El eje de la existencia del hombre moderno no es sino el darse el gusto a sí mismo.
Toda la propaganda, en efecto, apunta a esto y sólo a esto: a que uno se dé el gusto, a que uno se dé todos los gustos, los cuales tienden a ser elevados al rango de derechos humanos inalienables, aunque esos gustos sean repugnantes, perversos o simplemente sádicos. Esta concepción de la existencia implicará, a su vez, el más furioso relativismo, que no será sólo moral, sino también metafísico, político, religioso y estético, todo lo cual significa que todo puede no ser lo que parece y que ninguna apariencia podrá anular o refutar a otra ni siquiera cuando más que una apariencia, sea una evidencia. Esta es la modernidad, la cual no es un descubrimiento de la inteligencia, sino una decisión de la voluntad, incondicionalmente encaprichada.
Refutar a la modernidad parece una gesta imposible ya que la modernidad no es un hallazgo del genio, sino una decisión, que, salvo en casos de gran cortedad mental, es tomada a plena luz del día. Salvando las distancias, bajo cierto respecto, pretender refutar a la modernidad es como pretender refutar al demonio cuando se eligió a sí mismo antes que a Dios. Satanás no tuvo ningún argumento, su decisión no fue fruto de ningún silogismo, su elección no provino de ningún principio teorético, sino que fue un acto de la voluntad sólo fundado en su propio querer, es decir, en su propio yo que decidió vomitar para siempre el tétrico, estúpido y vil clamor que compendia y cualifica su existencia: “non serviam”.
Ante el cataclismo de la modernidad, que corre para consumar la apostasía universal, delirando en el sesentayochesco elixir de la pueril interdicción de prohibir, Dios suscitó a una mística maravillosa que, con una genial sencillez evángelica, de algún modo, nos invita a olvidar los catálogos de deberes de estado y la innegable terribilidad de la esjatología, enterrando con una sola palada a la melancólica madrastra de la devotio moderna, y fijar nuestra alma en Dios, que tanto me ama que se arrojó desde el Cielo para, encárnandose, caer a este lacrimoso valle y gritar, con un clamor divinamente irretractable, que Su amor por mí no tiene ni quiere tener límite alguno, llegando al extremo de padecerlo todo y dar Su misma vida para que no me quede ni la menor cartesiana duda de que la medida de Su amor por mí es la de amarme sin medida. Fijada el alma en Dios-por-ella-crucificado, Santa Maravillas, con la más exquisita cortesía, nos invita a darle el gusto a Jesús, de modo tal que la lucha contra las tentaciones, la adquisición de las virtudes y aún el buscar evitar el infierno y entrar al Cielo se ordenen a, y se funden en, el deseo de darle el gusto a Jesús, que dejó el mismo Paraíso para reventar de amor por mí.
Este sublime ideal implica una maravillosísima paradoja: Dios nos creó para que seamos felices, pero el alma vive para hacer feliz a Dios. Parece una pulseada de amor (y lo es), una carrera por la playa entre dos amantes que corren para ver quien llega primero a prepararle un banquete al otro… Es una paradoja estupenda como aquella otra que asegura que el único modo de vivir es el de morir a uno mismo.
Vivir para darle el gusto a Jesús parece muy fácil cuando el alma se da cuenta de la pequeñez del creado, lo cual es registrado por la Santa con una simpática y sencillísima exclamación: “¡Qué tontería es todo lo que no es Él!” (C 1892). La misma idea la expresó sub specie aeternitatis, de un modo análogo a la fórmula teresiana que describía esta vida como “una mala noche en una mala posada”, diciendo así: “¿Qué es todo, qué importa todo, estos cuatro días de vida, visto a la luz de la verdad?” (C 2513). En la misma línea, compadeciéndose de las almas mundanales, escribía: “Qué tormento es ver la nada de todo lo que no es Dios y, por otro, lado, tantas multitudes que ciegamente se van tras ello” (C 393).
