La Iglesia Siríaca (X)
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Impulso al apostolado católico desde Roma. Propaganda Fidei.
La Congregación para la Propagación de la Fe, fundada y dirigida por los jesuitas en 1622, y nacida al calor de los preceptos reformistas del magno concilio de Trento, fue la impulsora de una auténtica “ofensiva” para reintegrar en la Iglesia a las Iglesias orientales. Uno de los instrumentos más útiles para esta labor fue la buena relación secular entre el cristianísimo rey de Francia y el sultán otomano, coincidentes en su rechazo a los estados gobernados por los Habsburgo. Con frecuencia, embajador o cónsules franceses sirvieron de cobertura oficial para la acción misionera de las órdenes religiosas. El interés de Francia quedó plasmado en la capitulación bilateral de 1604, refrendada en la capitulación de 1673 entre Luis XIV y Mohamed IV. Estos tratados establecían la libertad de residencia y de apostolado (únicamente entre cristianos, por supuesto) de los misioneros occidentales, y de modo más difuso, teóricos derechos para los conversos al catolicismo. En la práctica, estos dependían enteramente de la benevolencia o venalidad de los funcionarios locales. Como es lógico, la casi totalidad de los misioneros en Siria fueron franceses (primer antecedente de la posterior influencia gala en la región).
Además de los jesuitas, destacaban los capuchinos, los carmelitas o los franciscanos en esa labor. En Siria occidental, su principal centro fue la gran ciudad comercial de Alepo, donde convivían diversas comunidades cristianas, y donde el cónsul francés tenía gran importancia. Dado que los patriarcas greco-melquitas, a diferencia de otras comunidades ortodoxas, habían sido nativos sirios ininterrumpidamente, la independencia de espíritu con respecto a Constantinopla, y una cierta inclinación atávica hacia la reconciliación con Roma creó pronto un partido procatólico, que, no obstante, siempre mantuvo un fuerte apego a su autonomía y sus tradiciones religiosas Los misioneros occidentales (entre los que destacó el francés Queyrot, que llegó a fundar una escuela en la inaccesible Damasco en 1644), estaban formidablemente formados en teología, por lo que aprovechaban cualquier ocasión para entablar debates con los cristianos orientales y atraérselos con su elocuencia. Pero no supieron renunciar a su orgullo latino y su indisimulado desprecio tanto por la formación de sus colegas siríacos como por sus particularidades. Añádanse las idas y venidas en la relación con la Sublime Puerta según el visir de turno o el humor del sultán, o las poco edificantes rencillas y disputas entre las diversas órdenes latinas. Con frecuencia sólo su sujeción a la última palabra de Roma evitaba una división entre los que habían acudido a Siria a unir.
Fruto de sus esfuerzos fue la creación de la Iglesia greco-católica en Siria, escindida formalmente de la greco-ortodoxa, o melquita, en 1724, tras noventa años en los que los patriarcas habían oscilado entre el acercamiento y el rechazo a Roma, en ocasiones con simultáneos patriarcas de cada tendencia, e incluso cambiando el mismo titular de inclinación a lo largo del tiempo al objeto de conservar su sitial. Esta Iglesia respondió más a los deseos nativos por una unión con Roma que a los planes diseñados desde el papado. De hecho, un primer intento de Urbano VIII (1623-1644) de crear una red de obispados católicos latinos en Siria y Mesopotamia para atraer a la Cristiandad latina a los orientales se saldó con un rotundo fracaso, terminando por convertirse simplemente en servicio para los extranjeros occidentales allí residentes. Se llegó a plantear la reposición efectiva del patriarca latino de Antioquia (que desde hacía siglos era cargo meramente honorario de prelados occidentales, que había ocupado el propio papa Inocencio X entre 1626 y 1629), aunque con plena lógica, se deshechó.
A principios del siglo XVIII el imperio otomano había perdido el impulso que le convirtió en la principal amenaza a Europa durante dos siglos. Pero seguía siendo una de las naciones poderosas del orden internacional. La tradicional tolerancia que el sultán profesaba hacia los cristianos que se sometían y pagaban el impuesto religioso, no incluía la simpatía. La Sublime puerta despreciaba las disputas teológicas entre cristianos, y era frecuente que los periódicos brotes de odio religioso contra las minorías religiosas del imperio (y muy particularmente los cristianos), promovidos por algunos imanes, fuesen permitidos por los agentes de la ley, o exigiesen del soborno para ser reprimidos.
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Cisma de la Iglesia greco-melquita siria
Tras la muerte de Atanasio en 1724, los obispos favorables a la unión con Roma elevaron al patriarcado a Serafín Tanas, un sacerdote damasceno sobrino de Eutimio Saifi (el obispo de Sidón que había ejercido el vicariato papal durante el agitado período de Atanasio III reconvertido a la ortodoxia). Tomó el nombre de Cirilo VI en una impresionante ceremonia en Damasco. Habiendo estudiado en el colegio de Propaganda Fidei en Roma, sus simpatías proromanas eran tan evidentes, que el patriarca ecuménico Jeremías III, sintiéndose amenazado en su autoridad, declaró inválida la elección y excomulgó a Cirilo, elevando a un joven monje chipriota de Athos llamado Silvestre, a quién Atanasio había señalado como sucesor, como nuevo Patriarca greco-melquita de Antioquia, en su sede en Estambul en octubre de 1724.
El sultán retiró la inicial aprobación a Cirilo, y cuando llegaron los emisarios del patriarca ecuménico con orden de arrestarle, este huyó al monasterio del Salvador, en Sidón, donde los partidarios de la unión eran más fuertes. Silvestre desencadenó una auténtica persecución de los prelados favorables a Cirilo, y confiscó sus iglesias. Establecido en Alepo, ejerció además un dominio despótico, imponiendo sacerdotes y obispos griegos en sustitución de los sirios, de los que desconfiaba.
La presión sirvió en realidad de acicate a los melquitas católicos, que se reunían en secreto para sus ritos y crecieron en número. Asimismo, no pocos melquitas ortodoxos acabaron rechazando a Silvestre por sus medidas impopulares y su política antisiria. Silvestre hubo de abandonar Alepo finalmente, presionado por el pueblo cristiano.
No obstante, el reconocimiento de Roma a la elevación de Cirilo, pese a las insistentes demandas de este, tardó en llegar. La primera de las razones era que no estaba en sus planes elevar a Serafín, pues su tendencia prolatinizante de los ritos y la liturgia (muy influenciado por los misioneros franceses) había provocado a su vez una división entre los grecocatólicos. Asimismo, su personalidad poco conciliadora alejaba la posibilidad, deseada por el papa, de que la Iglesia melquita en bloque entrara en comunión con Roma plenamente unida. Finalmente, la actitud intransigente de Jeremías III y Silvestre, y el paso del tiempo, que confirmó como inevitable el cisma, llevó a Benedicto XIII a reconocer de forma no oficial a Cirilo VI en un sínodo llevado a cabo el 25 de abril de 1730, con la condición de que eliminara todas las adiciones latinas al rito bizantino. Cirilo recibió el palio pontificio (reconocimiento formal) en 1744, veinte años tras su elección. Tanto el patriarca maronita como el siríaco jacobita católico aceptaron la adjudicación de esta dignidad. El título llevaba también aparejado el de Patriarca greco-melquita de Jerusalén, y aunque ambos se citaran por separado, recaían en la misma persona.]
Cirilo llevó a cabo tres sínodos (1736, 1751 y 1755) para tratar de dotar a la nueva Iglesia greco-melquita católica de su propia estructura eclesial, con un éxito moderado. Tampoco logró unificar las dos vigorosas órdenes religiosas melquitas, la Orden basiliana del Salvador (misionera) y la Orden basiliana querita de san Juan Bautista (contemplativa)- ambas inspiradas por los misioneros católicos occidentales y fundadas a finales del siglo XVII-, como era su deseo. Renunció en 1759, muriendo un año más tarde.
