"El sacrificio vivo y santo" (Plegaria euc.- VII)
Nadie puede dudar que la Eucaristía es sacrificio, el mismo sacrificio de Cristo en la cruz pero ahora bajo el velo de los signos sacramentales.
La fe de la Iglesia, fiel a la Tradición, lo ha formulado; los mismos textos litúrgicos y la plegaria eucarística lo repiten: “sacrificio".
Se quedaría corto quien sólo y exclusivamente hablase de la Eucaristía en cuanto “memorial” o sólo y exclusivamente como “banquete pascual"… porque es todo eso y más, aparte de ser, asimismo, el sacrificio del altar, el Sacrificio de Cristo, el sacrificio eucarístico.
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Cristo, en el altar, es la Víctima ofrecida, su Cuerpo y su Sangre son sacrificio verdadero y perfecto. Todos los sacrificios rituales del Antiguo Testamento, de la liturgia de Israel, eran sólo prefiguración y anuncio del verdadero, único y superior Sacrificio, el de Jesucristo en la Cruz, ofreciendo no algo exterior a Él, sino su propio Cuerpo y Corazón: “me has dado un cuerpo… Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,5.7).
El sacrificio de Cristo en la Cruz es único e irrepetible, ofrecido de una vez para siempre, propiciador por nuestros pecados, restaurador de nuestra naturaleza humana, reconciliación y puente entre Dios y los hombres. Lo ocurrido en la pasión y muerte de Cristo fue el sacrificio perfecto para la redención de los hombres: “quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar” (Pf pascual V).
Ocurrido de una vez para siempre, sí; irrepetible, sí; pero, ¿inaccesible para nosotros? ¿Cómo llega a nosotros, cómo nos toca a nosotros, cómo nos redime hoy? Renovándose, es decir, actualizándose, haciéndose presente, en el sacramento del altar. La Eucaristía es la actualización y presencia del único sacrificio de Cristo en la cruz. La Eucaristía es el verdadero sacrificio, el santo sacrificio. Por eso, tanto el lenguaje sacrificial como el concepto “ofrenda” y “víctima” están muy presentes en la gran plegaria eucarística.
Como la Eucaristía es el sacrificio del altar, hay un verdadero ofrecimiento y una única ofrenda; la Iglesia ofrece a Dios Padre el sacrificio de Cristo en un único y gran ofertorio: “Te ofrecemos, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo” (Canon romano), ya que no hay otro sacrificio mejor ni más perfecto ni que pueda salvar. Abel, el justo inocente, es tipo y figura de Cristo; el sacrificio de Abraham era sombra de la verdad que iba a revelarse: Cristo en la Cruz; la ofrenda de Melquisedec entregando pan y vino anunciaba la Eucaristía. La Iglesia los recuerda en esa perspectiva:
“Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec” (Canon romano).
La Iglesia en su gran oración, la plegaria eucarística, confiesa y es bien consciente, de que la ofrenda del altar es el mismo sacrificio de Cristo, y ese sacrificio es ofrecido a Dios Padre:
“te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación” (PE II),
“te ofrecemos su Cuerpo y su Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para el mundo entero” (PE III);
“¡acuérdate de todos aquellos por quienes se ofrece este sacrificio!” (PE IV).
Cristo mismo se entrega al Padre en el sacrificio del altar: “Dirige tu mirada, Padre santo, sobre esta ofrenda; es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre y, por este sacrificio, nos abre el camino hacia ti” (PE V/a).
Que sea sacrificio, es innegable; y ese sacrificio de Cristo en la cruz, hecho presente en el altar, sigue redimiendo y comunicando su gracia salvadora:
Tú que por nosotros te hiciste pan vivo para la vida eterna, alegra nuestros corazones con el sacramento de tu altar[1].
Te bendecimos, Señor, a ti que por nosotros aceptaste el suplicio de la cruz y nos redimiste con tu preciosa sangre[2].
Señor, sacia nuestra hambre en el banquete de tu eucaristía, y haz que participemos plenamente de los bienes de tu sacrificio pascual[3].
Señor, que por el misterio pascual de tu Hijo
realizaste la redención de los hombres,
concédenos avanzar por el camino de la salvación
a quienes, celebrando los sacramentos,
proclamamos con fe la muerte y resurrección de Cristo.
Él, que vive y reina, por los siglos de los siglos (Votiva de la Eucaristía, A).
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Que la Santisima Virgén Rugue por usted y la iglesia.
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