Fui budista zen durante 10 años. Hice mucha meditación zen (zazen), tuve un sensei debidamente reconocido por las autoridades japonesas de la escuela Soto. Viví en España en un centro budista, junto con un monje. Hice muchos retiros, aprendí muchos rituales, cantos, mantras, sutras, posturas, hice muchas postraciones a Buda, le ofrecí incienso y comida en cuenquitos y tacitas. Tuve un nombre “dharma” del que me sentía orgulloso, porque resumía los dos pilares de la enseñanza de Buda: compasión y sabiduría. Me sentí orgulloso de mi sangha –amigos en el camino budista- y del nivel espiritual de mi sensei. Hice mucho por propagar la doctrina budista, organicé retiros en España y México, di cursos de meditación, enseñé a muchas personas los rituales, leí todo lo que pude sobre Budismo, viví como un monje, y quise –durante años- volverme monje zen. Me convencí de que su doctrina era –racionalmente hablando- inexpugnable, no le encontré fisuras, afirmé que daba respuesta y solución a todo. La encontré hermosa y benéfica. Llegué a definir al budismo como un gran tesoro en mi vida, llegué a pensar que el último consejo que daría a alguien antes de morir sería el que se hiciera budista.
¿Y cómo no pensar así cuando el mundo acepta el budismo con los brazos abiertos? El budismo –según el mundo- es tolerante, humanista, no es dogmático, es igualitario, es ecologista, es democrático, comparte una ética mínima con todas las doctrinas religiosas, se adapta a las necesidades citadinas, es competitivo pero a la vez es amable, sirve para ser más eficaz y eficiente; es bien visto por empresarios, amas de casa, feministas, intelectuales, escritores, y demás. Las imágenes del lama tibetano, del anacoreta tailandés o del monje japonés son universalmente veneradas. Además, su espiritualidad es irresistible y convincente en medio de tanto ajetreo: silencio, quietud, palabras sabias, paisajes nublados.
En el budismo a la occidental no hay necesidad de tanto “ritual vacío”, lo importante es la espiritualidad. ¿Y cómo se es espiritual? Sencillo, basta con leer unos cuantos libros, aprenderse unas cuantas frases hechas, abominar todo dogmatismo y jerarquía, sentarse con las piernas cruzadas y así hasta alcanzar la iluminación.
Hay una gran tragedia en el mundo moderno. La secularización en la modernidad dejó en la orfandad sentimental y espiritual a las almas. Y tal vez el gran engaño del budismo sea este, que es en el fondo una forma de secularización, que sirve al mundo en sus propósitos adaptando a las personas a sus dictados y consecuencias, que muchas veces significa solo una forma de materialismo espiritual sin que haya detrás ni siquiera un hambre genuina de trascendencia. Como forma de secularización, el budismo mantiene alejadas a las almas de Dios. Ya esto es un mal incalculable. El alma no es algo que pueda dejarse a la deriva de la secularización sin consecuencias graves. Los costos de esta orfandad son tremendos y trágicos. La secularización actuante en la persona concreta tiene efectos nocivos: en el nivel físico se traducen en obesidad, anorexia, drogadicción y adicciones de todo tipo; en el nivel psicológico en depresión, angustia, paranoia, neurosis, soledad y sin-sentido; en el espiritual implican el pecado en forma de blasfemia, apostasía, indiferentismo, paganismo y en una palabra, condenación eterna.
Como hijo del siglo, de educación “liberal”, enseñado a “pensar críticamente”, firme creyente del progreso y de la tolerancia, ignorante de la importancia de la doctrina del pecado original, me hice budista –según yo- porque era una religión moderna e inteligente y a la vez, compasiva y exótica. La realidad fue distinta. Fui budista porque quise un refugio ante el inicio de mi vida laboral: no pude ser valiente, como Dios le pidió a Josué por tres veces. Fui budista porque estaba deprimido y sin fuerzas para proteger a mi familia: no pude resolver de otro modo la presión y la depresión por la muerte de mi padre, ni fui capaz de oír la voz del Señor cuando dice “vengan a mí los que estén cansados y agobiados”. Fui budista porque me sentía débil e incapaz de madurar: no pude hacer lo que Dios exigió a Abraham cuando le pidió que fuera perfecto y que caminara en su presencia. Fui budista porque me sentía especial siéndolo: me vanagloriaba de no ser de los últimos, queriendo ser de los primeros. Fui budista por vanidad intelectual, porque entendía razonamientos sutiles y doctrinas oscuras: no sentía amor por el Señor que agradece al Padre revelarse a los sencillos y a los humildes. Fui budista porque veía al mundo sin esperanza y porque asumí que era vacío, contingente y provisional: negaba a Dios sin negarlo, y estaba en las garras del maligno, no por acercarme a él expresamente, sino tan solo por no acercarme a Dios como es debido. Hoy sé que eso le basta al que fue homicida desde el principio para perder un alma.