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Formación de la Iglesia greco-melquita católica
Los problemas internos en la Iglesia greco-melquita- como no podía ser de otro modo tratándose de Siria- no tardaron en aparecer. Cirilo había escogido como su sucesor a su sobrino-nieto Atanasio Jawhr, apoyado por los basilianos del Salvador (orden a la que pertenecían todos los miembros de la familia). Los obispos queritas se opusieron, alegando que no tenía la edad requerida, y promovieron a Máximo Hakim, religioso querita y obispo de Alepo, que también había sufrido persecución por Silvestre. Cuando llegó el legado papal Dominique Lanza (en Roma no conocían la tradición oriental de elegir sobrinos para los cargos eclesiales, y estaban escandalizados por esta circunstancia), falló a favor de Máximo II Hakim, que fue poco después consagrado. Pero este estaba enfermo y murió poco después, en 1761. El sínodo escogió como sucesor al coadjutor del finado, el monje querita Atanasio Dahan, que tomó el nombre de Teodosio V. Los basilianos del Salvador protestaron a Roma, y Atanasio Jawhr consagró varios obispos, pero el papa confirmó la elección enviando el palio en 1764. Estas disputas trasladaban al plano jerárquico la rivalidad entre los basilianos del Salvador (fuertes en Damasco) y los queritas (mayoritarios en Alepo), manifestando una vez más la confrontación entre la vieja capital aramea del sur, apegada a las tradiciones orientales, y la pujante urbe comerciante del norte de Siria, abierta a las novedades de Occidente.
Pero Atanasio Jawhr (que había viajado vanamente a Roma en 1762 intentando defender su legitimidad) no dio su brazo a torcer, y logró que sus seguidores le consagraran patriarca en 1765, añadiendo un eslabón más a la infernal e interminable maldición de cismas que ha azotado a la Iglesia siríaca desde sus primeros siglos. La confusión fue terrible, hasta la excomunión de Atanasio en 1768, que forzó a Jawhr y los obispos aún rebeldes a someterse a Teodosio V para ver levantado el castigo. Así se volvió a reunir a los greco-melquitas católicos sirios. A Teodosio se le encomendó también la administración apostólica de los greco-melquitas católicos de Alejandría. Gobernó en paz hasta su muerte en 1788. La Congregación para la Propaganda de la Fe resolvió entonces la vieja herida elevando al patriarcado al eterno aspirante, Atanasio IV Jawhr, 28 años después de su primera elevación ilegítima. En 1790 convocó un sínodo en el Monasterio del Salvador para dotar a la Iglesia greco-melquita católica de un canon legislativo. Murió en 1794, siendo sucedido por uno de sus obispos partidarios, el de Bosra, que tomó el nombre de Cirilo VII Siaj, recibiendo el palio de Pío VI poco antes de su muerte en agosto de 1796.
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Germanos Adam y el jansenismo en la Iglesia greco-católica siria.
Cirilo VII fue sucedido por el obispo de Saida, Agapio II Matar, que pronto hubo de enfrentarse a una nueva polémica. Germanos Adam, arzobispo de Alepo, había sido fuertemente influido por las ideas conciliaristas del jansenismo en su viaje de estudios en Europa. Amén de rebajar la autoridad papal a meramente honoraria, propuso una reforma litúrgica que remarcara explícitamente la epíclesis en la consagración, para que fuese válida. Es decir, insinuando que el rito latino (que posee la epíclesis implícita) podría adolecer de validez. Contra sus enseñanzas se alzaron Joseph Tyen, patriarca maronita, e Ignacio Youssef Sarrouf (un raro querita de Damasco), metropolitano melquita de Beirut, pero recibió el apoyo de Agapio. Asimismo, ambos se enfrentaron a Sarrouf por la reforma disciplinar de las órdenes monásticas, que el de Beirut, apoyado por los franciscanos, quería hacer más estricta y similar a las latinas. El patriarca greco-católico obtuvo el apoyo de Congregación para la Propaganda de la Fe, no sólo para impedir las modificaciones latinizantes de la liturgia, sino incluso para evitar que la Custodia de Tierra Santa (los franciscanos) extendieran su tercera orden entre los greco-católicos orientales. Derrotado, Sarrouf fundó su propia orden, la de san Simeón Estilita. El sínodo de Zouk Mikael de 1797, capitaneado por el patriarca, prohibió esa fundación. Sarrouf acató el mandato, pero apeló a Roma, que acabó por dar la razón nuevamente al patriarca, así como en el desgajamiento de una diócesis de Beirut para dársela a un recomendado suyo.
La cuestión de la epíclesis en la consagración mereció la convocatoria del sínodo en Qarqafe en 1806, cuyas conclusiones supusieron un triunfo de las tesis de Germanos Adam. Sus actas fueron firmadas por el legado papal, Aloisio Gandolfi, e incluso por el patriarca maronita Joseph Tyen. También se aprobó un catecismo elaborado por el propio Adam. Los años siguientes, no obstante, vieron una reacción crítica a las ideas jansenistas que contenía la propuesta de consagración del sínodo. El propio Germanos hizo algunas correcciones posteriores a la parte sacramental de sus escritos, y acabó por someter públicamente todos sus escritos a la aprobación de Roma, poco antes de morir en 1809. Para sustituirle en el importante obispado de Alepo, el patriarca elevó al secretario del finado, Máximo Mazloum, contra el criterio del influyente Sarrouf. Agapio fundó un seminario en Ain Traz (cerca de Beirut) para la formación de sacerdotes greco-católicos nativos en 1811, y falleció en 1812.
El sínodo elevó a su viejo enemigo Ignacio IV Sarrouf, el combativo metropolitano de Beirut, apoyado por el legado apostólico, los franciscanos y la mayoría de los obispos, frente a Máximo y los discípulos de Germano. Ignacio alcanzó un compromiso con el otro partido, manteniendo a Mazloum al frente del seminario de Ain Traz. Poco después de recibir la confirmación de Roma, Ignacio IV fue asesinado por un fiel melquita en un episodio muy oscuro de la historia de la Iglesia siríaca. Fue sucedido por el hermano de Agapio, el también monje salvadoriano Gabriel, que tomó el nombre de Atanasio V Matar. Pero murió a los pocos meses, en 1813, antes incluso de que llegara la confirmación de Roma. Fue sucedido por el superior de la orden del Salvador, el obispo de Zahle, Macario IV Tawil. La preponderancia del partido salvadoriano motivó las protestas de los queritas y el legado. Roma aún estaba revisando la legitimidad de su elevación cuando murió en diciembre de 1815, víctima de la peste.
Tras la muerte de Macario, el legado apostólico Gandolfi solicitó a los cuatro obispos residentes que elevaran al patriarcado a un personaje neutral, alejado de las disputas entre las dos órdenes religiosas greco-melquitas. Así, fue escogido un sacerdote diocesano excepcionalmente célibe, Moussa Qattan, que tomó el nombre de Ignacio V Qattan. Aunque era ciertamente neutral en el conflicto secular entre salvadorianos y queritas, su naturaleza influenciable y gentil, y sus múltiples enfermedades, provocaron un patriarcado débil, tortuoso y cuajado de malos consejos, como el de oponerse a la reapertura del seminario de Ain Traz por su tendencia marcadamente salvadoriana, o nombrar obispos contra el consejo de Roma. El descontento fue en aumento, y los obispos terminaron solicitando en 1829 su renuncia y el regreso de Máximo Mazloum, el protegido de Agapio II, que se hallaba en Italia (donde había apelado en numerosas ocasiones a las autoridades para que defendiesen ante el sultán a la Iglesia greco-católica de la persecución por parte de los greco-melquitas ortodoxos). El legado apostólico llegó a plantearse deponer a Ignacio y nombrar un vicario. Mazloum llegó a Líbano en 1831, suspendiendo los trabajos de un sínodo que pretendía deponer al patriarca, y aconsejó esperar acontecimientos. Finalmente, en 1833, Ignacio V murió, y fue entronizado Máximo III Mazloum.
