco en alcanzarlo.
El patriarca greco-ortodoxo Gregorio IV Haddad murió en 1928, y fue sucedido por Alejandro III Tahan (1928-1958), que se preocupó por recuperar la vida monástica y eclesial de la comunidad. Muy especialmente renovó la escuela teológica patriarcal del monasterio de Balamand, cerca de Trípoli, en el Líbano, que se había convertido en sede del patriarcado. Los greco-católicos, por su parte, no pudieron elegir un nuevo patriarca, tras la muerte de Cirilo VIII en 1916, hasta tres años después, cuando fue elevado Demetrio I Qadi (1919-1925), eparca de Alepo. Gracias a la protección del mandato francés, su congregación conoció una rápida expansión, no sólo en monasterios y lugares de culto, sino también en miembros, con la inmigración (sobre todo al Líbano) de muchos greco-melquitas de otros lugares. Demetrio planeó reformas radicales de la disciplina y los sínodos, pero murió en octubre de 1925, a los 64 años, antes de poder implementarlas. Fue sucedido por el eparca de Zahlé, el libanés Cirilo IX Moghabghab, el primer obispo melquita en viajar a América, concretamente en su viaje pastoral a Brasil en 1904.
En el Líbano ejercieron los franceses su más directa influencia, gracias al apoyo de los cristianos (principalmente los católicos maronitas). En 1926 promulgaron allí la primera constitución de la región, inspirada directamente por la de la Tercera república francesa. En ella se establecía ya que el presidente debía ser un cristiano maronita, el primer ministro musulmán sunní, y el presidente del parlamento, musulmán chií, para que ninguna comunidad se sintiera marginada del poder.
Además de su gran influencia en la creación del Gran Líbano (y por tanto el Líbano actual), el patriarca maronita Elías Pedro Hoayek fue el fundador de las diócesis maronitas de Estados Unidos y Argentina, para la diáspora libanesa. Murió el día de Nochebuena de 1931, después de ver bien asentada la independencia del Líbano bajo el mandato francés. El sínodo elevó en su lugar a Antonio Pedro Arida, obispo de Trípoli, que había sido secretario del patriarca Juan Pedro el Hajj. Durante su mandato vivió el cristianismo libanés en general (y los maronitas en particular) su época dorada, la primera en la que no estaban perseguidos en los últimos novecientos años, y la que mayor influencia social tuvieron en trece siglos. Asimismo, los libaneses (sobre todo los cristianos), mimados por el gobierno francés (que los consideraba más leales que el resto de sirios) se especializaron en la relación política y comercial entre Oriente Próximo y Europa, y en realidad se convirtieron en cierto modo en embajadores de la región por todo el mundo. También era frecuente que viajaran a formarse al extranjero mucho más que el resto de sirios, o que los musulmanes libaneses. Eso convirtió a los maronitas en la élite cosmopolita del país (en política, educación, economía, comercio, etc) desde muy pronto, mientras el resto de etnias y sectas se incorporaron más tardíamente. Por ello Líbano y en particular su capital Beirut fueron conocidas como “la pequeña Europa” o “la Paris de Oriente”.
En 1936, los franceses aceptaron reunir el estado alawita al gobierno semi-autónomo de la Gran Siria, gobernado por el partido nacionalista sirio. No obstante, el Líbano siguió siendo independiente y, para los nacionalistas sirios, siempre sería considerado como una parte irredenta de su nación, segregada malintencionadamente por los imperialistas franceses. Por contra, los alawitas conservaron un espíritu independiente (e incluso independentista) dentro de Siria.
Cuando el nacionalismo sirio extendió su acción más allá del Líbano, y comenzó en 1938 a armar a los palestinos en revuelta bajo el mandato británico, el gobierno francés decidió acabar con la autonomía. La constitución libanesa y el parlamento sirio fueron disueltos en 1939, y se volvió a la táctica de dotar de mayor autonomía a alawitas y drusos, sembrando la semilla de conflictos civiles dentro del país. Más aún, los asirios cristianos del noreste y los circasianos (caucásicos) musulmanes de los altos del Golan, pidieron también más autonomía y presencia del ejército francés, temiendo la preeminencia de los árabes sunníes en un eventual estado sirio independiente. Pero las reivindicaciones de estos pequeños grupos étnicos no fueron atendidas.
Ese mismo año ocurrió un hecho de gran trascendencia simbólica. La región de Hatay, en la costa norte de Siria, que había obtenido la autonomía, acabó por integrarse en Turquía, bajo el pretexto de que su población, tras varios siglos de inmigración, era ya mayoritariamente turca. La capital de Hatay era Antioquía. Hacía mucho tiempo que la vieja y decadente ciudad ya no albergaba la sede efectiva de ninguno de los patriarcas; ahora, físicamente, había quedado fuera de su patria natural, Siria.
Poco después estalló la segunda guerra mundial. A diferencia de la primera, no había países del Eje en el área, pero en 1940 Francia fue ocupada por los alemanes, y Siria y Líbano quedaron en manos del gobierno colaboracionista de Vichy, hasta que las tropas británicas ocuparon el país en 1941, y un año después reintegraron las áreas alawitas y drusas al gobierno de Damasco (aunque ya no el Líbano). Tras el fin de la guerra, en 1946, los franceses (no sin resistencia, y por la presión de EEUU y Reino Unido en la ONU) evacuaron definitivamente Siria, traspasando el poder a un gobierno nacionalista árabe. No obstante, dejaron un regalo envenenado: el nuevo ejército sirio estaba basado en el colonial francés, cuya oficialidad estaba formada casi completamente por miembros de las etnias minoritarias alawita, drusa y kurda, por lo que el gobierno (compuesto en su gran mayoría por árabes sunníes, como el país).
Al patriarca maronita Antonio Pedro Arida le tocó vivir los duros años del ascenso de los nacionalismos en Europa y Asia, particularmente el nazismo, contra cuyo antisemitismo se pronunció en 1933. También tuvo que pilotar la Iglesia durante la segunda guerra mundial. Al final de la guerra el patriarca se aseguró ante los vencedores, gracias a la intermediación de Francia, de preservar la identidad de Líbano como nación independiente frente a las aspiraciones del nacionalismo árabe de obtener al fin su ansiada nación (aunque ahora fuese república y no reino). Por ello los maronitas, fuera del Líbano (y a veces también dentro) fueron vistos por los musulmanes como agentes del extranjero occidental.
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Las repúblicas de Siria y Líbano
Casi desde el principio, la nueva república independiente de Siria vivió en la inestabilidad política. Su ejército invadió el recién creado estado de Israel en 1948, junto a otros árabes, y como ellos fue derrotado y expulsado, aunque logró retener y fortificar los estratégicos Altos del Golán, que dominaban la llanura de Galilea en el borde septentrional del lago Genesaret. Fue el último de los países árabes en firmar un armisticio con el gobierno sionista, en julio de 1949. El fracaso condujo a una aguda crisis con tres golpes de estado militares ese mismo año, que llevaron a una dictadura encabezada por el coronel kurdo Al-Shishakli, del partido social-nacionalista sirio.
El patriarca greco-católico, Cirilo IX Moghabghab, se destacó por su trabajo ecuménico y su protección a la Orden hospitalaria de san Lázaro de Jerusalén. Murió en septiembre de 1947 y fue sucedido por Máximo IV Sayegh, un nativo de Alepo, archieparca de Beirut. Un año después comenzó la guerra de independencia de Israel. El éxodo resultante de palestinos, tanto musulmanes como cristianos, fue considerable. El eparca de Galilea, Máximo Hakim negoció en 1949 con el gobernador israelí de Galilea el retorno de los cristianos nativos a la región, a cambio de su benevolencia en el futuro hacia el estado judío. En verano de 1949, y fruto de este acuerdo, miles de cristianos exiliados en Líbano pudieron regresar a sus hogares en Galilea, siendo los únicos palestinos que pudieron hacerlo. Al año siguiente Hakim denunció ante la Santa Sede y diversos medios internacionales el destierro ilegal de los cristianos de dos pueblos de Galilea, convirtiéndose en su auténtico protector. En los años siguientes se vio envuelto en polémica, al acusar del éxodo palestino tanto a los británicos, por asustar a los árabes repitiendo que garantizaban la seguridad de los árabes que quedasen en territorio israelí, como a los líderes de las naciones árabes, que alentaron el exilio asegurando que sería por poco tiempo, y que los ejércitos árabes pronto recuperarían Palestina expulsando a los judíos. Por declaraciones como esas fue acusado de pro-israelí en varias ocasiones.
En Siria, Al-Siskhakli era opuesto a la corriente política monárquica que deseaba la unión con el Iraq hachemí, para revivir el proyecto del gran reino árabe. También persiguió a los comunistas, a los hermanos musulmanes (fundamentalistas islámicos sunníes) y a los nacionalistas árabes laicos y republicanos del partido Baath, las nuevas fuerzas que ganaban protagonismo en la Siria post-colonial, amén de acerbos conflictos con la minoría drusa. Forzado por la oposición, dio un giro a su gobierno hacia el panarabismo, para ser finalmente derrocado y exiliado por otro golpe de estado en 1954 (apoyado desde Iraq), que restauró la república parlamentaria.
