El calendario litúrgico: nacimiento y desarrollo (Mártires - V)
“El culto de los santos comenzó por el culto de los mártires” (Garrido, M., Curso de liturgia romana, Madrid 1961, 519)
El culto a los mártires nació localmente: cada Iglesia (diócesis) veneraba la memoria de sus mártires, en sus sepulcros (o memorias), junto a sus reliquias.
El hecho de reunirse junto al sepulcro del mártir en su dies natalis o el día de su depositio, dio lugar a los calendarios litúrgicos: se anotaba el nombre del mártir, el día de su memoria y el lugar de la depositio de sus restos, donde se celebraba la Eucaristía. Por ello, la celebración del aniversario de los mártires hace que cada Iglesia tenga una lista que se elabora cuidadosamente.
“Nadie olvidará la fecha de un acontecimiento glorioso entre todos, y, al año siguiente, la comunidad, obispo a la cabeza, se reunirá junto a la tumba, para celebrar el aniversario; ahora será así todos los años, en el día de la deposición. Este día se quedó grabado en la memoria de la generación contemporánea, que lo enseñará a sus descendientes. Evidentemente, cuando las víctimas se multiplicaron, esto condujo a tomar nota, como san Cipriano prescribió hacerlo en Cartago, de los días de la muerte o de la deposición de cada uno. Cerrada definitivamente la era de las persecuciones, el martirologio de cada Iglesia se encontraba sino escrito, al menos constituido y en pleno vigor por la práctica y la observancia de los aniversarios” (Delehaye, Les origines du culte des martyrs, pp. 68-69).
Interesante es el mandato que prescribe san Cipriano:
“Finalmente, debéis tomar nota también del día en que fallecen, para que podamos celebrar su memoria entre los mártires; aunque Tértulo, nuestro hermano, tan entregado y fiel, en medio de sus ocupaciones, con el cuidado y el celo que pone en toda clase de servicio a los hermanos, sin olvidar tampoco lo que se refiere a los cuerpos, me ha ido escribiendo los días en que, encontrándose en prisión, nuestros hermanos bienaventurados salen de este mundo con muerte gloriosa hacia la eternidad, y nosotros ofrecemos aquí oblaciones y sacrificios en su conmemoración, cosa que pronto, con la ayuda de Dios, celebraremos también junto a vosotros” (Ep. 12,2).
Tenemos así, ya en el siglo III, el esbozo de los primeros calendarios cristianos. Esto creció aún más en la primera mitad del siglo IV, donde la fiesta de los mártires franquea los umbrales de su propia Iglesia local y del propio sepulcro y se hace extensivo a otras Iglesias cercanas que también los van a venerar y festejar.
El nacimiento del Martirologio
Estas Iglesias comunicaban a otras con orgullo la noticia y veneración de sus mártires, ampliando así los límites de su culto. Cuando las distintas diócesis intercambiaron sus respectivos calendarios particulares, nacieron los “Martirologios”, que incluyen para cada día a los mártires y santos de las distintas Iglesias locales, cuyo aniversario se celebra el mismo día, e incluyendo una breve reseña de cada mártir y de cada santo. “Las listas de los aniversarios para celebrar por cada iglesia constituyen los primeros martirologios” (Delehaye, Les origines du culte des martyrs, p. 34).
Así lo explicaba Juan Pablo II: “Es un testimonio que no hay que olvidar. La Iglesia de los primeros siglos, aun encontrando notables dificultades organizativas, se dedicó a fijar en martirologios el testimonio de los mártires. Tales martirologios han sido constantemente actualizados a través de los siglos, y en el libro de santos y beatos de la Iglesia han entrado no sólo aquellos que vertieron la sangre por Cristo, sino también maestros de la fe, misioneros, confesores, obispos, presbíteros, vírgenes, cónyuges, viudas, niños” (Tertio millennio adveniente, n. 37). El Martirologio es un signo de la comunión de los santos:
“El Martirologio romano, en cuanto libro litúrgico… contribuye de modo singular al intercambio de la veneración de los Santos entre las Iglesias, como comunicación de dones, en el espíritu de la comunión de los santos” (Juan Pablo II, Disc. plenaria Cong. Culto divino, 3-mayo-1996).
De esta forma nacieron los calendarios locales en las distintas Iglesias y el culto a los santos, que nació como culto a los mártires; “el martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto de los santos”(TMA, n. 37).
