Por Pablo López López
Filósofo cristiano y evangelizador itinerante
En fechas recientes he participado en un congreso misionero y en un congreso de evangelización. Sin valorar el conjunto o lo peculiar de cada evento, sí conviene salir al paso de dos perniciosas confusiones difundidas en tales congresos y, desde hace tiempo, en otros muchos ámbitos de la actual vida eclesial. Atrapados en ellas, seguiremos en el marasmo evangelizador, en la crisis de identidad católica, y en la anemia de lectura y predicación bíblicas. Superándolas, lograremos lo más importante: clarificar qué es la evangelización para así, con plena conciencia, evangelizar más y mejor.
En el primer congreso un obispo emérito citó ampliamente como buen ejemplo a un supuesto misionero que se atrevía a declarar que él no se dedicaba a llevar el Evangelio, pues el Evangelio ya estaba doquier él fuera. Contradiciendo la esencia de la evangelización y buscándose coartada, el citado “misionero” abusaba de la bella afirmación de “Gaudium et spes” (22) de que “el Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”. Por supuesto que la Encarnación une a Dios con la entera humanidad. Pero también es elemental que la mera Encarnación no consuma la redención. ¿O vamos a despreciar toda la predicación, la Pasión, la Cruz y la gloriosa Resurrección de Cristo, así como el necesario anuncio cristiano y la libre aceptación de la fe en tales misterios pascuales?. Es muy tergiversador difundir que la evangelización ya quedara cumplida por la simple Encarnación y que el Evangelio ya esté presente antes de su anuncio y aceptación. Ni Dios es anónimo, ni lo es Cristo, ni existe el “cristiano anónimo”.
Tampoco cabe retroceder al ingenuo primitivismo del “buen salvaje”, negando el pecado original. Es muy tergiversador y acomodado suponer que, de modo automático y sin libertad responsable, todo el mundo ya esté salvado, al margen o hasta en contra del Evangelio. Por ello, debemos implorar cada día la gracia de vivir de modo netamente evangelizador, con la gracia de testimoniar explícita y perseverantemente la salvación en el único y verdadero Dios encarnado y salvador: Jesucristo. Él se nos ha anunciado para que le anunciemos. Él es la Palabra única de Dios, y quien hace efectivo el Reino, iniciado en la Tierra y pleno en el Cielo. La redención no es un automatismo al margen de la libertad. La redención es la gran liberación, ya iniciada y que se extiende a la eternidad.
En el segundo congreso, que como el primero congregó a mucha gente piadosa y a pocos evangelizadores, ejercitamos la paciencia escuchando un sinfín de lugares comunes y pías generalidades consabidas. En las plenarias apenas se concretó sobre el tiempo presente y las vías nítidas de testimonio kerigmático y conversión profunda. No se tuvo en cuenta a los diversos destinatarios. Incluso tuvimos que soportar la mofa sobre la predicación, menospreciada como “rollo”. Y se mofaba de la predicación quien desde su experiencia monástica nos predicaba. Creo que, si se le preguntara directamente, esta persona manifestaría respeto por la predicación evangelizadora. Entonces, ¿por qué esta imprudentísima minusvaloración del anuncio explícito al no cristiano?. Como la inmensa mayoría, esta distinguida persona no se distingue por su experiencia de evangelización al no cristiano, dedicándose sobre todo a hablar a católicos más o menos convencidos. ¿A quiénes debería invitarse a hablar de evangelización, sino a quienes realmente y de modo continuo la practican?
En todo caso, la gran excusa de unos y otros es que “todo es evangelización”. Y suelen destacar como ejemplo un genérico buen comportamiento y la sonrisa adjunta, que sería suficiente o lo más importante. Pero también muchos ateos y miembros de otras religiones sonríen, se comportan bastante bien y hasta son ejemplares en varios aspectos. El testimonio de una vida noble es preliminar y atractivo. Pero no podemos diluir en una mera conducta moralizante el específico, valiente, explícito y claro testimonio evangelizador. Hay muchas honrosas labores apostólicas. Pero sólo es evangelización el anuncio claro y directo del Evangelio o Buena Nueva a quien no la conoce o rechaza. La gran mayoría de los cristianos habla de evangelización y reconoce su importancia, pero poco o nada evangeliza. Una misión evangelizadora no se reduce a una ayuda material o temporal, ni a una serie de reuniones de católicos con católicos. Hay varias formas de evangelizar, pero la originaria y necesaria es la clara, directa y personalizada de Jesucristo y los apóstoles. Evangelizar tuvo su sentido no sólo en época apostólica, sino siempre, porque pertenece a la identidad permanente y dinamizadora del ser cristiano. No todo es evangelización en la Iglesia, pero sin evangelización desaparece la Iglesia.