Los sucesivos gabinetes nacionalistas sirios, cada vez más débiles, siguieron el ejemplo político del influyente movimiento árabe nacionalista nasseriano, y condujeron en 1957- tras el fiasco de la guerra contra Israel por el control del canal de Suez y la pérdida de confianza en las potencias occidentales- a un auge del partido comunista sirio, que logró que uno de sus militantes, Afif Al-Bizri, fuese nombrado en el estratégico cargo de jefe del estado mayor. Siria firmó de un acuerdo comercial y militar con la Unión Soviética (para preocupación de Turquía, que aceleró su acercamiento a Estados Unidos).
Por su parte, Líbano se convirtió en un oasis para los cristianos, que no sólo eran ciudadanos en pie de igualdad con los musulmanes (único caso en todo Oriente Próximo), sino que de hecho con frecuencia dominaron la política. Así, el primer presidente, el maronita Bechara El Khoury (1943-1952) firmó con los prebostes musulmanes del país el fundamental “Pacto nacional” que sentó las bases de la futura existencia del Líbano como nación independiente: los cristianos aceptaban que el país formase parte de la Liga Árabe y se comprometían a no buscar la protección de Francia, y los islámicos renunciaban a la reunificación con Siria. Asimismo, se repartieron las altas magistraturas del estado (siguiendo el modelo precedente francés) y los escaños en el parlamento según cuotas fijas por etnias, fijando la representación proporcional de todos; una organización que hoy en día persiste con escasas modificaciones, y que, de hecho, forjó el sentimiento nacional libanés y dio viabilidad al nuevo país. Precisamente, la relación religiosa y cultural de los maronitas con los franceses orientó la política libanesa hacia el libre comercio y la importación de ideas y tecnología de Occidente, del cual se convirtió en puerta (y puerto) en la región. Líbano conoció una enorme prosperidad económica.
El Khoury hubo de dimitir entre acusaciones de corrupción, y fue sucedido por Camille Chamoun (1952-1958) que tenía, a diferencia de su predecesor, un marcado carácter pro-occidental. El nasserismo prendió fuerte entre la población sunní libanesa, y pronto hubo enfrentamientos entre el presidente y esta comunidad cuando no rompió relaciones con las potencias occidentales que atacaron Egipto en la crisis por el canal de Suez en 1956 (a diferencia del resto de países árabes). Mientras el primer ministro sunní, Rashid Karami, un nacionalista panárabe, apoyaba a Egipto, la escalada de tensión entre maronitas y sunníes crecía. En 1958 Chamoun proyectó prolongar su mandato más allá de su término legal con la excusa de paliar la inestabilidad, tras diversas acusaciones de fraude electoral y la salida de varios ministros musulmanes del gobierno. Apoyados por Egipto, en marzo de 1958 los musulmanes iniciaron una revuelta (por cierto, con participación de los palestinos exiliados), y el presidente libanés pidió ayuda a Estados Unidos. Eisenhower, que seguía la doctrina de auxiliar a los gobiernos amenazados por el comunismo (y así se consideraba al socialista Nasser) envió una expedición en apoyo del ejército libanés, en la llamada “Crisis del Líbano”. Los combates duraron todo el verano, y finalmente la revuelta fue aplacada con miles de bajas por ambos bandos, y una profunda herida entre ambas comunidades, pues los sunníes consideraron a los maronitas traidores a la causa árabe, y estos a aquellos entregados al extranjero Nasser. El embajador especial estadounidense, Robert Murphy, jugó un papel fundamental en la resolución de la crisis: Chamoun fue forzado a retirarse tras el fin de su mandato (y fundó el influyente “partido nacional liberal”, liberal-conservador y nacionalista), y fue sustituido por el general Fouad Chehab, un maronita moderado con buenas relaciones entre los musulmanes, que formó un gobierno de reconciliación nacional con Rashid Karami como primer ministro.
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Oleada de nasserismo en la región de Siria y Oriente Próximo. La República árabe unida
Con la aquiescencia de la mayoría de partidos (encabezados por el partido Baath) y el apoyo de Occidente- que acabó reconciliándose con Nasser como mal menor frente a la creciente amenaza comunista en la región- en 1958 se produjo la unión efectiva entre Egipto y Siria, creando el embrión del que se esperaba gran estado árabe, la República Árabe Unida. Sus coordenadas eran el nacionalismo árabe, que unía a todos los árabes étnicos por encima de credos religiosos, contra la injerencia extranjera en la región, y muy particularmente contra Israel. La idea era que el resto de países árabes (Iraq, Jordania, Líbano, Palestina, y los de la península arábiga) se fuesen uniendo progresivamente en ese gran estado.
El presidente de esta nueva república árabe unida (RAU), el carismático Nasser, tenía un gran apoyo entre las clases populares, y menor entre las élites. Para los cristianos sirios, tras la pérdida de la protección francesa, un régimen laico y orgullosamente árabe era mejor que las disputas infinitas entre las corrientes políticas de los sunníes mayoritarios en el país. En Líbano, los pronasserianos musulmanes y drusos tuvieron encontronazos con los cristianos, que apoyaban la independencia del país, llegando- como ya se explicó- a una breve guerra civil ese mismo año, en la que el presidente egipcio no participó directamente, pero sí apoyó y armó a sus partidarios.
El rey Hussein de Jordania vio esta fusión como una amenaza a su soberanía, y en respuesta propuso a su primo Faisal II, rey de Iraq, la unión de ambos países a modo de alianza defensiva. Esta se llevó a cabo a principios de 1958, pero pocos meses después Faisal II fue derrocado y asesinado por un golpe militar baathista, y Hussein hubo de encomendar su protección a sus aliados anglosajones. En 1959, el presidente de Líbano, Fouad Chehab, se reunió con el presidente egipcio, que garantizó la independencia del país y la retirada de la ayuda egipcia a los rebeldes musulmanes, a cambio de que los occidentales se marchasen del país y dejasen de ser una amenaza para la RAU. De ese modo volvió la paz a Líbano.
Nasser promovió la unión de Iraq a la RAU, pero pese a que los gobernantes eran de la misma ideología, el nuevo regente iraquí, Qasim, entorpeció la integración, por temor a perder su autonomía, y esta no se llegó a consumar. Los primeros pasos de la RAU, pese al entusiasmo popular inicial, se habían traducido en un predominio evidente de los miembros del partido egipcio sobre sus contrapartes sirios, incluso en la propia Siria. La ola de nacionalizaciones, centralización del poder, aumento de tributos y otras medidas socialistas de Nasser a partir de 1961 empeoró aún más su relación con las élites sirias (aunque le granjearan grandes apoyos entre los trabajadores). Incluso su aliado natural, el Baath, vio sus simpatías enajenadas por el mandatario egipcio, que no deseaba compartir su poder con nadie. En septiembre de 1961 el ejército sirio dio un golpe de estado, disolviendo la unión árabe. El experimento nasseriano había servido, paradójicamente, para hacer más conscientes a los sirios de sus diferencias con los egipcios, y por tanto a hacer crecer el nacionalismo sirio. La inestabilidad en Siria duró dos años, hasta que militares cercanos al partido Baath encabezaron un nuevo golpe de estado que les proporcionó el poder en 1963.
Poco antes de morir, en 1958, Alejando III Taher, de acuerdo con los otros patriarcas greco-ortodoxos, autorizó al metropolitano de Estados Unidos, Antonio Bashir, el uso del rito occidental o latino en su archidiócesis melquita siria. Fue sucedido por el arzobispo de Trípoli, el libanés Teodosio VI Abou Rjeily (de nombre secular Spiridon) que rigió la comunidad greco-ortodoxa entre 1958 y 1970. Un hombre cultísimo y políglota (hablaba nativos árabe, francés y griego, y tenía conocimientos de inglés y ruso), razón por la que había ejercido de secretario y traductor del patriarca Jorge IV en su juventud, antes de ser nombrado obispo de Tiro y Sidón.
Mientras Siria se agitaba convulsa en el experimento de la República Árabe Unida, Líbano vivió un periodo de rara paz y prosperidad bajo los mandatos del conciliador presidente Fuad Chehab (1958-1964) y su protegido Charles Helou (1964-1970), que potenciaron y desarrollaron una administración moderna, una política interior y exterior moderada, y unas fuerzas de seguridad compactas y leales al gobierno, entre un apoyo generalizado de la población de todos los credos. Pero el período de brillo del Líbano iba a ser breve. Negros nubarrones se ceñían sobre él.
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Los católicos orientales en el Concilio Vaticano II. El decreto Orientalium Ecclesiarum
En medio de una época de turbulencias políticas marcadas por la presencia en la región del estado sionista de Israel (y la problemática del éxodo palestino provocado por él), el nacionalismo árabe, los conflictos sectarios y el temor de Occidente a una injerencia soviética en la región (teóricamente el Baath era un partido socialista, aunque sus lazos con la URSS nunca fueron muy firmes), el papa Juan XXIII convocó el gran Concilio Vaticano II en otoño de 1962, al que asistieron los patriarcas católicos siríacos y también representaciones del resto de patriarcas cristianos orientales, entre ellos los siríacos.
