Tres caminos para potenciar más el Evangelio en la liturgia (Palabra y Evangelio - y V)
7. Recapitulando y señalando caminos
Es tiempo en la Iglesia de serenidad, de reposo y de asimilación. La reforma litúrgica ya concluyó y es muy difícil pedagógica y espiritualmente estar integrando cada dos por tres nuevas pequeñas reformas, nuevos cambios. Hay que asimilar y asumir y vivir y realizar bien lo que ya está en los libros litúrgicos, siempre con hondura espiritual y teológica, de la que muchas veces hemos estado escasos al imponer reformas litúrgicas, sin dar explicaciones, sin ofrecer una mistagogia verdadera.
Es lo que ya decía san Juan Pablo II con la carta Vicesimus Quintus annus, en 1988: “si la reforma de la Liturgia querida por el Concilio Vaticano II puede considerarse ya realizada, en cambio, la pastoral litúrgica constituye un objetivo permanente” (n. 10). Por eso, “no se puede, pues, seguir hablando de cambios como en el tiempo de la publicación del Documento, pero sí de una profundización cada vez más intensa de la Liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros vigentes y vivida, ante todo, como un hecho de orden espiritual” (n. 14).
Para la veneración de la Palabra de Cristo en su Evangelio, el camino no puede ser inventar ritos o añadir más a los ritos ceremoniales que ya tenemos; más bien, profundizar espiritualmente en lo que ya de por sí ofrecen los actuales libros litúrgicos y realizarlos fielmente.
La procesión con el Evangeliario al ambón, con el canto del Aleluya, cirios e incienso, es suficientemente expresiva del amor de la Iglesia por Cristo y su palabra, y debería realizarse con mayor frecuencia, también en las parroquias, por ejemplo, en los domingos de la cincuentena pascual y las solemnidades principales del año litúrgico.
Además, el canto que enmarca la lectura solemne del Evangelio: saludo, anuncio de la lectura y aclamación final. El canto litúrgico incluye, en primer orden, aquello que debe ser cantado por sacerdote o por diácono en la liturgia, y no abdicar de esta dimensión orante que es el canto[1]. Los ministros deben cantar más, con más frecuencia, las partes que le son propias. ¡Y cómo se resalta el Evangelio cuando se canta su anuncio y su aclamación! Es fácil hacerlo, por lo que los domingos en la Misa mayor o más solemne de la parroquia, monasterio o convento, sería fácil introducirlo.
Y, en buena lógica, la forma de celebrar la liturgia de la Palabra ha de ser tal que debe evidenciarse cómo el Evangelio proclamado es su culmen, tanto en la procesión al ambón, como en el canto de su anuncio o aclamación, como también por la forma de leerlo, con voz solemne, o incluso cantarlo en los días más grandes del año litúrgico. Es el momento culminante, de más peso, de toda la liturgia de la Palabra.
Hay que desterrar el tono cansino, monótono y fugaz, al leer el Evangelio, como si fuera un trámite obligatorio pero sin importancia, ya que “los oyentes se lo conocen de memoria". Con voz solemne, buena dicción, entonación precisa, vocalización cuidada: las características habituales para un texto importante leído en público.
Consecuentemente, hay que revisar la homilía, y en buena medida, recortarla. En la forma, la homilía aparece muchas veces como superior y principal a la lectura del Evangelio, tal vez como si éste fuera la excusa o el pretexto para la homilía. A veces el homileta parece creerse que van por escucharle a él y no al Señor. No entramos en los contenidos y calidad de la homilía, sino en su forma externa. No se debe reducir la ritualidad, el ceremonial litúrgico, o realizarlo deprisa, sin unción ni reposo, para luego extenderse tranquilamente en la homilía. Tampoco la homilía, por su forma externa, ha de aparecer como lo más destacable de toda la Misa: homilías como si fuera un espectáculo de secta evangelista, gritos, grandes voces, efectos emotivos, micrófono en mano, etc. etc., sino más bien una homilía humilde: humilde en el tono, humilde en la forma, humilde porque se hace en la sede (sentado o de pie) o en el ambón, buscando que el protagonista sea el Señor y no el predicador agitándose y paseándose entre los fieles. La fuerza y el peso celebrativo deben estar en la lectura del Evangelio, la homilía ser un servicio ministerial más humilde, fraterno, subordinado a Cristo únicamente, sin desear protagonismo.
Veneremos, pues, el Evangelio. Brille en la liturgia. Pongamos en práctica aquello que ya está en los libros litúrgicos y que realza suficientemente el anuncio evangélico y la presencia de Cristo en la liturgia de la Palabra, sin fabricar ni manipular la liturgia con nuevo ritos inventados. Así la Iglesia Esposa crece; “la Iglesia progresa por la Palabra de su Divino Maestro y es fortalecida por la efusión del Espíritu Santo en el corazón de cada fiel. Pues el Espíritu, con la fuerza del Evangelio, hace rejuvenecer a la Iglesia y la renueva siempre y la conduce a una consumada unión con su Esposo” (Evangeliarium, n. 8).
2 comentarios
Una enseñanza muy necesaria y que no tenemos en mi parroquia.
No se si copiar su escrito y mandárselo a mi párroco porque le hace falta, pero no lo va a leer, va a lo suyo. Y mira que es buena persona, pero tiene las maneras de las parroquias peruanas de donde viene, no se da cuenta de que es lo que necesitamos aquí los feligreses, está convencido de que hace lo mejor. Así que a seguir rezando y que el Señor nos ayude.
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