El apóstol San Pablo lo tenía bastante claro: “Porque evangelizar no es gloria para mí, sino necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara!” (1ª Cor 9,16). La evangelización no es una opción para la Iglesia. Es su deber. Una Iglesia que no evangeliza, que renuncia a ser instrumento de la conversión de los no creyentes, traiciona a Cristo, que fue quien nos ordenó que fuéramos e hciéramos “discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mt 28,19-20).
Mientras exista un solo hombre o mujer en este mundo que no haya recibido la luz del evangelio, la Iglesia no habrá finalizado su misión. Obviamente no todos los que son evangelizados se convierten. Bien sabemos que estrecha es la puerta que nos lleva a la salvación y ancha la que conduce a la perdición. Pero al menos han de saber que existe esa puerta estrecha, en la que Cristo está invitando a todos a cruzarla.
De hecho, lo primero que hizo la Iglesia en Pentecostés fue predicar abiertamente el evangelio. El primer discurso del apóstol Pedro (Hechos 2,15-36) provocó la inmediata conversión de miles de judíos. Es interesante ver cuál fue el efecto de esa primera predicación:
Oyéndole, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?
Pedro les contestó: Arrepentios y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. (Hch 2,37-38)
Como vemos, esa primera predicación del evangelio provocó que los evangelizados se sintieran en la condición de pecadores necesitados de una solución, que viene de Cristo. He ahí la clave de todo. Nosotros no somos mensajeros de malas noticias, sino de salvación. No nos limitamos a decir a los incrédulos que viven en pecado, sino que les ofrecemos a Aquél que les puede redimir y salvar.
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