El patriarca antioqueno greco-católico Máximo IV Sayegh (1947-1967) tuvo un papel relevante, convirtiéndose en cierto modo en el representante de todos los greco-católicos, y por su medio, en un puente con los ortodoxos. Abogó por evitar que Iglesia católica y rito latino se consideraran sinónimos, defendiendo la liturgia y espiritualidad oriental como una parte fundamental de la Iglesia universal. Su intervención, de hecho, marcó un cambio notable en la percepción de la tradición griega por parte de los mayoritarios obispos latinos de la Iglesia. Mereció el respeto y aprobación de todos los observadores ortodoxos en el concilio, y el agradecimiento personal del patriarca ecuménico, Atenágoras. La sede patriarcal greco-melquita alcanzó así un prestigio sin precedentes.
También defendió el uso de lenguas vernáculas en la liturgia (en su caso, el griego), y advirtió acerca del mal uso de la indulgencias como forma de olvidar la necesidad de penitencia.
Otro greco-melquita que destacó durante el concilio fue Elías Zoghby, archimandrita de Alejandría, y perseguido por el régimen de Nasser por su defensa de los derechos de los cristianos. Presentó muchas propuestas, entre las cuales destacaron las ecuménicas, que buscaban directamente la reunificación con la Iglesia ortodoxa. Sus esfuerzos sirvieron para alumbrar el decreto conciliar Orientalium Ecclesiarum sobre las Iglesias orientales (que, por cierto, dejó insatisfecho al exigente Zoghby por no abordar la intercomunión con los ortodoxos). En él, los padres conciliares, por amplísima mayoría, reconocían el derecho de las Iglesias orientales a mantener sus propias y distintivas prácticas litúrgicas, y de hecho a desarrollarlas según su propia tradición, evitando la latinización. Asimismo, el derecho de los patriarcas orientales y sus sínodos a decidir la mejor organización de su clero y órdenes, a formar o unir eparquías, a decidir la fecha de la Pascua según su tradición, y a permitir que los sacerdotes pudiesen practicar el sacramento de la confirmación o crismación si empleaban aceite consagrado por un obispo.
Elías Zoghby tuvo menos éxito en su iniciativa ante los padres conciliares para que se aceptara una excepción a la indisolubilidad matrimonial en el caso de las esposas abandonadas por adulterio del marido (como se mantenía en todas las Iglesias ortodoxas), alegando que durante los diez siglos de unión, el papado jamás había condenado esa práctica, y que ahora se podía extender a la Iglesia occidental. El propio patriarca Máximo IV expresó que, aunque Elías tenía el derecho a manifestar con libertad su opinión, esta no era la de la comunidad greco-católica, y que había que reforzar la indisolubilidad del sacramento matrimonial.
El papa Pablo VI, en agradecimiento por su contribución, quiso otorgarle al patriarca greco-católico el capelo cardenalicio, pero Máximo IV lo rechazó hasta en tres ocasiones. Sus razones, basadas en la eclesiología y la historia, eran que como cabeza de la Iglesia siria de Antioquía, sólo estaba subordinado al papa (como confirmaban varios concilios ecuménicos), y que en tanto en cuanto cardenal (considerado un cargo de membresía del clero latino), podría estar sujeto a la autoridad de otros cardenales más preeminentes por el cargo que ocupasen en la curia. Por ese motivo, el papa Pablo VI, en su motu proprio “Ad Purpuratorum Patrum”, del 11 de febrero de 1965, creó el título de cardenal-obispo, por el cual el príncipe de la Iglesia beneficiado con dicho honor, no estaría ligado a una iglesia de Roma, sino a su propia sede. Gracias a esta modificación, que elevaba el cardenalato a todos los ritos y comunidades de la Iglesia católica, Máximo IV Sayegh aceptó el honor, expresando a su congregación que con este gesto, el papa convertía el cardenalato, desde una institución puramente latina, en un senado de eminencias de toda la Iglesia católica. No obstante, no todos lo vieron así, y el vicario para Alejandría, Egipto y Sudán, el inquieto Elías Zoghby, renunció en protesta por la aceptación patriarcal del capelo.
El patriarca siro-católico, Ignacio Gabriel I Tapounni, que había participado como cardenal en los cónclaves de elección papal de 1939 (Pío XII), 1958 (Juan XXIII) y 1963 (Pablo VI), también se hizo notar durante el Concilio Vaticano II, donde mantuvo posturas cercanas a los obispos tradicionalistas.
El patriarca maronita Arida murió en 1955, a los 89 años de edad. Debido al deterioro de su salud, desde 1952 un comité de tres obispos administraba en su nombre los asuntos coridianos de la Iglesia maronita. Entre ellos se hallaba su sucesor, el obispo de Tiro, Pablo Pedro Meouchi, que había servido durante años a las comunidades maronitas de Estados Unidos. Atendió también a las sesiones del Concilio Vaticano II entre 1962 y 1965, y como otros patriarcas orientales, defendió las prerrogativas de su cargo, y abogó por la cooperación de la Iglesia para evitar la diáspora libanesa (sobre todo entre los cristianos), que ya se estaba produciendo en esos años. Poco después del final del mismo, el papa le elevó también al obispado-cardenalato, en función de las disposiciones del mentado motu proprio “Ad Purpuratorum Patrum”. A diferencia de los dos patriarcas anteriores, Meouchi se inclinó a favor del nacionalismo árabe convenientemente secularizado del movimiento nasseriano, lo que le llevó a enfrentarse al citado presidente Camille Chaoun, decidido pro-estadounidense.
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Escalada de tensión en el Líbano
La desesperada situación de los palestinos desterrados en los países limítrofes a Israel fue progresivamente haciendo mella en la opinión pública árabe a partir de 1966. Al año siguiente, Egipto denunció el tratado de paz firmado con Israel en 1956, y remilitarizó la franja de Gaza con siete divisiones, exigiendo el retorno de los refugiados palestinos a Israel y la devolución de sus propiedades. La retórica revanchista fue creciendo efervescentemente. Plegándose a las manifestaciones públicas y a la confianza en la potencia del ejército egipcio (que contaba con un decidido apoyo diplomático soviético), en pocos días se fueron uniendo a la alianza Siria, Irak, Jordania (donde su rey hubo de abandonar su tradicional alianza con ingleses y estadounidenses para no verse derrocado) y Líbano, cuyo presidente Halou finalmente renunció a su tradicional neutralidad ante la presión de los musulmanes, y permitió el uso de su territorio a las milicias palestinas, aunque sin entrar oficialmente en el conflicto.
El 5 de junio de 1967, Israel (respaldado por Estados Unidos) atacó las bases aéreas egipcias sin previa declaración, en un ejemplo de guerra preventiva, en la llamada Guerra de los Seis Días. Una ofensiva relámpago conquistó para ellos el Sinaí, Cisjordania y los altos del Golán, y dejó en evidencia a las fuerzas armadas árabes, que se desmoronaron como un castillo de arena ante la embestida. La inoperancia, impreparación y hasta cobardía de los oficiales y soldados sirios (que incluso abandonaban sus posiciones antes de que llegara el enemigo) causó una profunda crisis en la sociedad siria, perdiendo el Baath buena parte de su prestigio.
En Líbano, la desesperación de los ahora definitivamente abandonados palestinos sumó un potente factor de desestabilización al ya delicado equilibrio entre confesiones en el país. Mientras los musulmanes (sobre todo los sunníes) simpatizaban con el panarabismo y la causa palestina, encastillados en un revanchismo perpetuo y estéril, el catastrófico resultado de la guerra reforzó a los cristianos en su convicción en la independencia y la vinculación a occidente. En los años siguientes, la llegada creciente de nuevos refugiados palestinos, y su encuadramiento y militarización por la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), que empleaba el sur del país para sus ataques de guerrilla contra Israel, condujo al conflicto civil cuando el débil presidente Helou dimitió en 1970. Los cristianos libaneses, temiendo que los palestinos terminasen por hacerse con el control del país, comenzaron a su vez a armarse en milicias, ante la ineficacia de las fuerzas de seguridad nacionales.
El lustro de 1970 a 1975 vio una escalada de violencia entre milicias palestinas y grupos armados cristianos, que el gobierno de Suleiman Frangieh (1970-1976), que había comenzado prometedoramente, no hizo sino empeorar al alinearse claramente con el frente libanés anti-palestino, por temor a la creación de un “estado dentro del estado” palestino. Fue un episodio triste de la vida del joven país, en la que los cristianos no fueron más ejemplares que los musulmanes: las milicias combatían unas contra otras, no siempre de diferente confesión, y con frecuencia mezclado con episodios de luchas tribales, o incluso por controlar territorios, al estilo feudal, o más bien mafioso. La guerra civil estalló oficialmente en 1975, cuando las fuerzas armadas libanesas, en estado de descomposición por años, dejaron de ser operativas, y la anarquía se impuso. Se crearon inicialmente dos grandes frentes: uno formado por cristianos, de ideología derechista (Frente Libanés), y otro, en apoyo de los palestinos, formado por drusos y muchos sunníes, que seguían ideas más o menos socialistas (Movimiento Nacional Libanés). Los atentados, las represalias y las masacres perpetradas por unos y otros, tiñeron de sangre el país y provocaron un nuevo éxodo de libaneses al extranjero. Finalmente, la Liga Árabe, a petición del gobierno, envío en 1976 un ejército fundamentalmente compuesto por sirios, para poner fin a los combates. El gobierno baathista de Siria vio el conflicto como una oportunidad para retomar la influencia en un país que consideraban en cierto modo un territorio nacional irredento, segregado por el colonialismo francés.
