Ríos de lágrimas
Pocas cosas hay que me molesten más que esa idea de que “debemos ser cada día un poco mejores”. No es que sea algo malo, pero sí algo meramente humano. Es de un pelagianismo que asusta. Podía tener algún sentido en tiempos en los que se presuponía una vida cristiana decidida como marco de la misma, pero me temo que actualmente lo que hace es sustituir la gracia por el esfuerzo humano, olvidar la conversión a Cristo en favor de una difusa buena voluntad, transformar la esperanza en mero optimismo y reducir la santidad a ser “un poco mejores”.
¡No! Los cristianos no aspiramos a ser buena gente, personas simpáticas y solidarias. ¡Es muchísimo más que eso! Estamos llamados a ser santos, que es algo que supera por completo las fuerzas humanas y que, en muchos casos, hará que seamos considerados antipáticos, insolidarios y mala gente. Por eso no basta la buena intención, necesitamos ayuda de lo alto. Y también por eso, pocas cosas ayudan más a entender lo que es verdaderamente la Cuaresma que la liturgia que la Iglesia nos regala estos días. El otro día, rezando laudes según la forma extraordinaria, me quedé un buen rato pensando admirado en lo que decía el himno:
Jesucristo, sol de salvación,
brilla en lo profundo de las almas,
mientras, expulsada la noche,
renace el día para el mundo.