Dolor, sólo dolor
Cada vez que hay un accidente o un atentado que causa un número considerable de víctimas, todo el mundo se conmueve. A pesar de que todos los días muere mucha gente en la carretera o en incidentes laborales o caseros, la acumulación de fallecidos en un solo suceso eleva a la enésima potencia la repercusión mediática y social.
Aun así, salvo aquellos que se dedican a atender a las víctimas, casi todo el mundo contempla lo ocurrido desde su pantalla de televisión o de ordenador. Por desgracia, yo he tenido oportunidad de saber lo que se siente desde la condición de víctima, ya que mi padre iba en el avión que arrasó la ladera del monte Oíz (Vizcaya), el 19 de febrero de 1985. Me acuerdo que tenía la sensación de estar en medio de una película de terror, como si la realidad no fuera la que era.
En el caso de mi padre, no había posibilidad alguna de que alguien hubiera sobrevivido, así que asumí pronto que no volvería a verle. Tras la confusión inicial, llega el dolor. Un dolor que no tiene explicación, que te llega sin que nadie te haya preparado para afrontarlo. En los primeros días, estás tan rodeado de gente que intenta ayudarte, que no te da apenas tiempo a enfrentarte a lo que ha sucedido. Pero pronto llega el silencio. Y entonces quedas tú y la pena. Tú y el dolor. Tú y la cruz. Si tienes la suerte de tener fe, puedes agarrarte a ella, pero ni siquiera la fe te evita la sensación de que tu vida se ha partido en dos y ya nunca será igual.