Mientras tanto, los trabajos de Adam sufrieron continuas desautorizaciones En 1812, la Congregación para la Propaganda de la Fe publicó una condena formal de las ideas jansenistas, que fue firmada por todas las Iglesias católicas orientales. En 1816, el papa Pío VI condenó formalmente tanto sus obras como su catecismo. Finalmente, Gregorio XVI proscribió en su carta apostólica Melchitarum Catholicorum Synodus, de 3 de junio de 1835, las conclusiones del sínodo de Qarqafe. Todas las innovaciones de Adam quedaron así eliminadas de la Iglesia greco-melquita católica.
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El patriarca que se opuso a la infalibilidad papal
Máximo III Mazloum fue llamado “luchador infatigable” por su esfuerzo constante en defender la Iglesia greco-católica. En 1837 el sultán otomano reconoció oficialmente su título, dando carta jurídica a la independencia de la Iglesia greco-melquita católica, y salvaguardándola así del acoso de los ortodoxos. Asimismo, en 1838 el papa Gregorio XVI le otorgó (como a su antecesor Teodosio V), la administración de los greco-católicos de Jerusalén y Alejandría, con el título de “Patriarca de Antioquía y todo el Oriente, de Alejandría y Jerusalén de la Iglesia greco-católica melquita”, remarcando con ello que había sido en la comunidad melquita de Siria en la que los católicos habían obtenido mayor relevancia de entre todas las orientales. Máximo III también convocó dos sínodos, en 1835 y 1849, completando y dando fuerza al canon de la Iglesia greco-católica, reformó las órdenes religiosas y dio nuevo impulso al seminario de Ain Traz (saqueado por los drusos en 1841 y 1845), del que había sido director muchos años. Murió en 1855 dejando una Iglesia más fuerte y unida.
Fue sucedido por Clemente Michael Bahouth, obispo de Acre y religioso salvadoriano, con el apoyo de los obispos y el nuevo legado apostólico el 1 de abril de 1856, recibiendo el palio tres meses después de manos de Pío IX. En sus primeros años fue dócil al legado, el arzobispo Paolo Brunoni de Chipre, el cual le aconsejó cambiar el calendario litúrgico juliano al gregoriano, para conformarse al uso, tanto latino como de los maronitas y jacobitas católicos. Así se hizo en enero 1857, provocando la protesta de un sector encabezado por Agapis Riyasi, arzobispo de Beirut (ya crítico con Máximo III), que apeló a Roma. Clemente, no deseando el enfrentamiento, renunció en 1858. Pero esos fueron años agitados: la guerra de los drusos contra los maronitas (1859-1860), o la matanza de cristianos en Damasco con la pasividad de las autoridades otomanas aconsejaron a la mayoría del clero greco-católico optar por la estabilidad, y solicitaron y obtuvieron del papa la revocación de la renuncia un mes después. Por cierto que por aquellos años, misioneros de la Iglesia Ortodoxa Rusa provocaron con su influencia y su dinero un mini-cisma dentro de la comunidad greco-melquita católica siríaca a propósito del asunto del calendario, separado tanto de esta como de la ortodoxa. Este curioso grupo- muy minoritario- duró lo que duró el dinero ruso. Unos pocos años.
Clemente, fatigado, renunció definitivamente en 1864 con autorización del papa, en un sínodo que eligió (por su consejo) a Gregorio II Youssef. El antiguo patriarca se retiró a vivir como un simple monje, participó discretamente en el Concilio Vaticano I en 1870, y murió en su celda del monasterio del Salvador en 1882.
Hanna Yousef Sayour había nacido en Rosetta, Egipto, y era un monje salvadoriano formado en el colegio griego pontificio de san Atanasio en Roma. Fue consagrado obispo de Acre y Galilea en 1856, escogiendo el nombre de Gregorio. Tras su elevación en 1864, desplegó una energía infatigable: acabó rápidamente con el cisma gregoriano promovido por la Iglesia ortodoxa rusa, fundó un colegio patriarcal en Beirut en 1865 y otro en Damasco en 1875, reabrió el seminario de Ain Traz en 1866, y promovió la creación del seminario de Santa Ana en Jerusalén por los Padres Blancos en 1882. Aprovechó el decreto Hatti Humayyouni del sultan Abdul Majid en 1856 (que levantaba parcialmente algunas prohibiciones de ejercer cargos públicos a los cristianos) para animar a los laicos greco-melquitas católicos a participar en política y administración. Asimismo, fue pionero en la atención a los sirios emigrados a América, enviando al padre Ibrahim Beshawate a Nueva York para que inaugurara en 1889 la primera parroquia de cualquier Iglesia cristiana siria en Estados Unidos.
Pero la razón por la que es principalmente conocido Gregorio II es por su papel preponderante en el Concilio Vaticano I, en 1870. En dos discursos en mayo y junio, se opuso al dogma de la infalibilidad papal, enfatizando la fidelidad que había que mantener a las actas del concilio de Florencia sobre la unión de Iglesias de 1444. Afirmó que la primacía papal era completa, pero no hasta el punto de inmiscuirse en asuntos jurisdiccionales inmediatos y ordinarios, pues iba contra el funcionamiento canónico de las Iglesias griegas. Junto a otros dos de los siete obispos melquitas, votó en contra de la constitución Pastor Aeternus, y se marchó de Roma antes de que terminara el concilio (lo mismo hicieron otros como el patriarca caldeo de Babilonia, el enérgico Josep VI Audo). Cuando concluyó, un emisario papal buscó a la legación melquita para que firmara las actas. Finalmente, Gregorio II y el resto de obispos, decidieron firmar las actas pero añadiendo a mano la cláusula del concilio de Florencia “excepto los derechos y privilegios de los patriarcas de Oriente”. Con ello pretendían demostrar que no estaban en contra de la primacía papal, sino del modo particular con que la encíclica la aplicaba. Pío IX montó en cólera, y en la siguiente visita del patriarca, este fue obligado a permanecer tumbado en el suelo, mientras el papa le ponía simbólicamente el pie encima.
La relación con la Santa Sede mejoró en 1878, tras la muerte de Pío IX y la elevación de León XIII, que se mostró mucho más conciliador. En 1894 publicó la encíclica Orientalum Dignitas, que precisamente estaba enderezada a calmar las preocupaciones de los cristianos orientales. En ella, se reafirmaban los derechos canónicos de obispos y patriarcas y se prohibía la latinización de las liturgias orientales; más aún, se animaba a los cristianos orientales a mantener la riqueza y pureza de sus ritos ancestrales, directamente ligados a los tiempos apostólicos. Por último, se ampliaba la jurisdicción del patriarca antioqueno a los greco-melquitas católicos de todo imperio otomano. Con la satisfacción de este reconocimiento, y tras haber trabajado toda su vida por el entendimiento con los otros cristianos orientales, Gregorio II murió en 1897.
Fue sucedido por Pedro IV Geraigiry (1898-1902), que tuvo una relación tensa con la Congregación para la Propaganda de la Fe, que deseaba que convocara un sínodo para definir con precisión la autoridad de patriarca y obispos melquitas, a lo contestó con dilaciones. También tuvo conflictos en Siria, cuando manifestó su intención de trasladar la sede patriarcal de Damasco a Beirut. A su muerte fue sucedido por el obispo de Alepo, Cirilo VIII Geha, que convocó finalmente un sínodo en Ain Traz, para desarrollar la legislación disciplinaria de la Iglesia melquita católica, pero sus actas no fueron firmadas por el papa Pío X, menos interesado que León XIII por el desarrollo de las Iglesias orientales. A su muerte en 1916, en plena guerra mundial, el cargo quedó vacante hasta 1919.