Se distinguen también el apostolado evangelizador y el apostolado pastoral. La pastoral es el cuidado que los pastores o clérigos tienen hacia la grey de fieles encomendada. Pero no pueden pastorear a quien no es su fiel y no quiere serlo. Primero, éste ha de ser libre y amorosamente evangelizado. Sin anuncio o predicación iniciática del Evangelio, no hay evangelización, y nadie se convierte a la Vida (cf. Rom 10,14).
Lo dice la propia palabra “evangelio”: buena noticia. Evangelizar es proponer la buena novedad de Cristo a aquellos para quienes puede ser noticia, buena noticia, dado que no la conozcan o no la hayan aceptado antes. No basta con orar para que se anuncie o apoyar indirectamente el anuncio. ¿Acaso basta con orar para que acabe el hambre, sin dar de comer al hambriento?. Hay que practicar constantemente el vital anuncio de salvación eterna. Todos los cristianos, en tanto somos cristianos, hemos de anunciar la buena e incomparable noticia de Cristo a todos los que lo necesitan, empezando por los más alejados.
La evangelización no se reduce a un primer anuncio. Requiere un cierto acompañamiento. Pero tal anuncio y el acompañamiento inicial de discipulado no pueden dilatarse indefinidamente, como si fueran siempre evangelización. En esta vida terrena nunca podremos dejar de purificar nuestra conversión a Cristo y de santificarnos. Pero el anuncio evangelizador recibido no es indefinido: llega un punto en que aceptamos o bien rechazamos el núcleo del Evangelio. Si lo aceptamos, ya estamos evangelizados. Desde entonces hay que madurar evangélicamente como hijos de Dios y miembros de la Iglesia. Quienes acompañan, enseñan o pastorean a los ya evangelizados, no los evangelizan, aunque realicen tales labores apostólicas o similares.
Por importantes y meritorios que sean, no confundamos los preparativos y apoyos materiales o espirituales de la evangelización con la evangelización en sí. Para hacer algo, no basta con orar por ello o prepararlo. Hay que hacerlo. La evangelización sin oración es imposible, y la oración sin evangelización es estéril. Triste es la escasa o nula oración de algunos, pero penoso es que algunos oren tanto sin dar frutos de evangelización. Nadie está obligado a dar frutos inmediatos evangelizando, pero nuestra oración se muestra auténtica dando el fruto de lanzarnos a evangelizar. Oramos para adorar a Dios y atraer a otros a tal oración de adoración. Ser cristiano es vivir el Evangelio y anunciarlo. Si no lo vivimos, ¿qué vamos a anunciar?. Si no lo anunciamos, ¿qué Evangelio vivimos?.
El protagonista de la evangelización es Dios en su Espíritu Santo, a quien ha de abrirse el evangelizando. Pero resulta imprescindible la modesta aportación anunciadora del evangelizador, no mediando un milagro teofánico. Dios nos salva personal, histórica y comunitariamente, a través del anuncio y de la acogida eclesiales. Iniciarse en vivir el Evangelio incoa su anuncio, lo prepara. Pero si, con la pasión que dona el Santo Espíritu, no se realiza el anuncio, la misma vivencia del Evangelio se desvirtúa. La comunidad de bautizados que se cierra a evangelizar, se cierra al Espíritu Santo. Termina descristianizada.
