Formación y no revolución
La vida de la Iglesia está impregnada de la liturgia y sus repeticiones solemnes, año tras año. Así la liturgia se deja reposar en las almas, va calando su espíritu poco a poco, penetrando en las mentes, conformándolas con el Misterio de Cristo. Si todo fuesen improvisaciones, novedades y creatividades de unos y otros, sería difícil entrar en su Misterio y asimilar su contenido, que es patrimonio común de todos, de toda la Iglesia, y no de unos pocos, de un grupo o comunidad.
“La grandeza de la liturgia reside, precisamente –y esto lo vamos a tener que repetir con frecuencia-, en su carácter no arbitrario”[1].
Lo normal sería ser iniciados en la liturgia: año litúrgico, lugares, ritos, gestos, respuestas, ceremonias, vestiduras, espiritualidad, etc., en vez de cambiarlo todo constantemente si no se entiende. La tarea educativa es, sin duda, más lenta, más ardua: es ir explicando todo, paso a paso, acompañando de la vivencia de la misma liturgia; es desarrollar el lenguaje, la forma, los ritos, las plegarias y oraciones, el espíritu de la liturgia, en catequesis, pláticas, retiros parroquiales y de comunidad, sesiones de formación, artículos.
Frente a la revolución (cambiarlo todo, radicalmente, demoliendo el edificio de la liturgia) y el afán de novedades, nos encontramos con la formación y la instrucción que permiten saborear la liturgia, participar en ella con actitudes interiores. Frente al deseo de secularizar la liturgia y adaptarla a las modas, la respuesta ha de ser la iniciación y la profundización mistagógica.
Como bien dijera Ratzinger:
“Al respecto se me viene a la mente que Romano Guardini tituló su importantísima obra sobre la renovación litúrgica: “El sentido de la celebración de la Santa Misa”; y titula otra importante obra: “Formación litúrgica”. Hoy día se busca de muchos modos darle forma a la liturgia de modo que ya no necesite que se explicite su sentido ni precise una formación previa, porque se la quiere hacer comprensible en su forma más superficial. Aquí es urgente un regreso al espíritu original de la renovación litúrgica: lo que necesitamos no son nuevas formas con las que desviarnos cada vez más hacia lo externo, sino formación y sentido, aquella profundidad espiritual sin la cual toda celebración se evapora rápidamente en la exterioridad”[2].