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Tensiones entre griegos y árabes en la Iglesia greco-melquita ortodoxa.
Tras el patriarcado del chipriota Silvestre (1724-1766) siguió un período algo oscuro de la Iglesia greco-melquita ortodoxa siria, dominada por obispos y patriarcas griegos enviados desde Constantinopla: Filemón (1766-1767), Daniel (1767-1791), Antemio (1791-1813), Serafín (1813-1823) y Metodio (1823-1850), que firmó junto a los patriarcas ortodoxos de Constantinopla, Alejandría y Jerusalén, una encíclica en respuesta a la “Carta a los Orientales” del papa Pío IX. En esta, los ortodoxos denunciaban como herejía la adición del Filioque al Credo niceno-constantinoplitano, censuraban las misiones católicas entre cristianos orientales y rechazaban la supremacía papal (definida como ultramontanismo). A Metodio sucedió Hieroteo (1850-1885) y Gerasimo (1885-1891), que más tarde abandonó esa dignidad para ocupar el patriarcado griego de Jerusalén. Fue sucedido por Espiridón (1891-1898). Tras su deposición, el sínodo elevó a Melecio II (1899-1906), que fue el primer patriarca melquita no griego desde Atanasio IV Dabbas. Pero los patriarcas ortodoxos de Constantinopla, Alejandría y Jerusalén no lo reconocieron por su origen étnico.
La Iglesia greco-ortodoxa era privilegiada dentro del conjunto de comunidades cristianas, pues el patriarca de Constantinopla era la única autoridad cristiana reconocida por el sultán de forma oficial (sobre todo cuando se empezó a sospechar de las maniobras antiturcas de los jesuitas en Grecia, o de la creciente influencia francesa en el imperio). Por otra parte, ello implicaba que los demás patriarcas estaban sometidos al de la capital, lo cual siempre generó descontento entre los orientales, reacios a ceder la autonomía que la colegialidad ortodoxa proporciona.
Asimismo, en el siglo XIX, de aparición y crecimiento del nacionalismo, entre los melquitas cada vez más se vio a los ortodoxos como serviles y alineados con el poder otomano, mientras los católicos representaban el partido nativo y árabe que se oponía a aquellos. Del mismo modo que diez siglos atrás los melquitas simbolizaban la postura pro-griega y los jacobitas la pro-siria. Esta implicación política causó bastante daño a la causa de los greco-ortodoxos en Siria.
Es por ello que no pocos prelados simpatizaron con el acercamiento a Roma, pues el papa, salvada la fidelidad a la doctrina y su autoridad espiritual, era más favorable a dejar plena libertad a los sínodos y patriarcas en los asuntos puramente eclesiásticos, al menos hasta el primer Concilio Vaticano.
Con Melecio II Doumani, nuevamente un sirio-árabe ocupó la silla patriarcal de Antioquía. Durante su pontificado desarrolló su misión san Rafael de Brooklyn, hijo de sirios, que emigró a Estados Unidos, donde en 1904 se convirtió en el primer obispo ortodoxo consagrado en América. Bajo el patrocinio de la Iglesia Ortodoxa Rusa, fundó en Nueva York un obispado greco-melquita dependiente del patriarcado ortodoxo de Antioquía para servicio de los sirios emigrados (catedral de san Nicolás), un monasterio en Pensilvania y treinta parroquias. El propio Melecio II trató de persuadirle para que regresara a Siria como obispo de Zaleh en Líbano, pero aquel rehusó. Fue beatificado por la Iglesia ortodoxa en el año 2000.
A la muerte de Melecio en 1906, fue sucedido por Gregorio IV Haddad, un monje del monasterio de Nuriyya en Líbano, que había hecho una magnífica labor como arzobispo de Trípoli, reconciliando a las facciones enfrentadas y abriendo numerosas iglesias, escuelas y organizaciones caritativas. En 1909, tras 10 años de anomalía, el patriarca de Constantinopla, Joaquín III, reconoció la legitimidad de la elección de Gregorio, como poco después hicieron los de Alejandría y Jerusalén. Gregorio IV fue muy recordado por el enorme impulso y modernización que proporcionó al patriarcado, principalmente fundado una escuela patriarcal, y reformando completamente el anquilosado monasterio de Nuestra Señora de Balamand, al sur de Trípoli, que se convirtió en el faro espiritual de la Iglesia antioquena ortodoxa. Fundó un periódico, el Al-Ni´mah, que se convirtió en el portavoz del patriarcado, amén de reclamar numerosas propiedades del mismo que se habían dejado perder por desidia, o reponer obispados vacantes con clérigos bien formados. También tuvo una buena relación con la Iglesia ortodoxa Rusa (un modo, por otra parte, de afirmar la independencia frente a los patriarcas griegos dependientes de Constantinopla) y fue invitado por el zar Nicolás II (significativamente enemigo del sultán otomano) a las festividades por los cinco siglos de la dinastía Romanov en san Petersburgo.
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Segundo cisma de la Iglesia siríaca jacobita
A la muerte de Ignacio Jorge II, en un sínodo en Amida en 1709, fue elevado a la silla patriarcal de la Iglesia ortodoxa siríaca (jacobita) su sobrino, el mafriano Ignacio Isaac Azar, abad del monasterio de Mar Mattai (al norte de Mesopotamia), en el que había llevado a cabo una profunda reforma. Rigió la congregación hasta 1722, año en que renunció por su avanzada edad, muriendo en 1724. Fue sucedido por Ignacio Sukhur Alloho (1722-1745) y Ignacio Jorge III (1745-1768). Este patriarca fue visitado por el sacerdote Miguel Jarweh, que había trabado buenas relaciones con los jesuitas (muy respetuosos con las tradiciones litúrgicas orientales), haciendo profesión de fe católica en 1757, y recomendando al patriarca que hiciese lo mismo. Ignacio Jorge rehusó, pero quedó tan impresionado por el saber y piedad del sacerdote, que lo consagró obispo de la importante sede de Alepo (lo que en el fondo venía a reconocer cierta inclinación en el patriarca) en 1766. Ahora, los siríacos católicos tenían nuevamente una cabeza visible, tras sesenta años.
En 1769, el nuevo patriarca, Ignacio Jorge IV (1768-1781), llamó a Miguel al monasterio de Dayr Al-Zafaran o Mor Hananyo (san Ananías), cerca de Mardín, donde tenía su sede. El obispo de Alepo trató nuevamente de convencer al patriarca para que hiciese una confesión de fe católica, pero su respuesta fue mucho más dura que la de su predecesor: Miguel quedó confinado en el monasterio, y el patriarca desencadenó una persecución contra otros jacobitas pro-católicos, numerosos en Alepo, que también fueron encarcelados en 1772. Tras el pago de un fuerte rescate, fueron liberados por las autoridades otomanas, que con frecuencia atizaban estas divisiones internas entre cristianos, tanto para obtener beneficio económico como para tenerlos sometidos. Los excarcelados escribieron en 1773 una carta a Roma, solicitando la comunión, y el propio Miguel escapó del monasterio en diciembre 1774, e hizo profesión de fe ante el obispo greco-melquita católico de la ciudad, solicitando al papa su reconocimiento. Tras una minuciosa investigación (al parecer, los franciscanos, favorables a la latinización de los ritos siríacos, no tenían buena relación con Miguel, y hablaron en su contra), un año después el papa Pío VI le reconoció como legítimo obispo de Alepo para los católicos de rito siríaco occidental. Jahrweh siguió sufriendo la persecución de los jacobitas miafisistas, apoyados por las autoridades turcas, que únicamente reconocían al patriarca Ignacio Jorge IV. Miguel hubo de escapar a Chipre, y luego a Egipto, pero cuando regresó a Alepo, logró convencer a más y más correligionarios para entrar en comunión con Roma. Fue su labor personal la que revivió el catolicismo entre los jacobitas.