Y sin embargo, en secreto, en todo este periodo de mi vida, escribía a veces oraciones a Dios, sentía especial afinidad por el arcángel Miguel, en actitud tolerante decía respetar y estudiar a las “religiones del libro”, lo cual hacía que viera con condescendencia a la Iglesia Católica y a sus fieles, que –pobres- vivían en el samsara, engañados y sin posibilidad de iluminarse.
Y luego vino una prueba, varias pruebas –otra vez- que hicieron germinar mi conversión y mi vuelta a casa, a la Iglesia Católica, de la mano del sello de mi bautismo. Una crisis laboral, el agudizamiento del complejo paterno, la sombra del suicidio y sobre todo, la constatación de que el camino budista era un camino solitario, sin esperanza, sin recompensa, heroico a veces –sí, en casos especiales- pero solitario siempre, frío y sin alma; hicieron que me reconciliara con la imagen de mi padre en principio y por lo tanto, con el Padre Eterno a continuación.
Fui a catecismo durante 8 meses e hice mi primera comunión a los 37 años. Y sí un día me sentí especial por poder llevar adelante las pruebas que exige la práctica comprometida del budismo, a raíz de la comunión vinieron pruebas en verdad duras, que no hubiera podido hacer antes. En verdad, Dios poda a los que se acercan a él, pero mientras te poda no estás ya solo, ya la responsabilidad no es nada más tuya: tienes un Dios vivo que vela por todos –por ti- y que te guía silenciosa y amorosamente. La Providencia divina quiso que -después de la sofisticación del budismo- tuviera una fe sencilla y simple, ajena a las consideraciones del mundo. Para decirlo en pocas palabras, una fe católica.
Y desde entonces, mi angustia inveterada tiene un consuelo y un acompañante en el Jesús orando en el huerto, mi narcisismo tiene un llamado a la conversión diaria a través de la vida de sacramentos, mi sensualidad punzante tiene al fin delante el faro de la pureza y la mirada limpia, mi tan preciada libertad -de la que sin excepción coseché únicamente pecado- tiene como antídoto la obediencia de la Santísima Virgen María, mi sin sentido existencial se transformó cuando me asumí creatura de Dios y me inserté en la historia de salvación, mi autoestima tiene al fin la tranquilidad de saber que el Señor -en principio- nos ama así como somos: por cojos, por ciegos, por leprosos, por inválidos, por posesos, por usureros, y que desde ahí nos llama a la gracia, a la santidad y a la evangelización. Y sobre todo, mi miedo a morir, ese por el que toda mi vida me comporté como el mundo quería que fuera, tiene en Dios la fortaleza de dejar de ser miedo y sencillamente de aspirar a ser discípulo de Jesús de Nazaret.
Quise darle sentido a mi vida de muchos modos y caminos. Además del budismo –del que me quedé con una lesión superficial pero persistente del nervio ciático-, desde mi pubertad –además de en los filósofos- hurgué en libros de gnosticismo, taoísmo, chamanismo, judaísmo, islamismo, psicoanálisis y un nada desdeñable etcétera. ¿Dios lo permitió para que al encontrar la verdad de la Fe Católica no hubiera pretexto ni razón para buscar en otra parte? No lo sé. Lo que sí sé es que a mí, -y puedo decirlo de absolutamente todos los amigos budistas que tengo- ninguna de esas doctrinas me aliviaron la angustia, el miedo o los defectos morales, ni estructuraron mis partes anímicas derruidas, ni iluminaron de la manera más sencilla mis zonas oscuras conocidas y desconocidas. Ninguna de esas doctrinas me aceptó tal como era, ninguna me hizo vivir desde mi propio ser, ninguna me dio un lugar ni me acompañó existencialmente. Sólo Cristo me abrazó primero, sólo Cristo tocó mi lepra, sólo Él me miró a los ojos, sólo Él me acompañó en mi humanidad, siendo Dios como es: en el frío, en el llanto, en la angustia, en el hambre, en la soledad. Desde entonces, esta realidad vivida y comprendida al fin –el Dios-Hombre- me hace abismarme en el misterio del Crucificado, ante el cual cesan las palabras y sólo es digno el silencio de mi persona de rodillas, adorándolo, intentando corresponderle con una vida que me haga cada día, un poco, tan solo un poco más capaz de caminar en su presencia.
Antonio Blanco Guzmán
Abogado y Humanista
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