Un toque de gloria
El sábado por la mañana fui a una parroquia cercana a confesarme. Mientras esperaba, vi a un grupo que rezaba el rosario, claramente con la costumbre de hacerlo a aquella hora, en la que normalmente no hay nadie en la iglesia.
Más que un grupo se trataba de un grupito. Apenas eran media docena de viejecillas y un anciano tan encorvado que parecía estar en continua adoración. Sentados en los últimos bancos de la Iglesia, repetían palabras que debían de haber dicho innumerables veces, gastadas suavemente como el brocal de un pozo por el roce persistente de la cuerda. En el templo vacío y silencioso, daba la impresión de que estaban solos en el mundo, sin necesidad ni deseo alguno de tener espectadores a los que dar buen ejemplo, sin fines prácticos, sin preocupaciones ecológicas, políticas o filantrópicas. Un acto de pura adoración, solo para Dios, de la mano de nuestra Señora.