En 1783, dos años tras la muerte de Jorge IV, los obispos y clero reunido en el monasterio de Mor Hananyo, elevó a Miguel Jarweh como nuevo patriarca de la Iglesia ortodoxa siríaca. Este aceptó únicamente después de que el sínodo hubiese leído y aprobado una declaración de fe católica, tomando el nombre de Ignacio Miguel III. Después de 79 años, otra vez la Iglesia jacobita estaba formalmente unida a Roma en doctrina y disciplina. Pero dos de los obispos presentes, en contra de la declaración, tomaron el dinero del monasterio, y pagaron a una banda de kurdos para que lo asaltara. Hubo daños materiales y algunos muertos. El patriarca logró escapar por las montañas, pero antes de que pudiera volver a tomar efectivamente el poder, los dos obispos anti-católicos consagraron obispos a cuatro monjes de su corriente, y formaron un sínodo que eligió como anti-patriarca a uno de ellos, Matías ben Abdel-Ahad Saalab, obispo de Mosul, con el nombre de Ignacio Mateo (1783-1817). Su enviado llegó a Constantinopla antes que el de Miguel, y por tanto el sultán otomano le reconoció como legítimo, declarando fuera de la ley a Ignacio Miguel III. Este apeló, pero hubo de escapar, primero a Bagdad y luego, disfrazado de beduino, a Líbano, donde los maronitas le acogieron y dieron protección. Allí levantó una nueva sede del patriarcado siríaco católico en el monasterio de Al-Charfet, en el Monte Líbano, junto a una gran biblioteca y un seminario. La protección del patriarca maronita logró salvaguardarle, pero no pudo ejercer su gobierno con efectividad, pues la mayoría de sus feligreses se hallaban en el área entre Alepo y Mosul. Murió en 1791.
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Protestantización y cisma de la Iglesia sirio-malankara
A Ignacio Mateo le sucedieron Ignacio Yunan (1817-1818), Ignacio Jorge V (1819-1837), Ignacio Elías II (1837-1847) e Ignacio Jacobo II (1847-1871). Desde 1837 la Iglesia siro malankara tuvo conflictos por causa de Abraham Malpan, un influyente clérigo que había iniciado un proceso de protestantización de la liturgia y las prácticas, influido por los misioneros anglicanos. El metropolitano de la India, Mar Thoma XII, trató de apartarle de los oficios eclesiásticos, y el conflicto adquirió grandes proporciones. Abraham decidió enviar a su joven sobrino, el diácono Mateo a defender su postura reformista ante el patriarca. Lo hizo con tanta habilidad, que el patriarca Ignacio Elías II (tal vez sin un conocimiento profundo de la “reforma” que pretendía Malpan), deseoso de afirmar su autoridad, le consagró obispo y nuevo metropolitano en 1843, con el nombre de Mateo Mar Atanasio. A su vuelta a la India, hubo dos metropolitanos y dos congregaciones divididas, ya que el metropolitano previo no había sido consultado El conflicto se prolongó hasta la muerte de Mar Thoma XII en 1852. Mateo logró la aprobación de las autoridades tanto nativas como británicas, y comenzó a introducir la reforma anglicanizante en la Iglesia malankara (eliminación de las referencias a Santa María y los santos, eliminando el celibato presbiterial, modificando la liturgia en un sentido protestante, cambiando los misales, publicando Biblias protestantes, etc), ganándose la oposición de una parte del episcopado malankara, que deseaba seguir los antiguos ritos, durante dos décadas.
La situación en la Iglesia siro-malankara fue uno de los primeros asuntos de los que se ocupó el nuevo patriarca jacobita, Ignacio Pedro IV (1872-1894), el enérgico metropolitano de Damasco, que había entablado diversos procesos judiciales exitosos para recuperar algunas parroquias de los siríacos católicos. Poco después de su consagración marchó a Constantinopla para obtener el firman del sultán. Allí recibió una carta de los obispos tradicionalistas indios, que le pedían que interviniera para evitar la protestantización de la Iglesia siro-malankara que había emprendido el metropolitano Mateo Mar Atanasio.
El animoso patriarca (que contaba nada menos que 76 años), se embarcó rumbo a Reino Unido junto a un pequeño séquito (incluido un obispo llamado Abded Satuff, que pronto simpatizó con los reformadores protestantes). Aunque la Comunión Anglicana le recibió con hostilidad, impresionó a todos con su profundo conocimiento de la Biblia, y logró ser recibido por la Reina Victoria y por el marqués de Salisbury, secretario de Estado para la India. Su tacto y firmeza le valieron el permiso del gobierno para marchar a Madrás (en la India) en 1875, donde fue el primer patriarca de Antioquia en visitar personalmente a la comunidad malankara. Obtuvo de la gobernatura regional la retirada del apoyo explícito a la comunidad siro-malankara reformada, y la neutralidad en los asuntos de la Iglesia. Ignacio Pedro IV convocó además en 1876 un sínodo indio en Mulanthuruthy, que reformó la administración y cánones de la Iglesia malankara, pero sin tocar la doctrina. El choque con Mateo Mar Atanasio era inevitable, pero este intentó suavizar un tanto el puritanismo enseñado por su tío Abraham, en busca de una segregación protestante de la parte de la Iglesia malankara que le seguía. En 1877, no obstante, murió a causa de unas fiebres, y la división se certificó finalmente, aunque fue la parte fiel al patriarca de Antioquia la que permaneció con mayor cantidad de fieles y parroquias. En cuanto al enérgico Ignacio Pedro IV, regresó a Antioquia ese mismo año, vía Egipto, y vivió en el monasterio de Mor Hananyo hasta su muerte en 1894, a la fabulosa edad de 96 años. Su carismática personalidad había frenado la crisis de los miafisistas, que se desató tras su fallecimiento.
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Decadencia de la Iglesia siro-jacobita miafisista
Tras su entierro, se produjo otra de las habituales divisiones entre el episcopado jacobita, por la rivalidad entre los obispos de Jerusalén y Homs, Abded Mshiho y Gregorio Abded Satuff, respectivamente. Rivalidad que fue resuelta por las autoridades otomanas también su modo habitual: aceptando sobornos de una y otra parte por el reconocimiento, en una lamentable puja pública por la silla patriarcal. Venció el primero, que fue consagrado en 1895 con el nombre de Ignacio Abded II Mshiho, mientras Abded Satuff, despechado, ingresó en la Iglesia siro-católica jacobita, donde llegó a ser metropolitano de Homs. En octubre ocurrió la “masacre de Amed”, cuando las protestas de cristianos sirios y armenios contra el gobernador de Amida (hoy Diyarbakir), fueron contestadas por este armando a los fanáticos kurdos de la región, que atacaron a los manifestantes, provocando una gran matanza. El gobernador otomano hizo llevar al patriarca a la ciudad para que viera los efectos de las protestas contra el gobierno otomano, a modo de escarmiento y advertencia. Dice la tradición que el patriarca quedó tan impresionado que cayó en el alcoholismo. La Iglesia jacobita vivió años lamentables, tras la pérdida terrible de vidas humanas (algunos calculan hasta dos terceras partes de todos los cristianos de la región) y un patriarca incapacitado y contestado. Finalmente, las autoridades otomanas revocaron el firman de Ignacio Abded II Mshiho en 1903, y un sínodo de obispos adversos le depuso (hay confusión, pues según algunos por su problema con la bebida, y según otros por haberse convertido al catolicismo). Asimismo, sus partidarios acusaron a Abded Satuff de haber pagado una gran cantidad de dinero a algunos cortesanos en Estambul para obtener la revocación. Satuff acababa de abandonar la Iglesia jacobita católica para volver con los miafisistas, retomando su título de metropolitano de Amida, bajo la promesa de ser el sucesor. Efectivamente, fue consagrado como patriarca Ignacio Abded Aloho II Satuff y confirmado por el sultán en 1906, mientras el antiguo patriarca se negaba a reconocer su deposición.
