Humildad, protagonismo y liturgia
Hace poco, con ocasión de la memoria litúrgica de una (¡espléndida!) santa carmelita, el sacerdote de la parroquia donde asistí a misa predicó sobre la humildad. Por sus palabras, deduje que básicamente estaba a favor de la misma. Haciendo gala de un sentido lógico admirable, también se mostró en contra de sus vicios opuestos, la soberbia y el orgullo, que calificó con gran acierto como “algunos de los pecados más horribles que existen".
Unos minutos después, sin embargo, el mismo sacerdote se inventó por completo la plegaria eucarística, con la excepción de la consagración y la doxología final. Sustituyó el texto del misal por una nueva tanda de reflexiones propias de tipo buenista-moralista, una especie de segunda homilía claramente dirigida a los fieles que estábamos allí, en lugar de a Dios.
Como sabrán los lectores, el autor de estas líneas no es precisamente un experto en humildad, pero aun así sentí que había algo que chirriaba en esa yuxtaposición. En efecto, aunque se haga con buena intención, difícilmente podría encontrarse una actitud menos humilde que la de sustituir la liturgia de la Iglesia por las propias elucubraciones. Por tres razones.