Ser católico, o el arte de encontrar la armonía de Cristo en mí.
Ser “católico", en el sentido pleno de la expresión, es a la vez un desafío y un privilegio. No consiste simplemente en estar bautizado e inscripto en la Iglesia pastoreada por el sucesor de Pedro. Ni solamente aceptar todas las verdades reveladas, transmitidas por la Escritura y la Tradición.
Ser “catòlico” implica, en el plano existencial, vivir buscando el adecuado equilibrio entre algunas actitudes aparentemente contrapuestas que, sin embargo, es posible armonizar, y que sólo “sonando” juntas dan lugar a la verdadera catolicidad.
Porque el seguimiento de Cristo, del verdadero Cristo, implica afirmaciones exultantes, pero también negativas contundentes. Para nosotros sería mucho más fácil si se redujera todo a un “Sí” continuo a cualquier doctrina o experiencia… o a un permanente “No". Pero la simplificación del cristianismo hacia la opción excluyente por uno de los extremos es siempre mutiladora de la real identidad.
Para expresarlo de alguna manera, y si bien soy un músico apenas amateur, se me ocurría imaginar estos dos componentes de la catolicidad tomando la metáfora de los tonos mayores y menores que suelen o pueden estar en una obra clásica o contemporánea.
Católicos de “tonos mayores”
La tentación más actual y común que descubro en este tiempo, tanto en laicos como en quienes somos pastores, es la de ser católicos de “tonos mayores”
Esto significa, como criterio general, subrayar de modo unilateral los aspectos más “amigables” del Evangelio y más acordes al pensamiento del hombre de hoy, y “gambetear” todos los aspectos que puedan parecer negativos o que suenen chocantes a los oídos modernos.
El cristianismo exclusivamente de TONOS MAYORES, sólo se fija en la MISERICORDIA de Dios, pero evitando cualquier referencia a la miseria del hombre y su pecado, y la necesidad del arrepentimiento para alcanzar el perdón.
Evita hablar de la Vida eterna, se propone como un programa de vida intramundana, y si llega a hablar del más allá, lo hace sólo considerando como posibilidad el Cielo: nunca el juicio ni el infierno.
Tiene una mirada ingenua sobre el hombre… confía ciegamente en la bondad de todo y de todos, y olvida la realidad del pecado original y la tendencia al mal que hay en nuestro corazón.
El sentimiento y la emoción definen su vida de fe y sus opciones. Tiene prohibido hacer algo que “no le guste": la espontaneidad y el placer son el criterio de bondad de las decisiones.
Considera que muy pocas cosas pueden llegar a ofender a Dios -si es que algo lo ofende de verdad- y que la máxima y única ley válida es la propia conciencia, autónoma. Esta se termina haciendo cada vez más irrelevante y por ello mismo más esclava de las modas del momento.
El cristiano de TONOS MAYORES, en su relación con el mundo, evita cualquier tipo de confrontación; considera que está prohibida la defensa de la Verdad e incluso su misma mención. Considera el máximo pecado -más que la blasfemia, más que el aborto, más que cualquier otro- el querer “imponer” a otros una manera de ver las cosas.
El cristianismo en TONOS MAYORES tiene un atractivo importante. Es a simple vista más fácil de vivir en el siblo XXI -ya que a nadie molesta- y suele generar simpatía.
Pero la alegría externa con la cual aparece revestido no tiene suficiente raíz, porque parte de una mutilación del mismo Cristo y de su Evangelio; termina dejando vacíos y alejando del verdadero Jesús… y encubre una progresiva corrupción del corazón poco vigilante.
Católicos de “tonos menores”
En el otro extremo, y muchas veces como una reacción al modo de entender el catolicismo recién mencionado, surge en nuestras iglesias particulares a veces con fuerza un catolicismo sólo de “tonos menores”
¿Cuál es su rasgo distintivo?
El subrayar del cristianismo y del Evangelio sólo la parte difícil, sólo la Cruz, sólo el esfuerzo. De vivirlo constantemente con tristeza y melancolía, con un sentido trágico permanente.
En esta visión, no siempre explícitamente formulada, se tiende a destacar en la imagen de Dios y de Cristo únicamente la del Creador Omnipotente y la del Juez Justo.
Se suele proponer una virtud vivida estoicamente, como puro esfuerzo voluntarista, con los dientes apretados, con el ceño fruncido y los ojos cerrados.
En esta lógica sonreír demasiado está prohibido, divertirse puede ser peligroso. El sentimiento debe quedar completamente excluido de la espiritualidad y de la vida.
La conciencia tiende a volverse escrupulosa, el corazón se estrecha, se desconfía de todo el mundo, se ve con malos ojos todo -absolutamente todo- lo que no lleve el inequívoco sello cristiano.
El catolicismo sólo “en TONOS MENORES” es heroico, tiene un atractivo importante, pero termina agotando al alma, como un arco que está siempre tenso y se termina quebrando… y genera una ruptura interior.
Cuando vemos a los católicos que entienden de un modo o de otro su vida de fe, nos quedamos con la misma sensación que tenemos al oír una bellísima y elaborada composición musical, a la cual el que la ejecuta le roba los tonos más difíciles de hacer, los pasajes, los dominantes, las disonancias y sus resoluciones…
Cuando leemos el Evangelio de Cristo y la vida de los santos -vidas bien escritas, vale aclararlo- tenemos, en cambio, el mismo placer intelectual y moral de quien escucha una bella sinfonía donde cada nota está en el lugar justo, donde los acordes ocupan un sitio no intercambiable con otros, donde la alternancia y la variedad armónica realza la belleza del tema principal.
Vale la pena intentarlo, ¿no?