Este vivir para darle el gusto a Jesús nace de ver Su amor por mí. Así lo escribía esta mística española: “viéndole con nosotros tan bueno, tan lleno de amor, tan pendiente del nuestro, ¿quién no vivirá sólo para Él y le amará con locura?” (C 2681).
Así, esta Santa que combatiendo los post-conciliares molinos de la renovación eclesiástica, logró quijotescamente restaurar la restauración teresiana, se dió el gusto de legarnos estas perlas inspiradas en los aspérrimos claustros del sacro Monte Carmelo:
“Nada nos puede quitar el vivir con Él, amándole y procurando agradarle y consolarle” (C 5124).
“Sí, ámenle mucho, así con obras, sin mirar para nada nuestro consuelo” (C 904).
“Contento Él, ¿qué más podemos desear? Verá cómo Él la ayuda; procure estar muy unida a Él, haciéndolo todo sólo para agradarle, y verá que bien le va” (C 842).
“(…) Procurando en todo darse cuenta de que hace lo que cree que le será más agradable [al Señor]” (C 2721).
“El propósito que para mí lo encierra todo, cumplido de veras, es vivir en la presencia de Dios “vivo, muy amante y muy amado”, y a éste va unido el de agradarle en todo momento” (B4).
“Me consuela saber que hay almas que de veras le aman, en las que Él puede tener sus complacencias, ¡y a éstas les tengo yo un amor y un agradecimiento” (C 391).
“¡Cómo deseo olvidarme de este miserable yo, olvidarme de veras y vivir para lo único que me interesa, la gloria, el consuelo del Señor!” (C 196).
“Que hagamos siempre cuanto sea del agrado de nuestro Cristo bendito, que sólo tenemos esta vida para ello” (C 1848).
“Lo único que hago es, multitud de veces al día, decir al Señor que sólo quiero vivir para amarle y agradarle, que quiero todo cuanto Él quiera y cómo Él quiera (…)” (C 80).
Alguien podría pensar que este afán maravilloso de vivir dándole el gusto a Jesús olvidándose del gusto propio, tornará al alma infeliz. Pero, este temor es del todo vano ya que la realidad es que quien vive para hacerlo gozar a Jesús, acaba por gozar del mismo gozo del que goza Jesús. La Santa lo dice así: “Olvidemos nuestras tristezas y alegrías para vivir únicamente en Jesús, para gozar con su gozo, ser felices porque lo es Él, y no puede menos de ser feliz quien con Él vive” (B 1383). Más aún, ese vivir para darle el gusto a Jesús, más que como la vara de Midas -que todo lo que tocaba lo convertía en oro- es una vara divina que todo lo que toca lo endulza. En efecto, como dice nuestra Santa, “queriéndolo Él y pensando que se le da gusto, todo lo amargo se vuelve dulce y lo desabrido sabroso” (C 3121). Santa Maravillas experimentó esta vara divina y por eso llegó a exclamar lo siguiente: “¡Qué felices somos, queriendo tan de verdad lo que Él quiere y no ocupándonos más que de amarle y de decirle a todo que sí!” (C 1648). Y esto otro: “¡Qué buenísimo es y cómo, en cuanto el alma pone un poquitín de su parte, lo hace Él todo” (C 1535). Es más, este ideal encarnado de darle en todo el gusto a Jesús, llevó a la Santa a describir la fórmula de la vida feliz y así escribió: “procure no querer ni desear más amor que el [S]uyo, y verá qué bien le va siempre. Todo lo que no es Dios es nada en absoluto, y déjele que Él la lleve por donde Él quiera, sin tristezas ni preocupaciones” (C 5034).
En suma, mientras el hombre moderno se empeña en darse el gusto y, al fin de cuentas se hunde en el vacío, se ahoga en el abismo de su egoísmo y nada lo hace feliz, Santa Maravillas nos propone el olvido de uno mismo para vivir dándole el gusto a Dios, lo cual, al final, eleva al alma al Cielo, la inunda en el abismo del amor de Dios y la hace feliz aquí y en la Eternidad.
Que la Virgen nos alcance la gracia de darle en todo el gusto a Dios.
Christus imperat!