Para poner fin al descontento en la propia Siria, el ministro de defensa, el general alauíta Hafez al-Assad, había tomado el poder en 1970, instaurando un régimen autoritario y personalista, y provocando la separación efectiva entre el Baath sirio y el iraquí, que desde entonces tuvieron muchos altibajos en su relación, pese a compartir ideología.
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La guerra civil libanesa y los cristianos siríacos
El ejército sirio, una vez sobre el terreno, y temiendo el efecto de la ideología izquierdista del bando propalestino, apoyó inicialmente al gobierno respaldado por los maronitas. Pero para 1976, los bandos habían dejado de ser políticos para ser confesionales: los cristianos con el FL, encabezado por el falangista Bachir Gemayel (su partido había sido fundado a imitación de la falange Española) y los drusos y musulmanes con el MNL, dirigido por druso Kamal Jumblatt, aunque en la sombra era manejado por Yaser Arafat y la OLP (organización para la liberación de Palestina o “Al Fatah”). El propio país se había dividido en tres zonas, una controlada por la OLP (el sur), otra por las milicias maronitas (la costa central) y una tercera por el ejército sirio (el norte y el interior), estando Beirut, que alojaba a más de la mitad de la población del país, dividida a su vez en una zona cristiana y otra musulmana. Los libaneses que vivían en el área de mayoría confesional diferente, sufrían amenazas y persecuciones, y la migración interior y exterior no hizo sino aumentar. Era el fracaso del Líbano como modelo de país árabe tolerante, multiconfesional e independiente.
Con el riesgo de fractura del país en áreas confesionales, y de influencia de grupos extranjeros (palestinos y sirios), se produjeron las elecciones presidenciales, y Suleiman Franjieh fue derrotado por el candidato pro sirio, Elias Sarkis. Al Assad entró de forma ya directa en la política libanesa, decidido a acabar con las milicias sunníes de los “Hermanos musulmanes” que amenazaban su régimen en Siria y que buscaban refugio en el avispero libanés tras sus acciones terroristas.
A finales de 1977 se logró un acuerdo de paz precario a instancias de la Liga Árabe, garantizado por las tropas de Siria, que se convirtió de ese modo en el árbitro del país. El reparto de áreas de influencia incluyó Beirut, separado en una zona musulmana y otra cristiana por la llamada “línea verde”. La muerte en 1977 de Jumblatt provocó el afloramiento de las disensiones internas en el MNL, y Al Assad aprovechó para atraerse a los chíies de Hizbulá, que con apoyo sirio se armaron para convertirse en poco tiempo en la milicia más potente (enajenándose de ese modo el apoyo que los cristianos habían prestado al presidente sirio). Por su parte, Israel comenzó también a suministrar armamento a los falangistas maronitas.
En 1978 se rompieron las hostilidades con dos enfrentamientos locales: las milicias cristianas expulsaron al ejército sirio de Beirut, y el ejército israelí invadió el sur del Líbano en una operación de castigo contra los ataques de las milicias palestinas, dejando al retirarse una franja en torno a Tiro, vigilada por milicias cristianas y chíies. En 1980 ocurrió la masacre entre maronitas de Safra, cuando los falangistas de Gemayel atacaron la población, un bastión de las milicias de Chamoun, para afirmar su poder dentro del bando cristiano.
En 1982, en respuesta al lanzamiento de cohetes por parte de la OLP, Israel llevó a cabo una masiva invasión del Líbano, conquistando todo el sur y llegando a las puertas de Beirut. Ya muy castigada la ciudad por los combates, fue totalmente destrozada por la artillería y ataques aéreos sionistas. Los palestinos sufrieron una catástrofe, y finalmente la ONU logró parar la ofensiva. Los israelíes se retiraron y una fuerza multinacional se interpuso entre ambos contendientes. En las elecciones presidenciales de ese año, Bachir Gemayel, líder del Frente libanés, logró ser elegido presidente. Fue asesinado el 14 de septiembre por un miembro del partido nacional socialista sirio (de la oposición a Al Assad). Acusando a Arafat de estar detrás del asesinato, en represalia las milicias de la Falange Libanesa perpetraron en los días sucesivos (con el apoyo de Israel) la mayor de las masacres de la guerra (que ya había presenciado unas cuantas) cuando asaltaron los campos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila, vencieron la defensa local y asesinaron a casi 3.500 personas. La repercusión en todo el mundo del horror fue brutal, y abrió los ojos a muchos gobiernos de en qué se había convertido la antigua “Suiza de Oriente”.
Amine Gemayel sucedió a su hermano y llegó a un acuerdo con Israel, respaldado por Estados Unidos, para la retirada de las tropas israelíes en 1983 de casi todas las zonas ocupadas. Para entonces, la figura del presidente había perdido su antiguo papel de mediador neutral. Los musulmanes y drusos que aún quedaban en el ejército lo abandonaron para engrosar sus milicias propias, dejándolo virtualmente inoperativo. A partir de ese año nuevos y más importantes actores entraron en el drama del pequeño país. Para combatir la creciente influencia de EEUU en Líbano, Hezbollá, apoyado por Siria e Irán (que desde la revolución islámica de 1979 había comenzado a intervenir políticamente en Oriente Próximo), lanzó diversos ataques (incluyendo atentados suicidas) contra los intereses americanos en el país, provocando la respuesta del presidente Reagan, que envió tropas y material.
Los años siguientes vieron la extensión de violencia sectaria auspiciada por poderes extranjeros. En 1985 el movimiento chíi pro iraní Amal, dominado por Hezbollá, expulsó a los palestinos de sus campos de refugiados, y tomó el control de áreas cada vez mayores. En 1987 el primer ministro Rashid Karami fue asesinado (se cree que por el servicio secreto libanés) y el presidente Gemayel, contraviniendo el Pacto nacional, nombró a otro maronita como primer ministro, el general Michael Aoun, que reorganizó el ejército libanés. Los sunníes y drusos se unieron en torno a Selim Al-Hoss, que fue reconocido como primer ministro por Al Assad, mientras el régimen iraquí de Saddam Hussein, entonces aliado a Estados Unidos, apoyaba a los maronitas para limitar la influencia de Irán en Líbano por medio de Hezbollá. Para entonces las antiguas alianzas habían cambiado completamente, y era difícil seguir quién estaba aliado a quien en un torbellino de enfrentamientos sin fin.
En 1989, se firmó en Taif (Arabia Saudí) un acuerdo de paz definitivo auspiciado por la Liga Árabe, que sellaba la reconciliación entre las diversas comunidades, acordado entre los parlamentarios libaneses supervivientes, que a su retorno eligieron como presidente a René Mouawad, perteneciente al Kataeb, pero moderado (el país había estado sin presidente desde el fin del mandato de Gemayel un año antes). El papel de Siria como potencia tutora quedaba garantizado en el acuerdo, lo cual generó el rechazo de Michel Aoun y sus partidarios, que clamaban porque el tratado ponía fin a la independencia de Líbano, y que con el apoyo de Saddam Hussein ocuparon Beirut y se negaron a reconocer al nuevo gobierno. Tras el asesinato de Mouawad, en 1990 el ejército sirio lanzó una ofensiva que le dio el control de Beirut, y acabó con la resistencia de Aoun, que hubo de exiliarse. Estados Unidos lo permitió a Siria a cambio de mantenerse neutral en su conflicto con su ahora enemigo Saddam Hussein.
El nuevo Líbano (donde se dictó una amnistía general en 1991) vio la preponderancia de Siria y Hezbollá, su aliado, y la disminución del poder de los partidos maronitas (los cristianos perdieron asignación de diputados en el parlamento), que veían así castigado su papel radical durante la guerra civil. En un país material y humanamente (más de 120.000 muertos) devastado, con un millón de libaneses exiliados (entre ellos no pocos antiguos jefes políticos), la reconstrucción fue ardua y difícil. El proyecto de un país de mayoría cristiana en el mundo árabe, abierto y tolerante, había fracasado.
Poco antes de la guerra había muerto el patriarca Pablo II Pedro Meouchi, en enero de 1975, a los 81 años de edad, y fue sucedido por Antonio III Pedro Khoraish. El nuevo patriarca contaba 68 años y era un superdotado (obtuvo el doctorado de filosofía a los 16 años en la universidad pontificia urbaniana de Roma). Había ocupado muchos cargos en la Iglesia maronita, siendo el último el de eparca de Sidón, título bajo el que concurrió a las sesiones del Concilio Vaticano II. Desde 1974, debido al estado de salud del patriaca Meouchi, ejercía de administrador delegado de la Iglesia, por lo que el recambio fue natural. Durante su gobierno, el beato Charbel Markhouf (monje ermitaño de la Iglesia maronita fallecido en 1898 y beatificado a la conclusión del Concilio Vaticano II, en 1965) fue declarado santo por el papa Pablo VI en 1977. En febrero de 1983, fue creado cardenal-obispo, siendo el segundo maronita en recibir ese título. Impulsó también la beatificación en noviembre de 1985 de la monja doliente santa Rafqa Pietra Chobog (fallecida en 1914). Poco después renunció al patriarcado, muriendo en 1994 en Beirut.
