Matizaciones sobre la participación «activa»
Siendo un concepto tan capital, merece volver una y otra vez sobre él, conocerlo y matizarlo para evitar confusiones, o para que la participación activa reciba su exacto significado sin ser malinterpretado. Debe ser redescubierta, aplicada, enseñada en catequesis, formación y vida litúrgica.
La suavidad con la que escribe Ratzinger es una ayuda para profundizar y corregir las desviaciones que se han producido y su mala aplicación en la vida litúrgica. ¡Cuánto bien puede hacer esta lectura a sacerdotes, a catequistas, a formadores, a equipos de liturgia, a todos los fieles! Y luego hay que ser valientes en sacar las conclusiones prácticas y aplicarlas, corrigiendo lo que no concuerda con el espíritu y las normas de la liturgia en cuanto a la participación, intervenciones, ministerios y activismo.
“El Concilio Vaticano II nos ha propuesto como idea clave de la celebración litúrgica la expresión participatio actuosa, la participación activa de todos en la obra de Dios (“opus Dei”), es decir, en la acción litúrgica. Y con razón, pues el Catecismo de la Iglesia Católica advierte que la palabra “liturgia” se refiere al servicio común, es decir, se refiere a todo el pueblo santo de Dios (CEC 1069). Pero ¿en qué consiste esta participación activa? ¿Qué hay que hacer? Desgraciadamente, la expresión se ha desvirtuado muy pronto, interpretándola sólo en un sentido externo, es decir, concluyendo que era necesaria una actuación general, como si todo consistiera en poner en marcha al mayor número posible de gente y con la mayor frecuencia. Pero la palabra “participación” se refiere a una acción principal en la que todos deben tomar parte. Si se quiere descubrir de qué tipo de acción se trata hay que averiguar, en primer término, cuál es la verdadera acción (“actio”) central, en la que deben participar todos los miembros de la comunidad…
La “oratio” –la plegaria eucarística, el “canon”- es ciertamente más que un discurso, es “actio” en su sentido más elevado. Ocurre que en ella la acción humana (según la había llevado a cabo anteriormente los sacerdotes de las diferentes religiones) queda en segundo lugar y deja espacio a la “actio divina”, a la acción de Dios. En esta oración, el sacerdote habla con el “yo” del Señor –“esto es mi Cuerpo”, “esta es mi sangre”-, consciente de que ya no habla por sí mismo, sino que, en virtud del sacramento que ha recibido, se convierte en la voz de Otro que ahora habla y actúa…
En esta verdadera “acción”, en este acercamiento orante a la participación no hay diferencia entre sacerdotes y laicos. Ciertamente, dirigir la “oratio” al Señor en nombre de la Iglesia y hablar, en su punto culminante, con el “yo” de Jesucristo, sólo puede suceder en virtud del poder del sacramento… Se trata, al fin y al cabo, de superar la diferencia entre la acción de Cristo y la nuestra. De que haya una única acción, que sea a la vez suya y nuestra –nuestr atambién, porque hemos llegado aser con Él “un solo cuerpo y un solo espíritu”-. La singularidad de la liturgia eucarística consiste precisamente en que Dios mismo actúa y nosotros somos introducidos en ese actuar de Dios. Todo lo demás es secundario comparado con esto.
Obviamente, se pueden también distribuir de forma conveniente las acciones externas –lectura, canto, ofrendas-. A este respecto, es necesario distinguir la participación que se da en la liturgia de la Palabra (lectura, canto), y la que se da en la celebración sacramental propiamente dicha. En este último caso, debe quedar muy claro que las acciones externas son enteramente secundarias. El actuar debe quedar totalmente relegado cuando se acerca lo auténtico: la “oratio”. Y debe ser visible que sólo la “oratio” es lo auténtico y lo verdaderamente importante porque da paso a la “actio” de Dios. Quien ha comprendido esto, entiende fácilmente que no se trata ya de mirar o dejar de mirar al sacerdote, sino que se trata de mirar conjuntamente al Señor y salir a su encuentro. Esas entradas, casi teatrales, de diversos actores, que contemplamos hoy día especialmente en la procesión de ofrendas, están pasando de largo ante lo esencial. Cuando las acciones externas particulares (que no son muchas, pero que se incrementan artificialmente) se convierten en lo esencial de la liturgia, y ésta se degrada a una actuación sin más, entonces se malogra el verdadero carácter teodramático de la liturgia reduciéndola casi a una parodia.
La verdadera educación litúrgica no puede consistir en aprender actividades exteriores y ensayarlas, sino en conducirnos a esa acción esencial que constituye la liturgia, a ese poder transformante de Dios que, mediante el acontecimiento litúrgico, quiere transformarnos a nosotros mismos y al mundo. En este sentido, sin duda, la formación litúrgica tanto de sacerdotes como de laicos es deficitaria todavía hasta extremos preocupantes. Queda, ciertamente, mucho por hacer” (Ratzinger, El espíritu de la liturgia, OC XI, Madrid 2012, 97-100).
Es decir:
-la liturgia es acción de Dios
-participar es incorporarse a esa acción de Dios (la gran plegaria eucarística especialmente)
-secundario es intervenir y desempeñar una acción, monición, lectura u ofrenda (hay que restringir la multiplicidad de intervenciones); participar no es hacer cosas
-participar es dejarse transformarse por Dios, ofreciéndose a Él
-educar en la liturgia es dejar que Dios actúe, viviendo espiritualmente la liturgia
-hay que recortar protagonismos humanos, intervenciones, y dejar que sólo Dios brille y sea protagonista.
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