Actualización y valor espiritual del Martirologio
El Martirologio constantemente se está enriqueciendo, con la incorporación de nuevos santos y beatos, los mejores hijos de la Iglesia. El Martirologio, como libro litúrgico que es, posee un valor espiritual: “Día a día, nos pone en la compañía de los santos, debería decir más bien en la comunión de los santos, haciendo brillar ante nuestros ojos una santidad de las mil caras, de todos los tiempos y de todos los países. Desgranando, día tras día, el recuerdo de nuestros hermanos en la fe, que viven en Cristo, no podemos por menos de glorificar a Dios en la asamblea de los santos” (Evenou, J., “Criterios de composición del nuevo Martirologio”, en Phase 42 (2002), p. 309).
La Iglesia cultiva con amor y veneración la memoria de los mártires, los tiene presentes, celebra su culto con devoción, es estimulada por el testimonio de su vida entregada hasta el derramamiento de su sangre por Cristo. “En diversas ocasiones he recordado la necesidad de custodiar la memoria de los mártires. Su testimonio no debe ser olvidado. Ellos son la prueba más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la muerte más violenta y manifiesta su belleza aun en medio de atroces padecimientos. Es preciso que las Iglesias particulares hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio” (Juan Pablo II, Hom. Canonizaciones, 11-marzo-2001).
El Martirologio se ha visto incrementado amplísimamente en el siglo XX con regímenes totalitarios y persecuciones genocidas contra los católicos, en varias épocas y distintas naciones. “Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes –sacerdotes, religiosos y laicos- han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo”, decía Juan Pablo II (TMA, n. 37).
Esa fue la petición que hizo el papa Juan Pablo II para vivir el Jubileo del 2000, entrando en el Tercer Milenio: la memoria de los mártires y, por tanto, la actualización de los calendarios particulares de diócesis y órdenes religiosas así como una edición renovada del Martirologio romano.
Es bueno hacer memoria de los mártires, es impulso evangelizador hoy, es llamada a la santidad y a la entrega incondicional a Cristo:
“Un signo perenne, hoy particularmente significativo, de la verdad del amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor” (Juan Pablo II, Bula Incarnationis Mysterium, n. 13).
El calendario hoy de la Iglesia
En el calendario general de la Iglesia no pueden figurar todos los santos y beatos del santoral cristiano, tan recio y abundantísimo, y que no parará nunca de crecer. No caben en el calendario de tantos como son e impedirían la celebración del misterio de Cristo. Por eso la Constitución Sacrosanctum Concilium, del Vaticano II, propuso una solución para que ningún santo quedase excluido de la memoria de la Iglesia; así determinó lo siguiente:
“Para que las fiestas de los santos no prevalezcan sobre los misterios de la salvación, déjese la celebración de muchas de ellas a las Iglesias particulares, naciones o familias religiosas, extendiendo a toda la Iglesia sólo aquellas que recuerdan a santos de importancia realmente universal” (SC 111).
Así lo describe una Notificación de la Cong. del Culto divino: “El Concilio Vaticano II ha reafirmado el principio de que las celebraciones de los santos, en las cuales las maravillas de Cristo son proclamadas en sus servidores, aunque importantes, no debían, sin embargo, prevalecer sobre las celebraciones de los misterios de la salvación, que tienen lugar semanalmente el domingo y en el curso del Año litúrgico. Esta percepción determinó, pues, que las celebraciones de muchos santos debían reservarse a las diócesis, a las naciones y a las familias religiosas (SC 111). Este principio, junto con otros establecidos por el Concilio, orientó la restauración del Año litúrgico y del Calendario General del Rito Romano” (“Notificación sobre algunos aspectos de los calendarios y de los textos litúrgicos propios”, 20-septiembre-1997, n. 1).
Con esos criterios se revisaron y reajustaron las celebraciones de los santos, algunas se trasladaron a otros calendarios particulares (de diócesis o de naciones), despejando el calendario general y dejando en éste sólo memorias de santos y mártires significativas para toda la Iglesia, con un criterio de proporción: que sean representativos de todas las épocas y de distintas naciones.
Aunque hay que recordar que en los días de memoria libre, y en las ferias del tiempo Ordinario, siempre es posible celebrar la misa de cualquiera de los santos inscritos en el Martirologio de dichos días.
La celebración de un santo –sea solemnidad, fiesta, memoria obligatoria o libre- es reconocimiento de que en él se ha cumplido del misterio pascual de Cristo y glorificación a Dios por sus santos: “las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores” (SC 111); “todo genuino testimonio de amor que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige, por su propia naturaleza, a Cristo, y termina en Él, que es la corona de todos los santos, y por Él va a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado” (LG 50).
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