Verborrea en la Liturgia de la Palabra de la Misa: menos (o ninguna monición), más silencio y homilía más breve
El grave peligro de la liturgia de la Palabra es que sobran palabras, es decir, las moniciones, muchas veces, son interminables, se añade una homilía larguísima, a veces, diálogos y preguntas, muchos cantos pero, cuando llega la preparación de los dones, el sacerdote y la asamblea aceleran, se suprime el canto del Sanctus en ocasiones, se usa la plegaria eucarística II porque es más breve, y la comunión se reparte aprisa y corriendo para que “la Misa no dure demasiado".
A esta liturgia verbalista, más pendiente de transmitir conceptos que de celebrar el acontecimiento salvador que es Cristo, tan verbalista que acaba por ahogar la Palabra verdadera, hay que ponerle freno de la forma que prevé la liturgia, es decir, con el silencio y la oración, además de un ritmo sereno y meditativo, nunca apresurado y la reducción de tantas palabras, discursos y explicaciones.
1. El silencio está previsto en diversos momentos de la celebración, es más, incluso se le llama en el Misal, “sagrado silencio” (IGMR 43; 45; 164), y también lo dice el Vaticano II en su letra (SC 30), no “en su espíritu” (que justifica cualquier cosa y ocurrencia); son pequeñas pausas de interiorización, de oración personal, que también tiene cabida dentro de la acción litúrgica. También en la liturgia de la Palabra hay momentos para el silencio. Después de la primera lectura, antes del canto del Salmo, después de la segunda y, especialmente, una pequeña pausa después de la homilía: “terminada la lectura o la homilía, todos meditan brevemente lo que escucharon” (IGMR 45). Esto hará que se pase del discurso a la oración, de muchas palabras a la interiorización.
2. No bastan las palabras, hace falta silencio para interiorizarlas, orarlas para hacerlas vida en la asamblea. La oración tiene que entrar en nuestra liturgia. El canto del salmo responsorial y del Aleluya tienen que ser también expresión de esta oración.
3. El desarrollo celebrativo pausado, con gestos claros, sin correr nunca, con dignidad en la celebración, tanto de la Palabra como del Sacramento.
“La Liturgia de la Palabra se debe celebrar de tal manera que favorezca la meditación; por eso hay que evitar en todo caso cualquier forma de apresuramiento que impida el recogimiento” (IGMR 56).
4. Las moniciones introductorias, en excepcionales ocasiones necesarias, pero no siempre obligatorias ni convenientes, han de ser muy breves, escuetas, para ayudar y suscitar el deseo de la escucha, no una larga catequesis ni tampoco una clase de exégesis bíblica (mucho menos para hacer que “intervengan” más personas so pretexto de que eso es participación):
Antes de las lecturas, especialmente antes de la primera, pueden hacerse unas breves y apropiadas moniciones. Hay que atender con mucho cuidado el género literario de estas moniciones. Deben ser sencillas, fieles al texto, breves, preparadas minuciosamente y adaptadas al matiz propio del texto al que deben introducir (OLM 15)
Son ayudas, por tanto, claras, directas, breves y por escrito para evitar que se divague hablando o se convierta en una homilía en pequeño:
Explicaciones y moniciones oportunas, claras, diáfanas por su sobriedad, cuidadosamente preparadas, normalmente escritas y aprobadas con anterioridad por el celebrante (OLM 57).
Pensemos que el OLM destaca la importancia del silencio como momento pneumatológico y, como tal, no es un silencio muerto, sino un silencio de participación y comunión con el Misterio:
“La liturgia de la palabra debe celebrarse de tal manera, que favorezca la meditación; por eso se ha de evitar toda clase de prisa, que impide el recogimiento. El diálogo entre Dios y los hombres, que se realiza con la ayuda del Espíritu Santo, requiere breves momentos de silencio, adecuados a la asamblea presente, para que en ellos la palabra de Dios sea acogida interiormente y se prepare una respuesta por medio de la oración.
Pueden guardarse estos momentos de silencio, por ejemplo, antes de comenzar la liturgia de la palabra, después de la primera y la segunda lectura, y al terminar la homilía” (OLM 28).
Menos palabras humanas, menos discursos e intervenciones, menos moniciones y homilías inacabables, y mejores lectores[1], más canto del salmo responsorial, más silencio meditativo:
“Cuando el silencio está previsto, debe considerarse «como parte de la celebración». Por tanto, exhorto a los pastores a fomentar los momentos de recogimiento, por medio de los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, la Palabra de Dios se acoge en el corazón” (Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 66).
[1] “Lectores bien instruidos” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 45); “los lectores encargados de este servicio, aunque no hayan sido instituidos, sean realmente idóneos y estén seriamente preparados. Dicha preparación ha de ser tanto bíblica y litúrgica, como técnica” (Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 58).
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