El sínodo elevó en su sustitución a Nasrallah Boutros Sfeir, que llevaba 25 años siendo obispo titular de Tarso, y había ejercido de vicario patriarcal en dos ocasiones, a los 66 años de edad. Al ser elegido en plena guerra civil libanesa, no pudo sustraerse a sus efectos. Aunque en sus primeros años procuró mantenerse al margen del sectarismo y predicar la reconciliación y la defensa de los más perjudicados por el conflicto, así como denunciar sus injusticias, en el último año de la misma (1989) no pudo evitar verse involucrado en la política nacional. Cuando el presidente maronita Micheal Aoun tomó el control de todas las milicias cristianas, Sfeir auspició una reunión de parlamentarios cristianos que llamaron al alto el fuego y a que el presidente aceptara el alto el fuego de Taif. El patriarca trató de presionar a Aoun para que llegara a un entendimiento con los sirios, pese al apoyo que la mayoría de cristianos (e incluso muchos no cristianos) daba a la postura de fuerza del presidente en defensa de la independencia del Líbano frente a Siria. En las siguientes elecciones, llegó a advertir que Aoun podría dividir al país si salía elegido. La contestación entre los cristianos, e incluso entre clérigos y sobre todo órdenes religiosas, en apoyo de Aoun, le puso en una situación difícil. Preocupada por el efecto negativo que el nacionalismo maronita libanés podría tener en esa y otras comunidades cristianas de la zona, la Santa Sede envió al nuncio Pablo Puente con un apoyo explícito y público al patriarca, que este hizo saber a la comunidad maronita del país. Finalmente, la derrota de la insurgencia cristiana al mando de Aoun por las tropas sirias puso fin al conflicto, aunque no al resentimiento de buena parte de la comunidad maronita hacia su patriarca.
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El cristianismo bajo el baathismo dominante en Siria
Al-Assad gobernó con mano de hierro hasta 2000, dirigiendo una etapa de rara estabilidad durante tres décadas. Los beneficios de ese régimen (la prosperidad económica o la libertad religiosa) no ocultaron la brutalidad en la represión gubernamental de los disidentes (con el pretexto de “defender la paz social”) o las numerosas aventuras políticas exteriores de más que dudosa justificación, como la fracasada guerra del Yom Kippur contra Israel en 1973, o la invasión y participación en la guerra civil del Líbano (1976-1992) para intentar su control. En 1979, un violento levantamiento islamista de los salafistas Hermanos Musulmanes fue combatido duramente y ahogado en sangre en la masacre de Hama de 1982, una auténtica batalla campal con miles de muertos, la mayor parte civiles.
El régimen laico y nacionalista árabe del Baath supuso una mejoría de la situación de las comunidades cristianas, como no la habían tenido desde la época del mandato francés. Por un lado, el secularismo ideológico del partido único favorecía la tolerancia religiosa (con las usuales cortapisas de los países de mayoría musulmana, como la prohibición del proselitismo hacia los islámicos, o la de algunas manifestaciones religiosas públicas); asimismo, el nacionalismo árabe y sirio favorecía la unidad de todos los sirios, independientemente de su credo (aunque a costa de provocar enfrentamientos con otras etnias y países). Por otro, la misma pertenencia del presidente a una minoría religiosa, (los chíies alawíes) le hacía sensible al respeto a los derechos de estas.
Entre los greco-melquitas, Teodosio VI fue sucedido a su muerte por el también libanés Elías IV Muawad (1970-1979), y este por el sirio de Hama Ignacio IV Hazim. Con una sólida formación filosófica (era discípulo del profesor de la Universidad americana de Beirut Charles Malik, conocido ecumenista libanés) y estudios en París, a su regreso a Siria en 1965 se preocupó por modernizar la formación de los sacerdotes, y sobre la base de la escuela teológica patriarcal fundó la Universidad de Balamand (Trípoli), de la cual la facultad de Teología san Juan Damasceno es su centro más reputado. Más tarde, como metropolitano de Latakia de Siria, revolucionó la diócesis con su estilo cercano y su promoción del incremento de la frecuencia de la comunión (que entre los ortodoxos se restringe bastante).
Por parte de los greco-católicos, Máximo IV Sayegh murió en octubre de 1967, y fue elevado en su sustitución el egipcio (aunque de ascendencia siria) Máximo V Hakim, el polémico eparca de Galilea desde hacía más de 20 años, donde se había destacado por su actividad incansable de catequesis y la construcción de escuelas, orfanatos, asilos, seminarios, etc, además de sus controvertidas opiniones sobre los líderes árabes e israelíes (con los que, cosa excepcional en un árabe, tuvo una relación fluida). Era amigo de Elías Zoghby, y le apoyó para que el sínodo le nombrara arzobispo de Baalbeck (y primado de los greco-católicos del Líbano en la práctica) en 1968.
En 1974, Elías Zoghby alentó (con permiso del patriarca) un encuentro de los sínodos greco-melquita y greco-católico, en el que invitó a descubrir la metanoia ecumenica entre ambas iglesias afirmando que los motivos de separación de varios siglos atrás habían desaparecido, y propuso que comenzaran los pasos para una reunión real entre ambas, sin esperar a la unión entre Roma y Constantinopla, en lo que se llamó la “iniciativa Zoghby”. Aunque tal reunión no se llegó a producir, sí logró que ambos sínodos nombraran comisiones separadas de diálogo para el estudio y eventualmente resolución de las diferencias que existían entre los antioquenos ortodoxos y católicos.
Máximo V Hakim creó en 1979 la Orden patriarcal de la Santa Cruz de Jerusalén, una orden honoraria de caballería específicamente melquita, de la cual fue el primer maestre. Asimismo, el patriarca greco-católico estableció un seminario menor en Damasco y uno mayor en Rabueh (Líbano).
El estallido de la guerra civil libanesa en 1982 afectó profundamente a la comunidad greco-católica siria. El arzobispo de Baalbeck, el célebre Zoghby, fue secuestrado por milicias terroristas pro-iraníes, aunque afortunadamente liberado más tarde. El patriarca hubo de pilotar la Iglesia en tiempos difíciles. Logró arrancar del líder druso, Walid Jumblatt, la protección a las aldeas cristianas del valle de la Bekaa; tuvo relaciones más o menos cordiales con el régimen baathista sirio de Al Asad. Protegió como pudo a su congregación, logrando salvaguardarla de los efectos terroríficos de los combates, y años después, en 1990, todavía sufrió un intento de atentado por islamistas cuando visitaba Zahlé, la única ciudad libanesa con mayoría de greco-católicos. Como efecto colateral de la guerra, tuvo la oportunidad de organizar la creciente comunidad de libaneses greco-católicos de la diáspora, sobre todo en América.
Zoghby, por su parte, renunció a su título en 1988, a los 76 años, pero no dejó de trabajar en pro del ecumenismo con los greco-ortodoxos hasta su muerte en enero de 2008.
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La comunidad siríaca en la segunda mitad del siglo XX. Ruptura de la comunión en la India. El sínodo de las Iglesias ortodoxas orientales o Conferencia de Addis Abeba.
Por parte de los siríacos, entre los católicos Ignacio Gabriel I Tappouni murió en 1968, a los 88 años de edad. El sínodo siro-católico elevó en su sustitución al obispo de Alepo, Ignacio Antonio II Hayyek, que rigió la Iglesia casi treinta años hasta 1997, cuando solicitó y obtuvo del papa la renuncia por motivos de edad (tenía 88 años), siendo patriarca emérito hasta su fallecimiento en 2007, con la proverbial edad de 97.
Entre los miafisistas o siro-ortodoxos, Ignacio Afram I Barsoum murió en junio de 1957, siendo enterrado en Homs. Fue elevado en su sustitución el metropolitano de Beirut y Damasco, que tomó el nombre de Ignacio Jacob III Bartella. Había servido como emisario patriarcal durante 13 años en Kerala (India) en su juventud. Seis años después de la reunificación de la Iglesia siro-ortodoxa malankara en 1958, el patriarca visitó de nuevo la India, y consagró con el antiguo título de Catholicós de Oriente (resucitado para la ocasión) al escogido por el sínodo local, el metropolitano Timoteo, que tomó el nombre de Basileos Augen I en 1964. Poco después, durante unas obras de reconstrucción en la iglesia de Santo Tomás en Mosul, apareció un estuche de mármol con una inscripción en siríaco afirmando contener reliquias del santo fundador de la Iglesia en la India. El patriarca regaló al Catholicós de Oriente las reliquias, que se conservan desde entonces en el palacio metropolitano de Kerala.
Por desgracia, las buenas relaciones se deterioraron a principios de la década de 1970, cuando la facción partidaria de la autocefalia completa del Catholicós, contando con su apoyo, reemergió. El patriarca Ignacio Jacob III acabó excomulgando a Basileos Augen I y la Iglesia siro-malankara india se fracturó de nuevo en 1975.