Ignacio Abded II Mshiho se retiró a una celda del monasterio de Mor Hananyo. Aloho, por su parte, viajó de inmediato a Inglaterra, donde fue condecorado y se entrevistó con el rey Eduardo VII. La buena relación con los británicos que había tenido su padrino Ignacio Pedro IV, se convirtió en Satuff en mero servilismo. Viajó en 1908 a la India, donde comenzó a nombrar obispos y metropolitanos pro-anglicanos sin contar con el episcopado, contrariando los cánones del sínodo de Mulanthuruthy de 1876. El resto de obispos, alarmados, apeló a Ignacio Arded II Mshiho, que también viajó a la India en 1912 para consagrar un nuevo Catholicóso superior de la India, a pedido de la mayoría episcopal. Asimismo, garantizó canónicamente al sínodo local la potestad de elegir un nuevo Catholicós a la muerte del anterior, reforzando su autoridad. Así, los dos patriarcas, elevados y depuestos entre escándalos, ofrecieron al mundo la imagen deplorable de comportarse cada uno de ellos como el anti-patriarca del otro.
Mshiho se retiró a un monasterio en Mardin en 1913, donde vivió como simple monje hasta su muerte en 1915. Fue enterrado en mor Hananyo, pero no a la manera de los patriarcas, sino como simple monje. Aloho, por su parte, fracasado en su intento de controlar la Iglesia siro-malankara, se retiró al monasterio de san Marcos de Jerusalén, donde falleció en 1915, poco después que su rival.
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Desarrollo y crecimiento de la Iglesia siríaca católica
Tras la muerte en el exilio de Ignacio Miguel III Jarweh, el sínodo de obispos jacobitas católicos eligió a Cirilo Benam, obispo de Mosul (Mesopotamia), que renunció de inmediato. En su sustitución fue elegido en 1801 Miguel Daher, vicario en Alepo, que tomó el nombre de Ignacio Miguel IV Daher, recibiendo el palio en 1802. Tras vivir unos años en el monasterio libanés de Al-Charfet, sede oficial del patriarcado, solicitó a Roma poder trasladar la sede patriarcal a Alepo, su patria, pero le fue denegado. Finalmente, hastiado (y bajo acusaciones de malversación), renunció en 1810 y regresó como obispo a Alepo. Aunque Roma no reconocía como legal esta renuncia, en 1812 finalmente hubo de aceptarla como inevitable. No fue hasta 1814 cuando el sínodo elevó al obispo de Damasco, Ignacio Simón II Hindi Zora (un converso de los jacobitas miafisistas). Tuvo conflictos tanto con su predecesor, el obispo Miguel Daher como con el obispo de Jerusalén, Pedro Jarweh (pariente del antiguo patriarca Ignacio Miguel III). Finalmente, también él renunció en 1817 (Daher había muerto tan sólo un año antes). El capítulo tardó en elegir sucesor 3 años, y lo hizo en la persona del obispo de Jerusalén, Ignacio Pedro VII Jarweh. La decisión fue polémica, pues Roma descubrió que, en su campaña europea unos años atrás para recaudar dinero con el que comprar una imprenta para editar Biblias en árabe, había recibido dinero de misioneros protestantes en Reino Unido. El papa nombró un vicario patriarcal, el nuevo obispo de Alepo, Dionisio Miguel Hadada, hasta que se aclarara el asunto. Durante varios años la comunidad estuvo confusa en cuanto a la autoridad. Ignacio Pedro VII viajó a Roma para ser investigado en 1825, y finalmente (pues había sido rechazada su validez por la comisión de la Congregación para la Propaganda de la Fe en un principio), tras la muerte de Hadada en 1827, el papa León XII aprobó su elección, convencido por este de su buena fe al pedir fondos a una secta protestante.
Ignacio Pedro VII fue un patriarca dinámico. Amén de las Biblias en árabe, realizó una labor de apostolado impresionante, logrando la conversión al catolicismo de la mayoría de los siríacos occidentales en Líbano y sur de Siria, incluyendo obispos como los de Mardin, Mosul y Homs. En 1830, el sultán reconoció la oficialidad de la Iglesia católica Armenia y de la Siríaca jacobita católica. Sin temor ya a persecuciones de los miafisistas, el patriarca llevó la sede a Alepo, más cerca de su congregación. Introdujo el calendario gregoriano en 1836, y en 1841 modificó la profesión monástica y reformó el monasterio de Charfet. Fue, asimismo, autor de varios tratados teológicos y homilías, así como de una biografía de su tío el patriarca Ignacio Miguel III. En el asalto de los musulmanes a Alepo en 1850, donde fueron asesinados numerosos cristianos y quemadas varias iglesias, recibió una grave herida en el cuello. Sin recuperar jamás la salud, murió a finales del año siguiente.
Dos años después, el sínodo elevó a Ignacio Antonio I Samheri (1853-1864), que había sido obispo siríaco miafisista de Mardin, antes de convertirse al catolicismo con otros dos obispos y ciento cincuenta familias en 1828. Por esa conversión sufrió una dura prisión por las autoridades otomanas, a petición de los jerarcas jacobitas. Realizó un periplo por Europa (donde fue, curiosamente, padrino del príncipe Luis Napoleón Bonaparte, hijo del emperador Napoleón III) y tuvo un gobierno plácido hasta su muerte. Por culpa de una peste, no se pudo reunir el sínodo para elegir a Ignacio Felipe I Arkus, obispo de Amida hasta 1866. Por cierto, hasta tres metropolitanos rechazaron la elevación porque el sínodo había decidido trasladar la sede patriarcal a Mardin, ciudad de la Siria oriental, estrechamente ligada a la vecina Asiria o Alta Mesopotamia. Participó en el Concilio Vaticano I, donde presentó su renuncia al papa Pío IX antes que firmar la Pastor Aeternus, pero este la rechazó. Fue un patriarca débil, que no se opuso con firmeza al intervencionismo en la elección de obispos por Roma, pero luego nombró sin consentimiento. Tampoco supo mediar en las disputas entre obispos de la Iglesia.
A su muerte en 1874, fue elevado el metropolitano de Alepo, Ignacio Jorge V Shelhot, uno de los que había rechazado el nombramiento en el sínodo anterior. Resistió a los intentos de centralización de Pío IX (de hecho, decidió su entronización sin esperar a la confirmación de Roma), trasladó la sede patriarcal a Alepo, fundó la orden de los hermanos de San Efrén en 1876, y convocó un trascendental sínodo en el monasterio de Al-Charfeh (Monte Líbano) en 1888, en el que se extendió la obligación del celibato sacerdotal y se afirmó la independencia de la Iglesia siríaca católica. Sus cánones fueron aprobados por el papa León XIII (mucho más favorable a respetar las particularidad de las Iglesias orientales que su predecesor). Murió en 1891, y se nombró como vicario al obispo de Mosul (Alta Mesopotamia), que fue elegido unánimemente patriarca en 1893 con el nombre de Ignacio Behnam II Benni. Por cierto, que fue el primero querecibió la confirmación papal el mismo día gracias al uso del telégrafo. Benni era un teólogo de prestigio, que había participado en el Concilio Vaticano I, siendo uno de los pocos obispos orientales favorables a la infalibilidad papal. Fue también autor del libro “La tradición en la Iglesia siríaca de Antioquía: a propósito de la primacía y las prerrogativas de san Pedro y sus sucesores los Romanos pontífices”. Asimismo, influyó grandemente en la redacción de los cánones del sínodo de Al-Charfeh, y fue invitado por el papa a dar una conferencia en Europa en 1897, que también marcó profundamente la redacción de la encíclica Orientalium Dignitas. Murió en 1897, y fue elevado el obispo de Alepo, Ignacio Efrén II Rahmani, que se preocupó principalmente por la formación del clero, y aprovechó la creciente conversión de siríacos ortodoxos al catolicismo por aquellos años. En 1910 trasladó la sede patriarcal a Beirut.
