Acéptanos también a nosotros (Plegaria euc.- X)
Un filón inagotable es la plegaria eucarística, que contiene y expresa la fe de la Iglesia, como precioso tesoro.
En ella, recitada por boca del sacerdote in persona Christi et in persona Ecclesiae, se afirman grandes verdades de la fe que merecen ser consideradas con detención, porque la escucha rápida durante la Santa Misa tal vez no llegue a provocar la meditación personal.
Fijándonos en una de las súplicas de la plegaria eucarística, podemos alcanzar una comprensión mayor del sacerdocio bautismal o sacerdocio común que hemos recibido en las aguas bautismales.
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La Ofrenda de Cristo, que es su propia Persona, su Cuerpo y su Sangre ofrecidos sacramentalmente, incluye también a los fieles, que se unen a su Señor y se ofrecen conjuntamente con Él al Padre.
La plegaria eucarística sobre la reconciliación II, fruto del Año Santo de 1975, resalta claramente esta función sacerdotal del bautismo: los fieles ofrecen y se ofrecen, ofrecen a Cristo en el Sacramento y se ofrecen juntamente con Él. Esta plegaria eucarística dice así: “Te ofrecemos lo mismo que tú nos entregaste: el sacrificio de la reconciliación perfecta”; del mismo modo ya reza el Canon romano: “Te ofrecemos de los mismos bienes que tú nos has dado el sacrificio puro, inmaculado y santo, pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación”: Offerimus tibi!.
Hecha la ofrenda del pueblo santo a Dios, se incluye también la ofrenda de sí mismo, la ofrenda que son los propios fieles cuando viven en Cristo: “Acéptanos también a nosotros, Padre santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo” (Sobre la Reconc. II).
De nuevo brilla la doctrina del sacerdocio bautismal, que no es un invento moderno, sino una realidad constitutiva del ser cristiano que la Iglesia reconoció y apreció. Ser sacerdote por el bautismo, el sacerdocio común o bautismal, es vivir santamente, ofreciendo a Dios todo y ofreciéndose a sí mismo a Dios.
Hemos de ser aceptados por Dios como una ofrenda agradable a Él si hay un corazón puro que se ofrece a Él y una vida santa, obras buenas, de misericordia, una plegaria asidua, constante, una intercesión generosa, una mortificación al hombre viejo y un constante crecer a la estatura y medida de Cristo Jesús.
El corazón de cada bautizado, en lo cotidiano y anodino, en las pequeñas tareas y obligaciones de la jornada, es un altar en el que sacrificar holocaustos santos de virtudes, amor y oración. Orígenes nos puede servir de conductor y guía en esta reflexión:
“Tenga en ella [el alma] fijado un altar en el que ofrecer a Dios los sacrificios de sus oraciones y las víctimas de la misericordia, en el que, con el cuchillo de la continencia, inmolar la soberbia como si fuese un toro, degollar la ira con un ariete, sacrificar la lujuria y toda pasión carnal como carneros y cabras” (Hom. in Ex., IX,4).
Por el bautismo, los hijos de Dios se convierten en sacerdotes que oran constante y asiduamente; la oración es deber de los bautizados que meditan, dialogan y conversan con Dios, pide perdón, suplican por los demás, alaban y glorifican a su Señor. La figura de Moisés orando con los brazos extendidos mientras Israel combate contra Amalec es figura de todo bautizado que ha de orar asiduamente:
“Moisés, pues, eleva sus manos y, cuando las eleva, Amalec era vencido. Elevar las manos quiere decir elevar a Dios las obras y las acciones, y no tener ante sí obras bajas y que se arrastran por el suelo, sino agradables a Dios y elevadas al cielo. Eleva las manos el que acumula un tesoro en el cielo; ya que donde está su tesoro, allí están su ojo y sus manos… Eleva tú también las manos a Dios, observa el mandato del Apóstol: “Orad sin interrupción”, y entonces se cumplirá lo que está escrito: “como el buey arranca en los campos de hierba verde, así arrancará este pueblo al pueblo que está sobre la tierra”. Con ello, tal como hemos recibido de los antiguos, parece indicarse que el pueblo de Dios no luchaba tanto con la mano y las armas como con la voz y la lengua, es decir, prosternaba a sus enemigos dirigiendo su oración a Dios. Así también tú, si quieres vencer a los enemigos, eleva tus obras, clama a Dios, como dice el Apóstol: “sed asiduos en la oración y vigilantes en ello”. Éste es la lucha del cristiano que vence al enemigo” (Orígenes, Hom. in Ex., XI,4).
En la Ofrenda de Cristo que la Iglesia entrega al Padre, se incluyen los propios fieles, su oración constante, sus obras, sus virtudes y sus sacrificios espirituales. Éstas son las verdaderas ofrendas que son recapituladas, sintetizadas, unidas a Cristo mismo en el altar y entregadas al Padre:
“La Ley espiritual pide para el tabernáculo un oro que está dentro de nosotros, una plata que está dentro de nosotros, y reclama todos los otros materiales que podemos tener dentro de nosotros y sacar de nosotros mismos… Si, pues, “crees en tu corazón”, tu corazón y tu inteligencia son de oro, tú ofreces como oro para el tabernáculo la fe de tu corazón; si “confiesas” con tu palabra, ofreces como plata la palabra de la confesión” (Orígenes, Hom. in Ex., XIII,2).
Muchas veces, en la oración eclesial de las Laudes, rogamos a Dios ofreciéndole el día, santificándolo, y recordando nuestro propio sacerdocio bautismal:
“Que sepamos bendecirte en cada uno de los momentos de nuestra jornada y glorifiquemos tu nombre con cada una de nuestras acciones”[1];
“que todo el día de hoy sepamos dar buen testimonio del nombre cristiano y ofrezcamos nuestra jornada como un culto espiritual agradable al Padre”[2];
“Hijo del Padre, maestro y hermano nuestro, tú que has hecho de nosotros un pueblo de reyes y sacerdotes, enséñanos a ofrecer con alegría nuestro sacrificio de alabanza”[3].
Conociendo todo esto, y luego viviéndolo, alcanza mayor sentido vital la súplica de la plegaria eucarística: “Acéptanos también a nosotros, Padre santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo” (Sobre la Reconc. II).
2 comentarios
Me sorprendo al constatar tantas cosas a las que yo misma he podido llegar a tientas, casi a ciegas, porque nunca había oído hablar nada ni a nadie (no conscientemente, al menos) de esta dimensión sacerdotal como bautizada. Qué bueno es el Señor que nos instruye (cuando nos dejamos!) en lo que conviene...
Solamente por apuntalar, me parece de lo más útil acudir siempre a Nuestra Señora. No sólo para pedirle que prepare y engalane nuestro "altar" para recibir al Señor, sino para que sea Ella misma la que presente a Dios nuestra ofrenda; porque María siempre la mejora, la perfecciona de tal modo que... ¡es imposible que no contente al Padre!
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