La oración es liturgia, culto privado (Notas de espiritualidad litúrgica - XV)
Por el Bautismo, recibimos el sacerdocio común. El Bautismo nos hace entrar en un reino de sacerdotes para nuestro Dios en medio de este mundo concreto. Y este sacerdocio nos habilita, nos capacita, para orar y ofrecer. Es derecho y obligación: ¡dar gloria a nuestro Dios!
Es nuestra vida cristiana: orar y glorificar, ofrecer y alabar. Y la vida litúrgica es oración. En ella entramos y participamos cuando descubrimos su verdadero rostro: la liturgia es oración con ropaje ceremonial y ritual, comunitariamente desarrollada, con ministerios diversos y jerarquizados. Es oración.
En ella entramos, y vivimos verdaderamente la liturgia, al descubrirla como oración, e incorporarnos a ella orando. La liturgia es oración pública e individual a un tiempo.
Es oración pública porque es oración de toda la Iglesia, y como tal Iglesia se dirige a Dios.
Es oración individual, en cuanto la realizan los individuos, quienes con su actividad espiritual personal, le dan forma y perfección. El alma se une, y hace suya, la oración oficial de la Iglesia, que es su liturgia.
El ejemplo, tal vez más claro y evidente, es el rezo del Oficio divino o Liturgia de las Horas, al que otras veces hemos aludido:
“Cuando un sacerdote recita su breviario, es toda la Iglesia quien ora por su ministerio, y por esto su oración tiene carácter público. Mas si lo hace poniendo la atención debida y conformando su espíritu a las fórmulas que pronuncia, también él como individuo ora de veras con las palabras de la Iglesia. Y ¿qué mejor oración que la que eleva su espíritu hasta las mismas alturas a donde se remonta la oración de la Esposa de Cristo? Si la oración es la elevación de la mente a Dios, bien podemos decir que ora aquel cuya mente, dejándose guiar por cauces abiertos por el Espíritu, se llega a Dios personificando la mente de la Iglesia. No importa que la ruta de su ascensión haya sido trazada de antemano; ni disminuye el valor personal de esta operación de su mente el hecho de haber sido esta elevada a la dignidad de representar ante Dios a todo el pueblo cristiano. Su cualidad de miembro no desaparece al encarnar en sí a todo el Cuerpo, ni el impulso de su mente pierde nada al lanzarse hacia Dios inmerso en el ímpetu ascensional con que el Espíritu de Jesús arrebata a su Iglesia” (Brasó, G., Liturgia y espiritualidad, Barcelona 1956, 278s).
No se puede separar la oración personal de la plegaria litúrgica, de la celebración misma. Sería desconocer lo que es la oración litúrgica. Lo mismo que sería erróneo limitar la oración personal sólo al momento de la liturgia. Sería señal de no haber gustado la profundidad de la vida litúrgica y su riqueza.
“Quien ha orado con la Iglesia, dejándose penetrar por la luz de su doctrina y por el calor de sus afectos, no podrá luego interrumpir sin más esta intensidad de vida espiritual que se le ha comunicado, sino que tendrá necesidad de asimilar el abundante alimento sobrenatural que ha recibido, y aun durante la jornada se sentirá movido a paladear el sabor que aquel substancioso alimento le ha dado a gustar. Y en esto consiste precisamente la oración privada” (Brasó, p. 279).
La oración personal es insustituible, necesaria.
La oración personal es culto a Dios.
La oración personal ni es vacío, ni relajación, ni fusión con el cosmos. Es liturgia en el altar del corazón al Dios uno y trino.
La oración personal nace de la liturgia y en ella encuentra inspiración y conduce a una renovada vivencia interior de la liturgia.
Oración personal y santa liturgia son realidades unidas, que mutuamente se reclaman. De ahí que la oración personal se vaya “liturgizando”, llenándose del espíritu y contenido de la liturgia, y la santa liturgia se va espiritualizando, llenándose de oración personal, unción y piedad.
De la liturgia bien vivida nace el deseo y la necesidad del silencio interior para estar a solas con el buen Dios, con el amado Jesucristo. Quiere prolongar el silencio de la liturgia en su alma. Ni ruidos ni estorbos ni pasiones del alma. A solas con el Amado.
Junto al silencio, un deseo, una necesidad imperiosa de asimilar lo vivido en la liturgia en contacto con Dios, interiorizando mediante la meditación cordial, sapiencial, de sus textos, plegarias, antífonas, responsorios, etc., haciéndolo en contacto con Dios, en diálogo con Él. La liturgia se prolonga y pide esta asimilación personal, amorosa, meditativa:
“Los textos litúrgicos se hallan tan repletos de doctrina y de misterio que, a pesar de todo el esfuerzo de adaptación mental, nuestras posibilidades no llegan a abarcarlos. El alma debe seguirlos suavemente para absorber, entre tanto alimento como pasa por sus labios, aquello que según el don de Dios y su propia capacidad actual puede captar” (Brasó, p. 279s).
La vida litúrgica y su prolongación en la oración personal, en la meditación y contemplación, nos santifica para retomar las ocupaciones y trabajos con estilo nuevo, con vida sobrenatural, como pequeñas luminarias en el mundo que iluminan, testigos del Dios vivo, apóstoles del Corazón de Cristo:
“El alma, preparada por la lectura y penetrada por la luz y la gracia que ha recibido en la oración litúrgica, queda como impregnada de un ambiente sobrenatural que la mantiene en un recogimiento interior muy propicio a frecuentes contactos con Dios por la fe y la caridad. Viene a ser una continuación, o una repercusión en el alma, del silencio sagrado del templo, saturado del perfume de incienso y en el que todo toma un carácter cultual e invita a la oración” (Brasó, p. 280).
Así la espiritualidad litúrgica hará vivir la perfección en la caridad en las ocupaciones cotidianas.
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