No obstante, Jacob III trabajó intensamente por el resurgimiento de las Iglesias ortodoxas no calcedonianas, y fue uno de los dos más prominentes prelados que asistió al Sínodo de las Iglesias Ortodoxas orientales o Conferencia de Addis Abeba, organizada por el emperador de Etiopía, Haile Selassie, en 1965, en emulación miafisista del concilio ecuménico Vaticano II. El Negus lo presidió al modo de los antiguos emperadores romanos (fue nombrado “defensor de la fe” por los padres sinodales), y en él se tomaron decisiones disciplinares sobre las Iglesias miafisistas en comunión (incluyendo la copta egipcia y etíope, la armenia y la malankara siria, aparte de la siríaca jacobita). Asimismo, Ignacio Jacob III fue el primer patriarca siro-ortodoxo que visitó Estados Unidos, a pedido del metropolitano Mor Atanasio Jesús Samuel, en 1960. La diáspora siria en Norteamérica había para entonces convertido a Estados Unidos y Canadá en fuentes importantes de influencia y dinero para las comunidades siríacas en Oriente Próximo.
Jacob III Bartella escribió más de treinta libros sobre historia, liturgia y espiritualidad de la Iglesia siríaca, purificó los cantos (era un consumado músico) y los ritos de las ceremonias de la Iglesia. Cuando visitó el monasterio de Mor Gabriel, bendijo una redoma de aceite consagrado, que posteriormente curó a varias personas que se lo aplicaron para diversas dolencias. Murió en 1980, a los 67 años de edad.
La Iglesia siríaca ortodoxa elevó en sustitución de Jacob al arzobispo de Bagdad, Severo Zakka (en su bautismo llamado Senaquerib, como el rey asirio), que había servido como secretario de su predecesor y tomó el nombre de Ignacio Zakka. Había recibido una completa formación teológica, y también había estudiado en Nueva York tanto inglés como idiomas orientales.
Fue comisionado por el patriarca Jacob III como observador en el Concilio Vaticano II en 1962, de donde salió con un ánimo ecuménico que le llevó a aceptar la presidencia del Consejo mundial de Iglesias, y a reunirse con el papa Juan Pablo II, con el que elaboró una declaración común entre católicos y jacobitas, en la que se ponía de relieve que las diferencias surgidas en el Concilio de Calcedonia estaban relacionadas en mayor medida con una diferente interpretación cultural y terminológica de diversas escuelas teológicas de lo que no era sino una misma sustancia de la fe y una única doctrina de la Verdad de Cristo. Publicada el 23 de junio de 1984, esta declaración de fe abría las puertas a una auténtica recuperación de la comunión plena entre el papa y el patriarca siríaco-ortodoxo de Antioquía, y por ella, a una eventual reunificación entre ambas iglesias y con las otras no calcedonianas.
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Líbano y Siria en el siglo XXI
Hafez al Assad murió en el año 2000, siendo sucedido por su hijo Bashar en una pantomima de elecciones sin oposición real. Bashar continuó la política de su padre, y ensayó algunas reformas cosméticas. Líbano prosiguió su reconstrucción material pero las tensiones políticas no cesaron, por la injerencia política extranjera. En el año 2000 se alivió en parte la situación cuando el ejército israelí evacuó unilateralmente la franja que ocupaba en el sur del país, una vez neutralizadas convenientemente todas las bases palestinas, y tras los acuerdos alcanzados en Cisjordania y Gaza con la OLP con el respaldo de la ONU. Pero la injerencia siria aumentó, y cuando en el año 2005 un coche bomba mató al popular primer ministro sunní Rafiq Hariri (hombre conciliador y entregado por su país), todas las acusaciones recayeron sobre Hezbollah, el brazo armado chíi de Siria en Líbano. La llamada “Revolución de los Cedros” fue un movimiento pacífico que exigía el fin de la injerencia siria en Líbano. Contando con el apoyo de Occidente, Al Assad juzgó más prudente retirar el ejército sirio ese mismo año. Desde entonces, el país se halla dividido entre los que quieren una mayor independencia y miran hacia Occidente, agrupados en la llamada “Alianza 14 de marzo”, frente a la llamada “Alianza 8 de marzo” de aquellos prosirios, que desconfían de las promesas occidentales y evocan el panarabismo. Afortunadamente, esta vez las divisiones son puramente políticas, pues existen partidos confesionales de todos los tipos en ambas alianzas, si bien en general los sunníes y drusos pertenecen a la primera y los chíies a la segunda. Y esta vez los cristianos, como en el pasado, han sido más bien elemento de pacificación y concordia entre todos los libaneses, olvidando actitudes sectarias de la época de la guerra civil. No obstante, las tensiones entre ambas alianzas han seguido, y elección a elección han conducido a enfrentamientos, afortunadamente limitados al terreno político. El país estuvo sin gobierno desde 2014 a 2016, cuando fue elegido por el parlamento el anciano general nacionalista Michel Aoun como un candidato de consenso entre los antisirios, ya que goza de simpatías en todos los credos.
El fenómeno que ha sacudido al mundo árabe en el siglo XXI ha sido la expansión fulgurante del salafismo, una escuela rigorista del islam sunní, proveniente de Arabia Saudí, cuyos grupos más tristemente conocidos son los terroristas, sobre todo Al Qaeda. Aunque afecta a muchos países con mayoría sunní, uno de los más golpeados ha sido precisamente Siria. Como es sabido, desde 2011, tras las protestas contra el régimen y la represión posterior, se desencadenó una rebelión armada apoyada ideológica y financieramente por las monarquías árabes del Golfo y por Turquía, y respaldada por Occidente. Pronto la situación se rompió en cuatro bandos: el gobierno de Al Assad, el llamado Ejército libre de Siria (un batiburrillo de opositores, desde democráticos a islamistas), los salafistas radicales del Estado Islámico (EI) o Daseh, y las milicias kurdas de Siria (estrechamente vinculadas a Estados Unidos) que buscan su propio lugar. Desde entonces, más de 6 años de guerra incesante, sin claros avances de uno u otro actor, con las potencias musulmanas sunníes, apoyadas por Occidente, intentando derribar a toda costa al presidente Al Assad, apoyado por Irán y Rusia.
La guerra ha provocado el éxodo de millones de sirios, muchos de ellos instalados en el Líbano. El antiguo país inestable se ha convertido en oasis de reposo para los exiliados de la ex-potencia regional. Aunque los combates del frente a todos afectan, es bien conocido que los grupos salafistas (el Estado islámico y algunos antiguos miembros del ejército libre, como el frente Al-Nusra) han concentrado las matanzas en retaguardia sobre disidentes religiosos, muy señaladamente cristianos, a los que se vincula especialmente con lo extranjero u occidental. En Siria, los más afectados han sido los cristianos siríacos, tanto los orientales, asirios o caldeos, como los occidentales (fuesen católicos o miafisistas), que habitan principalmente las zonas en la meseta entre el Tigris y el Éufrates. También han sufrido (aunque en menor medida por habitar la zona marítima, alejada de los territorios que controlan los terroristas salafistas) las comunidades de rito bizantino, fuesen ortodoxas o católicas. Los maronitas, en cambio, al residir en su gran mayoría en el Líbano, apenas han sufrido daños.
El patriarca maronita Nasrallah Boutros Sfeir, mudó de opinión con el tiempo, y se fue haciendo más crítico con las incumplidas promesas de Al Assad de retirar su ejército del Líbano, y acabó apoyando públicamente las protestas que solicitaban la retirada siria, que se hizo efectiva tras la presión internacional después del asesinato del presidente Rafiki en 2005. No obstante, cuando en las elecciones de 2009 el partido maronita de Aoun llegó a una sorprendente alianza con Hezbollá y el gobierno sirio, para preservar la independencia de Líbano frente a los intereses israelíes y Occidentales (y sunníes), halló también la oposición del patriarca, que ha sido visto por una parte de la comunidad maronita como alejado del sentir mayoritariamente nacionalista libanés de los cristianos.
En 1992, preocupado por recuperar la tradición antioquena del rito maronita, publicó un nuevo misal, de corte primitivista, que enriquecía el ritual y añadía seis anáforas. En 1994 el papa Juan Pablo II le nombró obispo-cardenal. Acompañó a la comunidad maronita en la canonización en Roma en 2004 del beato monje Nimatullah Kassab (muerto en 1858). No asistió al cónclave que eligió al sucesor de Juan Pablo II en 2005 por haber cumplido ya los 80 años (tenía 85). En 2010, contando 90 años, y junto a otros seis obispos maronitas que habían rebasado los 75 años de edad, presentó su renuncia al papa, que aplazó la aceptación hasta 2011 por la dificultad para proveer tantas sedes en poco tiempo.
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La postura de la Iglesia en la guerra civil siria
La postura casi unánime de todos los dirigentes de las iglesias siríacas ha sido la de apoyar al gobierno y buscar la paz dialogada, pero acusando a poderes extranjeros (principalmente Arabia Saudí o Turquía, pero sin privarse en ocasiones de criticar a los países occidentales) de estar detrás de la guerra y de la diáspora que está dejando sin cristianos el país.