Unos ya proclaman que no hay que evangelizar, huyendo de su turbia noción de “proselitismo” o pretextando que la gente no lo necesita. Simplemente, oficializan o dan coartada a la práctica de no evangelizar. Otros, igualmente no evangelizan, pero no se atreven a declararlo, maquillando sus conciencias con la ficción de que con cualquiera de sus apostolados ya evangelizan. ¡No nos engañemos entre unos y otros!. Conozcamos el diagnóstico de nuestra decadencia social y eclesial. Si la Iglesia se enfría, el resto de la sociedad se congela. La sociedad se descristianiza a marchas forzadas, principalmente porque en general la comunidad eclesial, salvo excepciones muy minoritarias, hace tiempo que dejó de evangelizar, de transmitir la vida teologal. Los mismos cristianos cada vez nos hacemos una imagen más sesgada y acomodada de lo que Cristo es y quiere de nosotros. Las sociedades se descristianizan, porque los cristianos no las cristianizamos. No les infundimos la humanidad y la divinidad de Cristo, conquistándolas con el amor y la verdad de Dios encarnado y resucitado. Y no las cristianizamos, porque muchos cristianos, clero incluido, nos descristianizamos. Si dejamos que el mundo nos descristianice, no cristianizaremos el mundo.
Es un auténtico suicidio eclesial o eclesicidio la amnesia o la minusvaloración del alma espiritual, de la eternidad a la que Dios nos invita por Jesucristo y su Iglesia, y de la necesaria colaboración militante de todos los cristianos con la divina gracia. Semejantes olvidos dañan más a la Iglesia que la peor de las persecuciones. La Iglesia necesita levantar los brazos pentecostalmente, nutrida de la contemplación diaria, personal y comunitaria de la Sagrada Escritura y del resto de la Tradición revelada. Los cristianos necesitamos una revitalización teológica que abra nuestros ojos a nuestra propia identidad, irreductible a la repetición de ciertos actos de piedad, ni diluible en la mundanidad de moda.
Si no clarificamos bien nuestra identidad trino-encarnacional y de máximo humanismo, nada tenemos que ofrecer o anunciar, quedando hueca en nuestros labios la palabra “evangelización”.
¿Qué hicieron Cristo, los apóstoles y los grandes santos?. ¿Se conformaron con orar o dar un buen ejemplo mudo, esperando sólo que alguien les preguntara?. Predicaron con la vida y con la palabra, “a tiempo y a destiempo” (2Tim 4,2), proclamando el Reino de Dios y la necesidad de conversión para la salvación eterna (cf. Mc 1,15). Quien no crea de verdad en Cristo, dé un paso al lado, y deje de engañarse y de engañar, aunque sea su medio de vida. El Evangelio no es un medio de vida, sino un modo de vida: el único que lleva libremente a la vida eterna y que todos los cristianos debemos ofrecer claramente desde la oración y dóciles al Espíritu Santo.
Sobre todo los obispos, como dignos sucesores de los apóstoles y saliendo de su confort intraconfesional, deben priorizar en sus actividades el anuncio explícito del Evangelio a quien no lo conoce o malconoce (cf. Hch 6, 2-4). Es una misión indelegable en la que deben dar máximo ejemplo.
El ministerio de la palabra no puede limitarse ni privilegiar a quienes ya han oído la misma predicación innumerables veces. Tiene prioridad la oveja perdida o quien ni siquiera ha sido oveja del santo redil (cf. Lc 15,4-7). ¿No han de ser primeros los últimos? (cf. Mt 19,30 y 20,16). La opción preferencial por los pobres no tiene un sesgo de mera pobreza material. Los pastores lo son por su ordenación ministerial y su dedicación a la guía espiritual y comunitaria de almas. Pero evangelizan, como los demás cristianos, porque son cristianos, porque están bautizados y aman a Cristo. Los laicos no somos meros agregados a la pastoral, “referentes pastorales” o “agentes de pastoral”. Nuestra vocación no es la de pastor. Somos apóstoles de una Iglesia apostólica y, sin las responsabilidades propias de los pastores, podemos dedicarnos más de lleno a la evangelización. Ahora bien, todos los cristianos, en cuanto amados y amadores de Cristo, no podemos tener mayor pasión que la de compartir clara y prioritariamente tal amor con los que aún no saben del divino amor de la vida eterna.
Pablo López López
Filósofo cristiano y evangelizador itinerante.