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Las dificultades en la Iglesia maronita. El caso de la monja visionaria Ana Adjaymi
En 1670 murió a causa de la peste el patriarca maronita George II Rizqallah. Fue elevado en su sustitución Esteban II Boutros El Douaihy, obispo maronita de Chipre. Formado en el colegio maronita de Roma, estudió en Italia de 1641 a 1655, donde adquirió vasta cultura y curó de una grave enfermedad visual, prodigio que atribuyó a la Virgen María, de quien siempre fue devoto. Recogió en Europa cuantos textos pudo sobre cánones y liturgia maronita, fue visitador apostólico y peregrinó a Tierra Santa, antes de su elevación con sólo cuarenta años. Gran estudioso y científico aficionado, trabajó tenazmente por la formación del clero, enviando cuantos seminaristas pudo a Roma. Asimismo, fundó un colegio en Alepo, y escribió numerosos tratados sobre historia y liturgia maronita (trabajando intensamente en su des-latinización), que le valieron el título de “Padre de la Historia maronita”. Asimismo, defendió a los campesinos cristianos de las exacciones opresivas de los funcionarios otomanos y drusos, mereciendo la persecución, el encarcelamiento y el exilio. Murió en 1704 y pronto ganó fama de santidad. Fue declarado Beato y Venerable en 2008 y actualmente se estudia su causa de canonización.
Fue sucedido brevemente por Gabriel II de Blaouza (1704-1705), fundador de la Orden Maronita Antonina. Fue sucedido por el secretario de Esteban II, Jacob IV Awad, que sufrió la oposición de varios obispos y fue objeto de una campaña de rumores sobre conducta impropia, que llevaron a un sínodo que le depuso en 1710 y nombró otro patriarca. Sorprendida, Roma envió una legación a investigar lo ocurrido, y tras varios años y otros dos sínodos, finalmente en 1713, con el apoyo del cónsul francés, fue confirmado definitivamente como Patriarca, limpiando su nombre de las infamias, y condenado a un fraile carmelita como el causante de las mismas. Posteriormente, gobernó en paz muchos años durante los que protegió a los greco-melquitas católicos de las persecuciones de los ortodoxos, hasta su muerte en 1733. Fue sucedido por Joseph V Dergham (1733-1742), durante cuyo mandato el papa envió un legado para convocar un sínodo de la reforma de la Iglesia maronita. Costó tres años, pues el objeto del mismo era reorganizar la Iglesia maronita, tanto el clero como las órdenes religiosas, y crear verdaderos obispados, limitando el poder del patriarca, a lo que Joseph se resistió. Finalmente, las actas del concilio en 1736 fueron aprobadas por obispos y por el papa, iniciando la reforma. Hubo nuevas turbulencias en la elección del sucesor, y nuevamente Roma hubo de intervenir. La comisión nombrada por Benedicto XIV, decidió finalmente elevar al obispo de Damasco, Simón VII Awad (1743-1756), el inicialmente escogido, que había declinado por humildad, renunciando los otros dos pretendientes. Los problemas no acabaron, pues algunos obispos siguieron oponiéndose a él, y al sínodo que convocó en 1755 para poner en marcha los cánones del de 1736.
En sus tiempos hizo aparición la monja Ana Adjaymi, una religiosa que aseguró tener visiones místicas de Jesucristo, la Santísima Trinidad y la Virgen María, y que fundó una Orden del Sagrado Corazón de Jesús, una devoción occidental que llevó con gran éxito a Líbano. Fue considerada unas santa viviente por los maronitas en su época, y numerosos obispos la apoyaron. Simón ordenó una investigación, tras la cual se declaró también favorable a la verdad de sus visiones. El papa Benedicto XIV ordenó una primera investigación en 1752 al franciscano Desiderio de Casabasciana que, tras una desconfianza inicial, acabó siendo un convencido seguidor de la monja.
El asunto de Ana Adjaymi (que cambió su nombre a Hindiya) tuvo papel preponderante también en el patriarcado de su sucesor, Tobías El Khazen (1756-1766), sobrino del patriarca Joseph V Dergham. Había sido uno de los dos pretendientes a la silla a la muerte de su tío, y ocupado diversos cargos de importancia en la Iglesia maronita. Durante su mandato dirigió el sínodo de 1756, en el que trató de aplicar las decisiones del de 1736, sobre todo recudir el número de eparquías a ocho, sin lograrlo (sólo pudo reducirlas a quince) hasta en otro sínodo en 1762. Tampoco hizo nada efectivo en la resolución del conflicto en la Orden monástica maronita libanesa, ni en el asunto de la monja Hindiyya Adjaymi, que vio crecer su influencia y popularidad durante su década.
Fue sucedido por Jospeh VI Esteban, que tuvo un patriarcado conflictivo. Convocó un nuevo sínodo en 1768 para reorganizar la Iglesia, topando con la oposición de muchos obispos a su disposición de reparto de los diezmos, y que fue aprobado por Roma, aunque con algunas modificaciones. En 1770 obtuvo un mejor éxito al dividir la Orden monástica maronita en dos ramas, los Mariamitas (o contemplativos), y los Baladitas (o rurales), en una reforma sancionada por el papa. Pero su apoyo incondicional a Hindiya y sus excentricidades, cuya congregación aprobó (también él era devoto del Sagrado Corazón), le granjeó la enemistad de los jesuitas, que habían abandonado a la monja para oponerse a ella. Con ese motivo, obispos y monjes maronitas se unieron para solicitar al papa una investigación, que finalmente fueron dos, una en 1773 y otra en 1775, que comprobaron con horror que la religiosa parecía haber enloquecido, y predicaba herejías como que estaba unida hipostáticamente a Cristo, que era infalible, que las Escrituras se referían a ella, o que era mediadora frente Nuestro Señor, por encima de María, atribuyéndose el poder de jurisdicción eclesial o impartir sacramentos. Tras comprobar minuciosamente todas las pruebas, el papa Pío VI decretó en 1779 que las visiones y doctrinas de Hindiya eran falsas, prohibió la difusión de sus escritos, disolvió su Orden y la confinó en un monasterio, donde murió en 1798.
Naturalmente, el ataque estaba también dirigido a su protector el patriarca, que sufrió un duro golpe en su prestigio. Roma le suspendió y le llamó a declarar, pero Esteban alegó mala salud para enviar un vicario en su lugar. El conflicto en la Iglesia maronita fue creciendo, llegando a convocarse un sínodo en 1780 en ausencia del patriarca para lograr la conciliación. Finalmente, en 1784, tras analizar toda la documentación, la Congregación para la Propaganda de la Fe restauró a Esteban en su silla. Después de ello convocó dos sínodos, en 1786 y en 1790, el cual fue dominado por Germano Adam. Murió en 1793, siendo sucedido por Michael II Faded (notable por bautizar al primer miembro de la poderosa familia árabe musulmana Shihab al catolicismo), uno de los opositores a Esteban, que murió en 1795, antes de que llegase la confirmación papal. Lo mismo le ocurrió a su sucesor Felipe Gemayel (1795-1796).