Entre los greco-melquitas, al estallido del conflicto sirio, el patriarca Ignacio IV apoyó al gobierno, y abogó por una paz dialogada. En 2010 el presidente Medveiev de Rusia le otorgó la medalla de la orden de la Amistad de Rusia, recuperando con ello, tras la caída del comunismo, la tradicional protección de los rusos hacia los ortodoxos de Oriente Próximo. Murió en diciembre de 2012 en el hospital de San Jorge de Beirut, siendo sucedido por Juan X Yazigi, de Latakia, antiguo abad y rector del monasterio de Balamand, y metropolitano de los greco-melquitas de Europa desde 2008. El sínodo fue unánime en su elección, pese a que Yazigi no había cumplimentado los 5 años como mínimo en el Santo Sínodo que el código disciplinar exige. El nuevo patriarca hubo de ser entronizado a principios de 2013 en la catedral de san Nicolás de Beirut, pues la catedral de Damasco no ofrecía la seguridad indispensable debido a la guerra civil siria. Ha recibido apoyo explícito tanto del presidente sirio como del libanés, así como del gobierno ruso, y en sus mensajes siempre ha abogado por la unidad de todos los sirios por encima de credos religiosos, la cooperación entre cristianos y musulmanes, y ha apelado a Occidente para que no intervenga atizando las diferencias entre sirios, sino para cooperar a la paz.
Por lo que respecta a los greco-católicos, debido a sus problemas de salud, Máximo V renunció en diciembre del año 2000, pasando a ser patriarca emérito, y murió en junio de 2001 en Beirut, a los 93 años de edad. El sínodo elevó en su sustitución al archieparca y vicario patriarcal de Jerusalén, el sirio de Dayyara Gregorio III Laham, religioso de la orden basiliana salvadoriana. Había destacado en la comisión litúrgica patriarcal, siendo autor del breviario Anthologicon y de un compendio de divina liturgia, así como otros libros de rituales y espiritualidad bizantina. También fue secretario de la comisión ecuménica con el patriarcado ortodoxo. Como patriarca fue recibido por el papa Benedicto XVI en dos viajes apostólicos, en 2008 y 2012.
En un sínodo de 2010, Gregorio III alertó sobre el mayor peligro de Oriente Próximo, y era la masiva emigración de cristianos a Occidente (que en 2011 atribuía sobre todo al conflicto israelí-palestino), que provocaría que en un momento dado el mundo árabe fuese exclusivamente musulmán, y se erigiera frente a un Occidente (teóricamente) cristiano, lo cual produciría más pronto o más tarde un conflicto de civilizaciones. Llamó asimismo a un diálogo más intenso entre cristianos y musulmanes sirios, particularmente en la separación entre gobierno y religión, y el temor a un código civil basado en las leyes islámicas. Poco después manifestó que el atentado contra la Iglesia de Nuestra Señora en Bagdad había sido obra de agentes sionistas que pretendían demonizar a todo el islam, alejándose así notoriamente de las inclinaciones pactistas con Israel de su antecesor. Al estallido de la guerra civil en Siria, se ha manifestado adherente al gobierno, acusando a Estados Unidos de provocar la rebelión y el caos, y suplicando a los países occidentales que promuevan una solución pacífica y pactada al conflicto, para evitar una mayor emigración de cristianos del país.
De forma parecida se han manifestado los siríacos. El patriacra siro-ortodoxo (miafisista), Zakka se reunió de nuevo con Juan Pablo II en 2001, durante la visita de este a Siria, y llevó a cabo diversos viajes pastorales a la comunidad siríaca, tanto en la India como en Europa; asimismo, fundó el monasterio de san Efrén el sirio, cerca de Damasco, para que sirviera de seminario, falleciendo el 21 de marzo de 2014. El sínodo elevó en su sustitución al arzobispo de Estados Unidos-Este, Mor Cirilo Afrem Karim, que tomó el nombre de Ignacio Aphrem (Efrén) II (por vez primera en mucho tiempo, no añadió el apellido familiar a su título patriarcal). Es el primer patriarca siríaco de Antioquía proveniente de una diócesis americana, reflejando la importancia creciente de la diáspora siríaca con respecto a los nativos. En sus desempeños anteriores mostró gran inquietud pastoral y una decidida vocación ecuménica con otros cristianos, pero naturalmente, toda la actualidad de su misión es hoy en día la asistencia a los cristianos perseguidos y desplazados por la banda terrorista salafista del EI. Aparte de visitar en varias ocasiones a los cristianos refugiados de Siria e Irak, en 2016 ha apoyado públicamente la intervención rusa en la guerra civil siria, afirmando que “había traído la esperanza al pueblo de Siria”. También llevó a cabo una visita pastoral a La Iglesia malankara de la India en 2015.
El sínodo siríaco-católico elevó al patriarcado en 1998 el arzobispo de Homs, Ignacio Basilio Moisés I Daoud. En noviembre de 2000 fue escogido por el papa Juan Pablo II como prefecto para la Congregación de las Iglesias Orientales, motivo por el que se trasladó a vivir a Roma. Por ese motivo, al año siguiente solicitó y obtuvo el retiro como patriarca, pasando a ser patriarca emérito de Antioquía, dándose el insólito caso de una sede patriarcal con dos patriarcas eméritos. A diferencia de Antonio II, sin embargo, Basilio Moisés fue nombrado obispo-cardenal en febrero de 2001, y tuvo una activísima labor en Roma, donde formó parte de las sagradas congregaciones para la Doctrina de la Fe y la Causa de los Santos, los consejos pontificios para la Unidad de los cristianos y La interpretación de los textos legislativos, y el consejo especial para el Líbano del Secretariado general del sínodo de obispos. También participó en el cónclave de 2005 donde se eligió a Benedicto XVI, muriendo el 7 de abril de 2012, cuando ya se había iniciado la guerra que asolaba su país. En una entrevista con el cardenal Sodano poco antes de morir, le manifestó que los sufrimientos de su enfermedad los ofrecía a Cristo por el bien de la Santa Iglesia y la unidad de los cristianos. Tras un multitudinario funeral en Roma, fue enterrado en Beirut según los ritos siríacos. En 2001 fue elevado como su sucesor el obispo auxiliar de Antioquía, Ignacio Pedro VIII Abdalahad que, al igual que sus predecesores, presentó la renuncia por edad en 2008, siendo aceptada; actualmente tiene 86 años y vive en Beirut. El sínodo escogió a Ignacio José III Yonan, eparca (obispo) de la eparquía siro católica de Nueva Jersey, donde había desplegado gran celo en la fundación de misiones entre los sirios emigrados. Visitó también a la diáspora en Australia, y ha puesto gran empeño en la causa del obispo Flaviano Miguel Malke, mártir por odio a la fe en el genocidio armenio en 1915, y cuya beatificación aprobó el papa Francisco I el 8 de octubre de 2015, en el centenario de su asesinato. Con respecto a la situación de la guerra civil de su país, el patriarca siro-católico ha pedido en varias ocasiones a los países occidentales que no apoyen a los insurgentes en Siria, únicamente para que caiga el régimen de Assad, y que busquen otra vía para solucionar el conflicto, acusándoles asimismo de no preocuparse lo suficiente por los cristianos de Oriente próximo.
Entre los maronitas, Nasrallah Boutros fue sucedido por Bechara Boutros al-Rahi, monje de la orden mariamita maronita, responsable de la programación en árabe de Radio Vaticano entre 1967 y 1975, y obispo de Biblos desde 1990 (había sido secretario patriarcal anteriormente), que contaba entonces 71 años. En 2012 fue creado cardenal obispo, y poco después miembro para la Congregación para las Iglesias orientales. El papa Benedicto XVI le eligió para otros importantes cargos de la Iglesia: miembro del tribunal supremo de la signatura apostólica, del Pontificio concilio para la pastoral a migrantes y refugiados, y el pontificio concilio para las comunicaciones sociales, demostrando así la creciente importancia de los maronitas dentro de la Iglesia universal. Tras la renuncia del papa Benedicto, en febrero de 2013, Bechara al-Rahi fue el primer cardenal maronita en participar en un cónclave de elección papal. El papa Francisco le nombró miembro de la Congregación para la educación católica en noviembre de ese año. Su visión política (muy importante en la vida social del Líbano) ha sido más conciliadora que la de su predecesor: manifestando también preocupación por la independencia y libertad del delicado equilibrio peculiar del país, ha procurado no inmiscuirse en la política práctica, y ha tendido una mano abierta a los musulmanes libaneses para construir juntos una sociedad unida fraternalmente por encima de credos. Ha sido muy crítico (como el resto de prelados orientales) con las revoluciones islamistas de principios de la década de 2011, llamándola “invierno árabe” por contraposición a la apelación de los medios de comunicación occidentales de “primavera árabe”.
