La piadosa intercesión de los mártires (Mártires - VII)
Combatieron bien el combate de la fe y lucharon hasta el final, por lo que fueron coronados con la corona de gloria prometida. Ahora son intercesores ante Dios y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos.
Anclado en el alma humana siempre ha estado el respeto a los propios difuntos y un cierto culto en torno a ellos; así a partir de este dato, nació el culto a los mártires, pero cobrando una fisonomía nueva y bien distinta.
“Los primeros honores otorgados a los mártires fueron simplemente los que los parientes cercanos rendían a sus muertos. Pero, en lugar del círculo restringido de la familia, se asocia la comunidad entera, para cumplir su deber y dar a la expresión de su veneración y de su reconocimiento una solemnidad en relación con el rango conquistado por el martirio” (Delehaye, Les origines du culte des martyrs, p. 33).
La piedad de los fieles se manifestó pronto invocando a los mártires, encomendándose a ellos, dirigiéndoles sus oraciones –y más tarde todos los santos en general-. San Ambrosio exhorta a los fieles a dirigir sus plegarias a los mártires, ya que son nuestros intercesores y obtienen para nosotros el perdón de los pecados (cf. De Viduis 9,55: “possit rogare pro nobis… nunc iam possunt pro nobis, et pro omnibus impetrare…”).
Es muy diferente el trato con los difuntos en general del trato con los mártires; por los difuntos se reza, se ofrecen sufragios (Misas, oraciones y limosnas) sin canonizarlos o pensar que ya están ante Dios (de manera automática: ¡todo el mundo en cuanto mueren ya están en el cielo porque todo el mundo es buenísimo!). “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (CAT 1030); “la Iglesia llama purgatorio a esta purificación final” (CAT 1031) y por ello “la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia a favor de los difuntos” (CAT 1032). Basta ver serenamente los textos litúrgicos, oraciones y preces del Ritual de Exequias o el común de Misas por los difuntos para ver cómo la Iglesia encomienda a Dios las almas de los fieles difuntos, suplicando por su salvación.
San Agustín, por ejemplo, diferencia claramente entre mártires y los demás fieles difuntos (diferencia que hemos de mantener y no suprimir en la pastoral, en la predicación y en los ritos exequiales):
“La justicia de los mártires es perfecta porque alcanzaron la perfección precisamente en el crisol de la pasión. Por esto, en la Iglesia católica no se ora por ellos. Se ora por los demás fieles difuntos, por los mártires no se ora. En efecto, salieron de tal forma purificados que no son nuestros protegidos sino nuestros abogados” (Serm. 285,5).
Y en diversos lugares insiste sobre ello:
“Lo que aquí es objeto de fe, allí será objeto de visión; lo que aquí se espera, allí se poseerá; lo que aquí se pide, se recibe allí. Con todo, en esta vida existe una cierta perfección, alcanzada por lo santos mártires. A esto se debe el uso eclesiástico, conocido por los fieles, de mencionar el nombre de los mártires ante el altar de Dios, y no para orar por ellos; en cambio, se ora por los demás difuntos de quienes se hace mención. Es hacerle una injuria rogar por un mártir, a cuyas oraciones debemos encomendarnos nosotros” (Serm. 159,1).
“¿Sabéis en qué momento se hace mención de los mártires? La Iglesia no ora por ellos. Con razón ora por otros difuntos, pero no por ellos; al contrario, ella misma se encomienda a sus oraciones” (Serm. 284,5).
Por los mártires nunca se rezó, sino que se les rezó a ellos, se les invocó y se les veneró. Pero, sin embargo, al ofrecer el sacrificio eucarístico sólo se invoca a Dios: “El sacerdote que celebra el sacrificio no los invoca, porque el sacrificio se ofrece a Dios, aunque se celebre en su memoria” (S. Agustín, De Civ. Dei, XXII, 10). O también: “Junto a esa misma mesa [del Señor] los recordamos no como a los otros que descansan en paz, para orar también por ellos, sino más bien, para que esos mismos oren por nosotros a fin de que nos adhiramos a sus huellas” (Id., In Io. Ev., tr. 84,1).
¡A los mártires los invocamos, por los difuntos rezamos pidiendo por sus almas! “Confugiamus ad sanctorum preces, et oremus ut pro nobis intercedant”, “nos acogemos a las preces de los santos, y oremos para que intercedan por nosotros” (S. Juan Crisóstomo, Hom. in Gen., 44,2).
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