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Jansenismo y guerras en la Iglesia maronita durante el siglo XIX
A su muerte fue elevado José VII Pedro Tyan, del partido de Esteban. Para entonces la Iglesia maronita sufría tensiones entre las poderosas familias que monopolizaban tanto los cargos civiles que otorgaba el sultán, como los oficios eclesiásticos. El poderoso clan de los Khazen se opuso a su elección desde el principio. Tyan se involucró ampliamente en política, y apoyó la invasión napoleónica de Siria en 1799, animando incluso a los maronitas a enrolarse como voluntarios en el ejército expedicionario franco-egipcio. También trató infructuosamente de convencer al emir vasallo de Líbano, Bashir Shihab II (otro converso al catolicismo maronita), para que se sumase a la campaña. El fracaso del sitio de Acre y la derrota de Napoleón por los ejércitos otomano y británico pusieron en entredicho el prestigio del patriarca, que además se había enfrentado al emir por los excesivos impuestos con que gravaba a los campesinos maronitas. En 1800, los obispos partidarios de los Khazen escribieron una carta al papa pidiendo su deposición, acusándole de desfalco y de sembrar discordia (aunque los partidarios del patriarca afirmaban que aquellos defendían los abundantes bienes monásticos que poseía la familia Khazen, y que Tyan deseaba reformar).
En 1801, José Tyan escribió una vigorosa encíclica contra Germano Adam y los resabios de jansenismo que predicaba (véase al respecto el apartado escrito sobre el tema en la Iglesia greco-católica melquita), librando a los maronitas de esa controversia, y reafirmando el primado papal. Finalmente, en 1805 una legación papal realizó una inquisición sobre el patriarcado de Tyan, que culminó en su renuncia en 1807, aceptada un año después. Tyan se retiró a un monasterio, donde murió en 1820. En 1809, bajo la presidencia del visitador apostólico Aloisio Gandolfi, el sínodo maronita elevó a Juan XI Helou (1809-1823), también llamado “Dulce”, que es la traducción de su apellido.
Debido al confinamiento sufrido por Pío VII a manos de Napoleón, la confirmación papal de Juan XI no llegó hasta 1814. A diferencia de su predecesor, llevó a cabo un patriarcado discreto, muy centrado en la reforma monástica y evitando entrar en política. A partir de 1816 el papa le rogó que pusiera en práctica los cánones aprobados por el sínodo de 1736, la gran asignatura pendiente de la Iglesia maronita, actualizando y reformando órdenes monásticas y episcopados. Como siempre, la resistencia de los obispos fue grande, y pese a lo decidido en un sínodo convocado ad hoc en 1818, Helou murió en 1823 sin haber visto la reforma implementada.
Fue elevado José VIII Pedro Hobaish, obispo de Trípoli, como su sucesor. El papa León XII le confirmó un año después, pese a que la Congregación para la Propaganda de la Fe había detectado irregularidades en el proceso (por ejemplo, no había cumplido aún los 40 años que ordenaba el código, y no había obtenido los dos tercios de los votos). Las tropas revolucionarias francesas habían destruido el colegio maronita de Roma en 1808, y el patriarca reorganizó el seminario Ain Warka, y abrió otros dos más, para atender a la formación de los nuevos sacerdotes. Fue un patriarca enérgico; puso en práctica finalmente (casi un siglo después) los dos decretos más polémicos del sínodo de 1736: la separación especial (y no meramente física) de los monasterios de varones y mujeres, y la fijación de una residencia episcopal en cada diócesis. Asimismo, fundó una congregación religiosa de misioneros, publicó un libro litúrgico con muchas latinizaciones y limitó con vigor las misiones protestantes en Líbano.
José VIII hubo de pilotar la Iglesia maronita en unos años agitados. La exitosa rebelión del jedive de Egipto, Muhhamad Alí, con el apoyo de Francia (y, curiosamente, de un obsequioso gobierno español con todo lo galo en aquellos años), contra el sultán otomano, llevó a una primera guerra egipcio-turca en 1831-1833 terminó con la cesión por parte de los otomanos al egipcio de toda la parte marítima de Siria, incluyendo el Líbano. En 1839, el sultán, con el apoyo de la triple alianza y Reino Unido (que no deseaba el colapso de un debilitado sultanato otomano), trató de recuperar lo perdido, dándose la segunda guerra egipcio-otomana. Aunque los turcos fueron inicialmente derrotados, finalmente la intervención de las flotas británica y austríaca, forzaron en 1840 a Alí a renunciar a todas sus conquistas a cambio de recibir el gobierno de Egipto y Sudán para él y sus descendientes, con el firman del sultán.
En Líbano el acuerdo de paz provocó la división en dos mitades entre las dos poblaciones originales: los maronitas cristianos y los drusos, que habían apoyado a cada uno de los dos contendientes. Lejos de resolver el conflicto, la división provocó una escalada de incidentes entre ambas comunidades entre 1841 y 1845. El patriarca Hobaish intentó siempre mediar y poner paz, recibiendo el agradecimiento por esa tarea del mismo papa Gregorio XVI. Sin embargo, en los últimos años, los drusos fueron armados secretamente por los británicos. Los cristianos sufrieron numerosos asaltos sangrientos y abusos, dejados desamparados por los otomanos, que no podían ni controlar sus propios territorios, ni deseaban proteger a quienes habían simpatizado con el jedive egipcio. El patriarca llamó a unificar a todos los cristianos del Líbano, pero murió en 1845, y el sínodo eligió en su sustitución a José IX Ragi (1845-1854), arzobispo de Trípoli, de la poderosa familia Khazen. José buscó el entendimiento y la paz entre maronitas y drusos, y echó mano de sus importantes relaciones para obtener el apoyo del cónsul francés, tradicional sostén de los cristianos de Siria. También buscó la amistad del cónsul británico, sostenedor de los drusos, para poner fin al conflicto, y también para defenderle de las autoridades otomanas, cuando estas finalmente enviaron un ejército en 1850 para retomar el control efectivo, y le acusaron de connivencia con potencias extranjeras.
Fue sucedido por Pablo I Pedro Massad, obispo de Tarso, que en 1856 convocó un magno sínodo de la Iglesia maronita en Bkerké, que no sólo incluía obispos, sino abades de monasterios, recortes de seminarios y otras personalidades de peso. Por desgracia, sus actas nunca fueron confirmadas por la Santa Sede por sus irregularidades, y apenas tuvo relevancia. Pablo hubo de vivir tiempos muy duros para los maronitas. Una rebelión campesina en 1857 debilitó a la comunidad, y en 1860 los drusos, apoyados y armados por el sultán y el gobierno británico, lanzaron una devastadora ofensiva sobre los cristianos, tratando de erradicarlos de el Líbano. Murieron miles de ellos, y muchos más emigraron, en la primera migración masiva de las muchas que sufrirían los maronitas. Aprovechando el 1800 aniversario del martirio de sus dos patronos, el patriarca, con una legación, viajó a Roma, y aprovechó para visitar Francia, donde rogó al emperador Napoleón III que ayudara a su pueblo. Por desgracia, únicamente se llevó la legión de honor y buenas palabras. A su regreso, visitó Constantinopla, donde el sultán Abdul Aziz también le condecoró y honró, pero no hizo nada por los maronitas. El humanitario patriarca vivió veinte años más de dolor y decadencia de su menguada comunidad, hasta su muerte en 1890. Envió una legación al Concilio Vaticano I, y fue la única de Oriente que acató sin objeciones la Pastor Aeternus.
Su sucesor fue Juan XII Pedro el Hajj (1890-1898), uno de sus legados. Trabajó cuanto pudo por la restauración de la Iglesia maronita, y tuvo la satisfacción de asistir durante su pontificado a la apertura del nuevo seminario maronita de Roma en 1893, tras muchos años de trabajos y búsqueda de fondos. De ese modo, la comunidad recuperada su lugar propio junto a la Santa Sede, tras la destrucción de su colegio en 1808. también favoreció el trabajo de los misioneros latinos. Fue sucedido por Elías Pedro Hoayek, vicario de su predecesor. Era un hombre muy capaz, políglota, y doctorado en teología y filosofía. Amén del seminario romano, había sido el agente principal en la construcción de la residencia maronita de Jerusalén, y había fundado la orden de la Sagrada Familia. Asimismo, en 1904 creó el primer vicariato maronita fuera de Siria o Chipre, concretamente en El Cairo.
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