Desde 2011 se mostró proclive al régimen nacionalista árabe baathista de Bashar al Asad, ante las protestas que desembocaron en la guerra civil siria, por considerarlas un riesgo de rebrotamiento del salafismo de los Hermanos musulmanes (la organización civil detrás de todos los movimientos yihadistas sunníes). En septiembre de 2011, llegó incluso a justificar que Hezbollá se mantuviera armado para defenderse de Israel, generando una gran controversia, incluso entre los grupos cristianos antisirios del país. Recibió, no obstante, el apoyo de los pro-sirios y antiisraelíes, que consideraban que el triunfo de la rebelión siria traería consigo la guerra al Líbano, y que un eventual triunfo de los islamistas sunníes provocaría la muerte y expulsión de los cristianos, tomando como ejemplo lo ocurrió en el norte de Irak y algunas partes de Siria (como dijo en aquellas fechas el parlamentario Nabih Berri). También Michel Aoun apoyó sus palabras. En 2012, en una entrevista, el patriarca maronita llamó la atención al hecho de que todos los regímenes árabes (aparte de el Líbano) eran confesionalmente musulmanes, excepto el sirio, y que de ese modo Siria se convertía, a sus ojos, en lo más parecido a una democracia en el mundo árabe. En mayo de 2014 se unió al papa Francisco en su fugaz visita de 3 días a Tierra Santa. Pese a que eludió acompañarle en los encuentros que tuvo con autoridades israelíes, no pudo evitar las críticas en Líbano a su viaje, por lo que podía significar de reconocimiento siquiera indirecto a la ocupación israelí en Palestina. Él se defendió con el argumento de que los cristianos de Galilea (región donde mayor proporción hay de cristianos- también maronitas- en todo Israel) también tenían que recibir visita pastoral, y que únicamente celebraba en su viaje las raíces cristianas de Palestina.
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Las iglesias cristianas en Siria hoy
Concluimos un viaje a través de la historia de la Iglesia en Siria (de las historias de las Iglesias en Siria), que arrancó prácticamente durante la propia misión del Salvador en el mundo. A lo largo de numerosas vicisitudes, hemos podido comprobar la fortaleza y testimonio de los cristianos sirios en condiciones muy adversas en la mayor parte del tiempo, aferrados a su fe. Y también a sus defectos, el principal de ellos su tendencia centrífuga y las interminables rencillas internas, herencia de la pasión por la teología de sus mayores. La fe cristiana es la original de las que coexisten en Siria, pero por desgracia los últimos eventos históricos van en la dirección de hacerla desaparecer de varias maneras. Las comunidades se debilitan, y muchos cristianos sirios y libaneses optan por emigrar. No pocas de las comunidades que estudiamos, tienen ya más fieles fuera del país que dentro. La guerra civil en Siria no ha hecho sino aumentar exponencialmente ese fenómeno.
Cinco son las grandes comunidades que reconocen como autoridad la del patriarca de Antioquía, y por ello hay cinco que ostentan dicho título (en el pasado llegó a haber más). Se dividen según el rito litúrgico y la posición teológica.
Entre las que siguen el rito antioqueno, o siríaco (también llamado de Santiago) y emplean el siríaco como lengua litúrgica, se distinguen de las del rito siríaco oriental, llamadas asirias o caldeas, o más propiamente Iglesia de Oriente, y que están bajo la autoridad del patriarca de Oriente o Caldeo (en el caso de los católicos).
Las que siguen el rito siríaco occidental son dos: primero la Iglesia Siríaca Ortodoxa, de teología miafisista o no calcedoniana, en comunión con el patriarca (o papa) copto de Alejandría, y con el de Etiopía, así como con el de los armenios ortodoxos. Se extiende por Siria propiamente dicha (con mayor implantación en el interior) y el norte de Iraq, con importante presencia en la India (la Iglesia malankara), el sur de Turquía y Líbano, y una apreciable diáspora en Europa y América. Está regida por el patriarca Ignacio Afrem II, y cuenta aproximadamente con entre 1.5 y 3 millones de fieles.
En segundo lugar, aquellos siríacos occidentales que entraron en comunión con Roma en 1781 forman la Iglesia Siríaca Católica, de teología católica oriental. Están asentados en las grandes ciudades de Siria e Iraq, con importante presencia en Líbano, y una modesta presencia en América. Están regidas por el patriarca Ignacio José III Yonan, y según el último censo cuentan con unos 200.000 fieles.
Entre las que siguen el rito bizantino y emplean el griego como lengua litúrgica existen también otras dos. La Iglesia griega ortodoxa de Antioquía (o greco-melquita), en comunión plena con el patriarca ecuménico de Constantinopla y resto de patriarcas ortodoxos. Se asienta sobre todo en la mitad occidental o marítima de Siria, y en el Líbano, con comunidades también en Bagdad y otras ciudades iraquíes. Asimismo, tiene una potente presencia en Norteamérica, Europa e incluso Oceanía, gracias a los emigrantes. El secularismo ha prendido en la Iglesia greco-melquita, donde no pocos de sus miembros han engrosado movimientos seculares árabes (incluyendo el Baath) e incluso el escaso ateísmo árabe. Su patriarca titular es Juan X Yazigi, y cuenta con aproximadamente 1,5 millones de fieles.
La Iglesia Greco-Melquita Católica agrupa a los fieles de rito bizantino en comunión con el papa desde 1724. Desde el Concilio Vaticano II ha emprendido un serio esfuerzo para des-latinizar su liturgia y sus reglas canónicas (no sin ocasionales protestas y resistencias, sobre todo de los greco-católicos de la diáspora), y hoy en día se ven a sí mismos como auténticos ortodoxos orientales pero en comunión con el papa, sirviendo así de puente de entendimiento entre Roma y las Iglesias ortodoxas focianas. Los greco-melquitas católicos están asentados firmemente en todas las zonas costeras del Levante mediterráneo, es decir, Siria, Líbano, Palestina y Egipto. Tiene también exarcados y misiones en Norte y Sudamérica y Oceanía. Estaban regidos por el patriarca GregorioIII Laham hasta su retiro en mayo de 2017, pero precisamente hoy ha sido elegido patriarca en su sustitución por el Santo Sínodo Joseph Absi, vicario patriarcal de Damasco, y hombre que ha vivido en primera persona los horrores de la guerra siria. Cuenta con 1.5 millones de fieles.
Por último, la Iglesia maronita, con un rito arameo propio y lenguaje litúrgico siríaco y árabe, en comunión con el papa desde sus inicios, y con gran vinculación a Occidente (sobre todo a Francia e Italia), tiene su sede en torno al Monte Líbano, en muchas de cuyas comarcas es la fe mayoritaria, con importante presencia también en la costa de Siria y en Palestina. Ha seguido a la diáspora libanesa, que se halla muy presente, sobre todo en Sudamérica, pero también en Norteamérica y el golfo de Guinea. Están regidos por el patriarca de Antioquía Bechara Boutros al-Rahi, y cuentan con unos 3.5 millones de fieles, de los cuales sólo un millón viven en el Líbano, y el resto dispersos por Oriente próximo y el resto del mundo.
Actualmente, las relaciones entre las diversas Iglesias siríacas históricas se pueden catalogar de excelentes, al menos comparando con lo habitual en la historia. La conciencia de ser minoritarias, la persecución religiosa de los salafistas sunníes y los estragos de la guerra han estrechado sus relaciones y también con otras iglesias extranjeras pero de larga presencia en la zona (como los armenios). Los diálogos religiosos suelen tener como centro al papado, que es quien mayor espíritu ecuménico muestra, sobre todo gracias al trabajo de las iglesias llamadas “uniatas”. Las reuniones teológicas con los siro-ortodoxos son comunes desde hace tiempo, aunque los avances con los no-calcedonianos siempre han sido más lentos que, por ejemplo, con los difisistas de la Iglesia Asiria, con los que se han dado pasos muy importantes hacia la comunión plena. Con los ortodoxos, en cambio, la relación pasa siempre por una decisión conciliar de todas las iglesias ortodoxas, caso francamente difícil. No obstante, a un nivel puramente práctico, la relación con los greco-ortodoxos de Antioquía es, probablemente, la mejor que existe entre católicos y cualquier Iglesia ortodoxa.
3 comentarios
La propia complejidad de la historia del cristianismo en Siria (mucho mayor de lo que yo esperaba en principio), y motivos personales, me han impedido realizar la investigación con la celeridad que hubiese deseado.
Espero que todos los católicos de habla hispana podamos aprender más cosas y mostrar interés por nuestros hermanos mártires de Siria, que viven actualmente tiempos muy trágicos, en los que el Señor les pone a prueba. No olvidemos la oración constante por ellos, y por el mantenimiento de la fe en aquellas tierras, donde se hizo presente durante los primeros años del cristianismo, y de donde está muy seriamente amenazada de expulsión.
Un artículo sobre el papel que están jugando estas iglesias con sus hermanas orientales sería muy interesante. Quitando la paja que suponen las cuestiones políticas, religiosamente parece que estamos más cerca que nunca, ¿no?
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LA
Por desgracia, las cuestiones políticas nunca son totalmente ajenas (aunque nos guste creer lo contrario). Las cuestiones de fuerza y de necesidad han provocado un acercamiento muy importante entre los católicos caldeos y los asirios nestorianos, que hace ver cercana una comunión plena. Y esas mismas cuestiones mantienen muy lejos la comunión plena entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas.
Dicho esto, es cierto que la relación es probablemente la mejor desde las rupturas respectivas. El principal mérito hay que dárselo a la Santa Sede, que durante los últimos 50 años ha buscado sinceramente el ecumenismo con los orientales.
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LA
Una breve referencia hago el coloso sirio, pero, por su lugar de nacimiento y vida, fue incluida en la primera serie, la dedicada a la de la Iglesia de Oriente (los llamados caldeos o asirios, o nestorianos). Se puede leer aquí: infocatolica.com/blog/matermagistra.php/1311071026-la-iglesia-de-oriente-i
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